De la hambruna de Mao a superpotencia totalitaria
China celebra los cien años del Partido Comunista esgrimiendo su auge económico para legitimarse ante su pueblo y rebatir las críticas a su régimen autoritario
Pablo M. DíezJaime SantirsoEn el 374 de la calle Huangpi Nanlu de Shanghái se levanta la casa tradicional con puerta de piedra (’shikumen’) donde, hace ahora un siglo, se fundó el Partido Comunista de China. Recién reformada, ante su fachada de ladrillo gris hace cola una legión de visitantes que, soportando el sofocante calor, se entretienen tomándose selfis con el puño en alto. En julio de 1921, trece revolucionarios chinos, más uno ruso y otro holandés, empezaron a fundar aquí el Partido Comunista, pero tuvieron que salir por piernas cuando llegó la Policía. Para evitar más visitas inoportunas, terminaron aquel primer congreso a bordo de una barca turística en un lago de la vecina Jiaxing. Aunque dicha reunión se celebró el 23 de julio, el régimen conmemora la fundación el día 1.
Un siglo después, el museo fundacional del Partido Comunista de China no se enclava en un barrio obrero ni en medio de una cooperativa rural. Vigilado por policías como los que provocaron la estampida de sus ‘padres’, se alza majestuoso en Xintiandi (Nuevos cielo y tierra), la zona comercial y de ocio más cara y exclusiva de Shanghái. Cien años después, aquella casa donde quince proscritos llegaron a la conclusión de que «el marxismo era la respuesta a los problemas de China», como reza en la introducción, está rodeada de tiendas y restaurantes de lujo a rebosar. Vestidos a la moda, sus clientes se pasean por sus coquetos callejones haciéndose fotos con sus móviles de última generación. Bajo los futuristas rascacielos de Shanghái, la ostentación de Xintiandi llega a tales extremos que, el verano pasado, la popular marca china de cosméticos Chando expuso sus cremas y mejunjes en una docena de deportivos Porsche aparcados a pocos metros del Museo de la Fundación del Partido Comunista de China (PCCh). Ninguna imagen resume mejor el ‘capicomunismo’ en que ha derivado aquel congreso de hace un siglo.
El Partido cumple cien años con China convertida en la segunda potencia mundial, el único país capaz de disputarle a Estados Unidos su primacía global. Gracias a su extraordinario crecimiento económico de las cuatro últimas décadas, precisamente desde que se abrió a un capitalismo controlado por el Estado, su modelo autoritario se ha erigido en una alternativa a las maltrechas y caóticas democracias occidentales, sobre todo para los países en vías de desarrollo. En 1976, cuando murió Mao Zedong, uno de los fundadores del Partido y ‘padre de la patria’, la contribución de China a la economía global era solo del 1 por ciento. El año pasado rebasó el 18 por ciento y, al ritmo actual, está previsto que China supere a EE.UU. como primera potencia mundial antes de que acabe esta década. Entonces había 800 millones de pobres y, según anuncia a bombo y platillo la propaganda, la miseria extrema ha sido erradicada este año, otro de los ‘milagros’ con que se está festejando el centenario del partido.
Conmemorando por todo lo alto tan especial ocasión, China luce su progreso económico para rebatir las críticas internacionales contra la falta de libertades de su régimen autoritario y, por supuesto, se olvida de las atrocidades que trajo el comunismo durante la época de Mao. En una de las mayores catástrofes de la historia, entre 15 y 55 millones de chinos perecieron de hambre, extenuación o violencia durante el ‘Gran Salto Adelante’ (1958-1961), la locura colectiva con la que Mao quiso superar a las naciones industrializadas imponiendo el ideal comunista. «En el intento de alcanzar este paraíso utópico, todo se colectivizó. Se concentró a los aldeanos en comunas gigantescas que anticipaban el advenimiento del comunismo. Los campesinos se vieron privados de su trabajo, sus hogares, sus tierras, sus pertenencias y sus modos de vida. La comida se distribuía con el cucharón en las cantinas colectivas de acuerdo con los méritos de cada uno, y se transformó en un arma que obligaba a los individuos a seguir todos y cada uno de los dictados del partido. El experimento culminó en la mayor catástrofe que hubiera conocido el país», escribe el historiador Frank Dikötter en su libro ‘La gran hambruna en la China de Mao’ (Acantilado), imprescindible. Buceando en un millar de documentos recopilados a lo largo de varios años en decenas de archivos oficiales, calcula que «al menos 45 millones de personas murieron innecesariamente entre 1958 y 1962». A ellos se suman las vidas que se cobraron otras barbaridades como el Movimiento Antiderechista o la Campaña de las Cien Flores. Equiparado por muchos estudiosos a los mayores verdugos de la historia, como Hitler o Stalin, el retrato de Mao cuelga todavía en la plaza de Tiananmen para darle continuidad al régimen y su figura sigue siendo venerada pese a los desastres que causó.
