La gran escapada: huir del paraíso comunista
A la carrera y a la desesperada, en compartimentos ocultos en coches, en globo, en avioneta, a través de alcantarillas. Los alemanes del Este huían en masa y, a menudo, perdían la vida por escapar de un país que presumía de ser un idílico oasis, pero que no permitía a sus ciudadanos salir del «edén»
Se piensa que en las «democracias populares» (comunistas) no se vota, y no es así. Se vota, lo que no impide obtener «mayorías a la búlgara» (del 99 por ciento) para el partido del gobierno, con tongo garantizado. Ante lo que la población de Alemania ... del Este (RDA) creó su propia fórmula electoral, resolviendo la dicotomía entre votar y huir en un solo acto: «votar con los pies». Su símbolo imperecedero es el soldado de fronteras Conrad Schumann que, a sus 19 años, el 15 de agosto de 1961, soltó en un arrebato su fusil y brincó como una gacela en dirección Oeste en la Bernauerstrasse.
Su foto —tomada por Peter Leibing— saltando las alambradas, como la del joven albañil Fechter (de 18 años) desangrándose en la Zimmerstrasse, o la de Jutta Gallus reclamando durante años a sus hijos en el Checkpoint Charlie, constituyeron una mala campaña electoral para el régimen oriental.
Entre 1950 y 1953, cuando los soviéticos delinearon la frontera, un millón de germano-orientales se habían refugiado en el Oeste. La demarcación entre zonas, en palabras de Stalin, debía pasar «a ser considerada frontera, y no cualquier frontera, sino una frontera peligrosa… que los alemanes deben proteger con sus vidas».
Berlín siguió siendo un coladero hasta que, en 1956, el indignado embajador soviético observó sagazmente que «ese contacto abierto entre los mundos socialista y capitalista suscita involuntarias comparaciones entre ambos, no siempre en favor de nuestro Berlín democrático (oriental)».
Pérdida de mano de obra, de intelectuales y universitarios
Cuando Moscú dicta la construcción del muro al jefe de los comunistas del SED, Walter Ulbricht, en agosto de 1961, 3,5 millones de germanoorientales (uno de cada cinco, un 10 por ciento de la población laboral) ya habían emigrado. La pérdida de mano de obra fue calculada en 8.000 millones de dólares; y en 22.000 millones las pérdidas provocadas por la huida de intelectuales y universitarios.
La legendaria «gran escapada», conocida como la fuga de Colditz, de los oficiales británicos apresados por los nazis, parecería pronto un juego de niños comparada con las artimañas ideadas por los berlineses. «La bala en la espalda» se convirtió en dicho popular: era la bala que se arriesgaba a recibir el fugitivo.
El primero en probarla fue el albañil Fechter. Le alcanzó en la pelvis, cuando colgaba del Muro. Cayó en la franja de la muerte y se desangró durante una hora a la vista de todos. El último caído «in situ», ya en 1989, fue el estudiante Chris Gueffroy: diez balas en el pecho recibidas junto al canal de Britz. Un mes después, y sólo seis meses antes de la caída del Muro, moría el electricista Winfried Freudenberg, al caer a tierra el globo de fabricación casera en el que intentaba huir. Tumbas desconocidas, y escapadas heroicas, jalonan los 187 kms del Muro.
A los personajes públicos les resultaba más fácil escapar
A los personajes públicos les resultaba más fácil escapar. En 1961 huyó del circuito del Gran Premio de Suecia el campeón de motociclismo Ernst Degner tras sacar a su familia oculta en el bajo de un camión. En 1979 huyeron los futbolistas Lutz Eigendorf y Jörg Berger y, en 1983, Falko Götz. Los tenistas checos Lendl y Navratilova habían huido de la llamada «Normalización» en los años 70. La más famosa desertora, no obstante, fue la propia hija de Stalin, en cuyo homenaje tantas sesentañeras en el Este se llaman Svetlana.
Tan desesperada como mediática fue la lucha de Jutta Gallus, conocida como «la mujer del Checkpoint Charlie» en los años 80. La RDA le había impedido visitar a su padre moribundo y, tras protestar, perdió su trabajo y solicitó doce veces emigrar al Oeste. Finalmente, según cuenta hoy, «fui denunciada» e interceptada en la frontera al intentar huir con sus hijas por Rumanía. «Acabé en la prisión de Hoheneck y me quitaron a Claudia (de once años) y Beate (de nueve)».
Dos años después, Alemania Occidental «compró mi salida de la cárcel, pero, cuando fui abandonada en la frontera, se me informó de que mis hijas quedaban retenidas para su reeducación» en la RDA. Era práctica socialista entregar los hijos de huidos, disidentes o presos a una familia adicta al régimen. Durante seis años, «bajo nieves y tormentas», pudo verse a Jutta manifestándose ante el Muro con un cartel al cuello que decía «Devuélvanme a mis hijos»; en 1985, «llegué a encadenarme en Helsinki» ante la cumbre de la Conferencia para la Cooperación y la Seguridad en Europa. Sólo un año antes de la caída del Muro «conseguí volver a ver a el rostro de mis hijos». Una historia, pese a todo, con final feliz.
Más dramática es la historia de Sigrid Paul. «A mí me atravesaron el corazón con el Muro», señala al recordar su tragedia, cuando en 1961 su bebé enfermo quedó en un hospital del Oeste y ella, al querer recuperarlo, acabó en la prisión de máxima seguridad de Hohenschönhausen. Desde su libertad, en su apartamento no ha vuelto a haber paredes, ni puertas, ni contraventanas «ni siquiera cortinas».
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