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«Fuimos hacia la libertad de cara»

Quienes vivían a uno y otro lado recuerdan la emoción de aquella noche y el temor a que se desatara la violencia

Rosalía Sánchez

Si le preguntas a Thomas Brussig qué buscaba la primera vez que logró cruzar el Muro, no te deja ni terminar de formular la cuestión. «¡Periódicos!, ¡libros!, ¡discos!. Es necesario haber vivido en la RDA para entender un tipo de hambre que ni sabíamos que teníamos», responde. «Comíamos con cuchillo y tenedor, nos enamorábamos, enterrábamos a los muertos», se refugia en el humor para evitar ahondar en el terror, «pero nada encajaba en aquello que teníamos que pensar por obligación, que el sistema sabía lo que era bueno para nuestra gente y que cualquiera que tuviera otras ideas, tenía que vérselas con los órganos competentes».

Aquellos a los que la construcción del Muro de Berlín había partido la vida por la mitad, odiaban la construcción, que a su vez les producía terror, pero los nativos del Muro, los que habían crecido a su sombra de hormigón, sentían tanto miedo como atracción por «el otro lado».

«Fueron unos días muy confusos y, naturalmente, la caída del Muro fue un hito en la historia y en nuestras vidas, un momento definitorio para un país y una generación, pero yo lo recuerdo como un evento increíble en una cadena de eventos igualmente increíbles», describe.

Tras una infancia típica en la República Democrática Alemana, Brussig había comenzado a sentir la zozobra previa a la caída del Muro. «Ese verano en Berlín este solo se hablaba de si te ibas o te quedabas. Muchos se fueron a través de Hungría. Pero nadie se planteaba actos violentos y creo que esa fue la clave del éxito. Los que nos quedábamos fuimos hasta el Muro a cara descubierta», recuerda Thomas Brussig, subrayando que ni los manifestantes ni los vigilantes del Muro, a pesar de la tensión de esa noche, estuvieron dispuestos a usar la violencia.

Artista español en la frontera

«Yo trabajaba en un taller de grabados junto al Muro y caminaba a lo largo de la pared cada mañana, bajo la nieve», recuerda por su parte Ignasi Blanch, el único español cuya obra sigue hoy formando parte del último tramo de Muro en pie, la East Side Gallery. Ampliaba sus estudios en Berlín cuando se enteró de la noticia y corrió hacia la frontera. «Me impresionó mucho toda aquella gente cruzando, recuerdo la imagen de una señora mayor con abrigo azul, sola, desorientada…, hombres grandes como armarios llorando», dibuja desde su sensibilidad artística.

«Estéticamente, el este era muy interesante, porque todo era gris, con restos de la guerra en las fachadas de las casas, pero la publicidad, las señales de tráfico, eran todas en naranja, amarillo, colores muy llamativos, exagerados, muy chillones… Y había una cierta melancolía, languidez, tristeza, algo que ahora es ya imposible encontrar en esta ciudad».

El español aclara también que «al principio la gente solamente cruzaba y volvía, había todavía muchos policías vigilando, no empezamos a picar el Muro ese día, sino varios después». La prensa los bautizó como «Mauerspechter» (pájaros carpinteros del Muro), una masa armada con martillos y picos que, ante la impotencia de los policías fronterizos, comenzó, golpe a golpe, a destruir el tótem. «Fue clave que el movimiento fuera ciudadano, sin políticos de por medio», reflexiona Blanch.

«Había muchas emociones en la calle aquella noche y eso nos preocupaba, podía volverse violento», explica el entonces alcalde de Berlín oeste, Walter Momper, que reconoce que por Günter Schabowski, del Politburó, sabía desde finales de octubre que iba a decretarse un permiso para viajar al exterior.

«No sabíamos exactamente qué ni cuándo, y de todas formas la RDA mentía mucho, así que no lo creíamos. Le había preguntado a Schabowski cuántos visitantes podíamos esperar en la primera apertura y me dijo que estuviese tranquilo, que de los 14 millones de habitantes solo 2 millones tenían pasaporte y que aun así necesitarían visado. Por ese medio esperaban mantener el control».

Cuando los primeros periodistas llamaron para confirmar la noticia, Momper insistía en que «solo van a dar permiso para viajar, no es que vayan a derribar el Muro», pero mientras pronunciaba esas palabras una riada ya imparable estaba cruzando por varios de los puestos fronterizos. «Pasé mucho miedo, temí que todo aquello acabase mal», reconoce Momper, «fue milagroso que no sucediese ni siquiera un accidente de tráfico».

«Mamá, ten cuidado, está pasando algo», previno por teléfono a su madre, también preocupada, la por entonces física de la Academia de Ciencias de Berlín este, Angela Merkel. Como cada jueves, había quedado con una amiga para ir a la sauna. Cuando regresaba a su piso compartido en Prenzlauer Berg, una multitud inundaba ya las calles hacia el Muro. «Seguí a la gente, el ambiente era tenso, pero esperanzador. Serían las once y media de la noche cuando pasamos al oeste», ha recordado en conversaciones distendidas con periodistas.

Un espacio vacío en el mapa

Berlín oeste, hasta ese día, solo era una mancha blanca en el mapa, así que quienes cruzaban no sabían a ciencia cierta donde estaban y les costaba orientarse. Por eso la actual canciller alemana, Angela Merkel, no recuerda donde estaba el apartamento al que acudió junto a otros cuantos desconocidos y donde tomó su primera cerveza occidental esa noche, antes de interrumpir la fiesta para no volver a casa demasiado tarde porque el día siguiente tenía que madrugar.

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