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La gran fábrica de muerte que estremeció a Europa en la Segunda Guerra Mundial

Auschwitz, el corazón de la industria de la muerte de Adolf Hitler, se cobró la vida de 1,3 millones de personas hasta que fue liberado el 27 de enero de 1945

Entrada al campo de concentración de Auschwitz
Manuel P. Villatoro

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El frío análisis de los números sobre el papel corre el riesgo de no agitar corazones ni mente. La comparación, por el contrario, es más efectiva. El estadio de fútbol más grande de nuestro planeta, el Reungrado Primero de Mayo (ubicado en Corea del Norte), puede albergar a unos 150.000 espectadores. Una cifra que, por desgracia, apenas supone la novena parte de los desafortunados que fueron deportados al campo de exterminio de Auschwitz (1.300.000) y la octava de aquellos hombres, mujeres y niños asesinados entre sus muros (1.100.000). Desde soviéticos, hasta gitanos. Aunque el objetivo principal siempre fueron los judíos. «Son una plaga que debe ser erradicada de forma absoluta, nada debe quedar de ellos», afirmó el ministro de Propaganda del Tercer Reich Joseph Goebbels.

Con todo, este triste emplazamiento no nació como una fábrica de muerte. Fue levantado por los nazis en Oswiecim , unos 60 kilómetros al sudeste de la Cracovia ocupada, allá por 1940 como una suerte de estación de tránsito para los reclusos de la región; unos presos cuyo destino sería el Reich. Pero, en apenas un año, se erigió como uno de los principales campos de concentración debido a la detención masiva de reos polacos y soviéticos. La instalación de familias y funcionarios alemanes en la zona, así como de la planta química IG Farben (ávida de aprovechar las riquezas del terreno), convirtió la urbe (ya conocida como Auschwitz) en un verdadero centro neurálgico y provocó la llegada de 11.000 trabajadores forzados.

Fue a partir de 1942, año en que se aprobó la Solución Final (el exterminio sistemático del pueblo judío), cuando su cometido cambió de forma drástica. Desde entonces, en la ampliación de Auschwitz, Auschwitz-Birkenau , se instalaron una infinidad de cámaras de gas (las cuatro más grandes podían albergar hasta 2.000 personas a la vez) y otros tantos hornos crematorios para acabar con los presos que llegaban desde toda Europa en ferrocarril. El trauma para los reos comenzaba al bajar de los vagones en los que eran hacinados. En la rampa, los nazis los dividían en dos grupos: mujeres, niños, ancianos e incapacitados a la derecha; hombres y mujeres fuertes a la izquierda. Los primeros eran llevados a la muerte, mientras que los segundos pasaban a ser esclavos.

La situación de estos últimos era deplorable. Vivían en grupos hasta 744 en un barracón, cuando lo normal era un cuarto de esa cantidad; comían unas escasas 600 calorías y no podían ducharse más que una vez a la semana. Por si fuera poco, debían aguantar jornada tras jornada los malos tratos de los «Kapos», presos que, a cambio de algunas ventajas como más comida, se encargaban de impartir la brutal justicia de los nazis. La llegada, poco después, del sádico doctor Josef Mengele (un médico obsesionado con los experimentos humanos) los convirtió también en cobayas humanas. Así fue hasta que, el 27 de enero de 1945, el Ejército Rojo liberó el campo.

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