Librándose de la responsabilidad por el horror del ‘Gran Salto Adelante’, el ‘Gran Timonel’ lanzó después la ‘Revolución Cultural’ (1966-76), una campaña radical de movilización juvenil para purgar a sus oponentes dentro del partido que sumió a China en el fervor totalitario y el caos durante una década. A su muerte, magníficamente relatada por su médico, el doctor Li Zhisui, en ‘La vida privada de Mao’ (Planeta), un golpe de Estado incruento apartó del poder a su sucesor, Huo Guofeng, y permitió al purgado Deng Xiaoping emprender una ‘Política de Reforma y Apertura’ para abrazar gradualmente la economía de mercado, pero, eso sí, controlada por el Partido Comunista.
Si antes «el marxismo era la respuesta a los problemas de China», ahora lo era el capitalismo. Rebautizándolo como «socialismo con características chinas», Deng proclamaba su pragmatismo con su famosa sentencia: ‘Gato blanco, gato negro, lo importante es que cace ratones’.
Entonces, en Occidente se pensaba que a la progresiva apertura económica y social de China seguiría la transición política hasta llegar a la democracia, como había ocurrido con otros regímenes comunistas tras el colapso de la Unión Soviética y con otras dictaduras de Asia. Pero esa esperanza se apagó tras la matanza de Tiananmen, con la que el régimen aplastó en 1989 las protestas reclamando reformas democráticas, y, más recientemente, con la deriva personalista del presidente Xi Jinping, el dirigente más autoritario desde Mao. Tras acabar con el liderazgo colectivo que había adoptado el régimen para que no se repitieran los desmanes del ‘Gran Timonel’, Xi ha reformado la Constitución y los estatutos del partido para perpetuarse en el poder en el congreso del próximo año, en el que en teoría debería acabar su mandato de una década. Sin un sucesor a la vista, la pujante China del siglo XXI está más crecida que nunca por haber controlado con éxito la pandemia del coronavirus tras su estallido en Wuhan y por su peso cada vez mayor en el mundo. Para que nadie siga llamándose a engaño, el régimen afirma abiertamente que «una democracia al estilo occidental no funcionaría en China» y que solo el Partido Comunista puede garantizar la prosperidad y unidad del país.
Entre la mayoría de los chinos, que hace cuatro décadas pasaban hambre y hoy disfrutan de un progreso que inflama su furor nacionalista, es difícil encontrar voces pidiendo democracia. A pesar de las enormes desigualdades sociales y de que 600 millones de personas viven todavía con solo 1.000 yuanes (129 euros) al mes, la propaganda adoctrina al pueblo y la censura y la represión silencian a los disidentes y agraviados por las injusticias del sistema. Fuera de sus fronteras, su auge económico y la quimera de su mercado de 1.300 millones de consumidores neutralizan las críticas por la represión en la región musulmana de Xinjiang, Tíbet y Hong Kong y por su acoso militar a la isla de Taiwán, cuya soberanía reclama.
Por supuesto, nada de eso se menciona en el museo de la fundación del partido, cuyo relato oficial arranca hace ahora un siglo con una China humillada y reducida a prácticamente una colonia de las potencias occidentales. Entonces, el Partido Comunista solo contaba con 57 miembros. Hoy son más de 91 millones que, además, pertenecen a la élite económica y empresarial del país. En China, nada como ser del partido para hacer negocios y enriquecerse.
