La catapulta de Obama
La tierra prometida. Eso fue la gran ciudad junto al lago Michigan para centenares de miles de negros que desembarcaban en la Estación Central de Chicago huyendo de la opresión en Luisiana, Misisipi, Alabama... «Si no hubiera sido por su experiencia en el South Side ... de Chicago puede que nadie hubiera oído hablar de él, no habría logrado el respaldo que le lanzó adonde hoy está», es decir, al umbral de la Casa Blanca.
Las palabras de Lou Ransom, director del «Chicago Defender», principal periódico negro de EE UU, el diario que leían asombrados los braceros llegados del sur en el primer tercio del siglo XX y que vieron cómo Chicago «se convirtió en la capital de la América negra precisamente porque era tan racista. Durante la mayor parte del siglo XX fue la ciudad más segregada de América, donde los negros solían decir «en el sur, a los blancos no le importa lo que te acerques mientras no llegues muy arriba; en el norte no importa lo alto que subas con tal de que no te acerques demasiado»», escribe Edward McClelland en «Salon.com».
Tony Smith, nacido en el South Side hace 47 años, mecánico en un taller de la calle 67, no ha llegado tan lejos, pero exuda esa ética del trabajo y resiste como puede «en tiempos difíciles». Les explica a sus seis hijos, uno de uniforme, que «Obama es un ejemplo. Ningún negro llegó nunca tan arriba».
Nacido en Hawai de padre keniano y madre blanca de Kansas, este mestizo se ha pasado media vida buscando una identidad. La encontró en el barrio más conflictivo de Chicago, donde los negros que como salmones remontaban la corriente del Misisipi (la ruta del blues) buscaban un lugar donde ser más libres y hallaron, pese a la segregación, poder político. Allí tomo nota Obama de figuras como el primer congresista negro: Oscar S. De Priest, republicano leal al partido de Abraham Lincoln. Con 22 años y un sueldo de 10.000 dólares al año como organizador comunitario, el joven Obama que «siempre soñó con ser presidente» (como reconoció su amiga y consejera Valerie Jarrett), se adhirió a la influyente Trinity y abandonó su agnosticismo juvenil en favor de una congregación con raíces africanas. Y no sólo eso, allí conoció a una verdadera afroamericana, Michelle, estrechamente ligada al South Side.
El cosmopolita que había pasado parte de su infancia en Indonesia y su adolescencia junto a su abuela blanca en Hawai, que se había graduado en la neoyorquina universidad de Columbia y estudiado leyes en la Harvard Law School, había dado con el terreno perfecto para plantar la catapulta de su ambición política. Aunque vivía en Kenwood, el área más «cool» del barrio más olvidado, en South Side hizo amigos, pero no se dejó atrapar por los litigios intrarraciales.
La elegancia implacable con la que laminó la engrasada maquinaria electoral de los Clinton y el desparpajo con la que rompió su promesa de luchar por la presidencia sólo con fondos federales reveló que el candidato que no pierde los nervios tiene una mandíbula de hierro forjado en un South Side donde también flirteó con el lado turbio de la vida: el magnate inmobiliario Tony Renzo (en prisión por una carrera en que hacía favores a políticos a cambio de facilidades para sus negocios), o su «guía espiritual», el deslenguado pastor Jeremiah Wright, para quien el 11-S fue un castigo merecido, pero que volvió a permitir al aspirante a convertirse en el primer presidente (casi) negro de EE.UU. mostrar sus reflejos criticando al reverendo que había bautizado a sus hijas.
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