Para Jean-Pierre Cabestan, politólogo de la Universidad Baptista de Hong Kong y autor de ‘China tomorrow: democracy or dictatorship?’ (Rowman & Littlefield), el balance de estos cien años está «muy mezclado como mínimo». En la parte positiva, cita «la restauración en 1949 de la paz y la unidad, si excluimos Taiwán, una cierta modernización en los 50 y, tras lanzar las reformas de 1978, un crecimiento económico sin precedentes, la apertura a Occidente y la globalización de la economía china, así como el fin de la pobreza extrema y más prosperidad para mucha gente». Pero, a su juicio, «la lista negativa es mayor» por «la cultura política leninista y antidemocrática del Partido Comunista, su opacidad y su secretismo operativo de arriba abajo, sus purgas violentas y campañas contra enemigos reales e imaginarios y, tras tomar el poder, su aplastamiento de propietarios y contrarrevolucionarios. En 1980, Hu Yaobang (líder reformista del Partido Comunista) calculó que las campañas políticas habían arruinado la vida de cien millones de chinos». Desde la apertura al capitalismo en 1979, Cabestan destaca «la persistente represión de cualquier disidencia, incluyendo la matanza de Tiananmen en 1989, y el encarcelamiento de muchos oponentes (entre ellos el fallecido Nobel de la Paz Liu Xiaobo), así como la corrupción y su incapacidad para poner coto a los privilegios de los ricos y poderosos y reducir las crecientes desigualdades sociales». Por todo ello, no duda en afirmar que «a pesar de sus debilidades y reveses como la corrupción, el Kuomintang (al que los guerrilleros comunistas derrotaron en la guerra civil en 1949) lo habría hecho mejor y finalmente habría democratizado China, algo a lo que hasta ahora se ha opuesto el Partido Comunista». Según calcula ‘The Economist’, la economía del país habría sido un 42 por ciento mayor hasta 2010 si hubiera crecido desde el final de la guerra civil al mismo ritmo que la de Taiwán, donde se exilió el derrotado Gobierno del Kuomintang con su líder Chiang Kai-shek. En opinión de Cabestan, «el responsable de los logros económicos no es el Partido Comunista, sino los propios chinos, por su trabajo duro, carácter emprendedor, inversiones en educación, ciencia y tecnología y, por supuesto, por su amor sin límites por el dinero».
Para que el Partido dure estos cien años, ha sido fundamental «una clara capacidad de adaptación y la falta de cultura democrática en China», así como «la constante inclinación a matar cualquier idea democrática». Pero Cabestan no cree que el Partido Comunista chino pueda durar otro siglo: «Solo 20 o 30 años como mucho. Después, tendrá que aceptar la competición con otros partidos si quiere sobrevivir. La emergencia de una clase media urbana cada vez más exigente, la presión de los estamentos liberales de las élites intelectuales, políticas y empresariales, como hemos visto con el enfrentamiento con Jack Ma, y la necesidad de manejar más y más tensiones aumentarán la presión para democratizarse».
Tampoco cree que el Partido Comunista chino pueda durar otro siglo, al menos sin ceder el poder, Bonnie Glaser, directora para Asia de la Fundación Alemana Marshall de EE.UU., dedicada a promover la democracia. «Ahora mismo, el presidente Xi Jinping tiene un control firme y no hay retos visibles para el Partido, pero una clave fundamental será si China cae en la trampa de los ingresos medios (y su crecimiento se estanca)», advierte Glaser. Aunque sí concede el crédito del desarrollo económico y la educación a las políticas de reforma y apertura de Deng Xiaoping, tanto ella como Cabestan recuerdan las oportunidades que trajeron las inversiones de EE.UU. y el resto de Occidente. Como bien muestran las tablas económicas del despegue chino, un punto de inflexión fue su entrada en la Organización Mundial del Comercio (OMC) en 2001.
Un siglo después de su fundación, el Partido Comunista esgrime ante su pueblo el progreso y auge de China para borrar sus atrocidades del pasado y contrarrestar las críticas internacionales contra su régimen totalitario. Pero, a la vista del cambio económico que han traído estos últimos cuarenta años de ‘capicomunismo’ y del espíritu emprendedor de los chinos, nos queda la duda de saber si este éxito ha sido gracias al Partido Comunista, o a pesar de él.