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Avigdor Lieberman, el «diablo» se viste de político

El polémico ministro de Exteriores israelí, Avigdor Lieberman.

Hay llegadas al poder ruidosas, y luego la que está protagonizando Avigdor Lieberman. El nuevo ministro de Exteriores israelí eclipsaba de nuevo al recién estrenado Gobierno de Benjamín Netanyahu al conocerse que, en su segunda jornada como ministro p asó siete horas y media siendo interrogado por la policía como sospechoso de corrupción.

La noticia de su interrogatorio se difundía mientras se multiplicaban las reacciones en contra de su penúltima bomba diplomática : unas declaraciones, realizadas al diario «Haaretz» de Tel Aviv, en las que descartaba cualquier retirada israelí de los Altos del Golán , ocupados a Siria en 1967 , y que se sumaban a su rechazo expresado un día antes al vigente proceso de paz con los palestinos. Nadie da más en 48 horas.

Si el mundo se sacudió cuando el 27 de diciembre Israel desplomó cien toneladas de munición pesada sobre Gaza, según Lieberman habría que lanzar la bomba nuclear . Sus palabras no dejan lugar a mucha más imaginación: “debemos seguir combatiendo a Hamás como EE.UU. hizo con Japón en la Segunda Guerra Mundial”, decía el 4 de febrero al diario “Jerusalem Post”. En 2002, defendió bombardear Teherán, y la presa egipcia de Aswan, y Beirut, y asesinar a Arafat y aplastar Cisjordania. “No dejar piedra sobre piedra... destruir todo”, reclamaba, incluidos objetivos civiles, como centros comerciales, bancos o gasolineras.

La retórica bárbara, grosera, invariablemente violenta contra los árabes, ha hecho de Lieberman lo que es hoy. Un “Stalin”, un “fascista judío”, un ”racista” y, -el epíteto favorito- un “diablo”, según repite su legión de detractores. “Una amenaza estratégica (...), cuya lengua desenfrenada, sólo comparable a la del presiente de Irán, traerá el desastre a toda la región”, le definía el Haartez en un editorial. Que tiemble el proceso de paz.

Pero ese verbo incontrolado también le ha convertido en el político clave del próximo Gobierno. Su ideario radical, -que reivindica expulsar a todos los árabes que se nieguen a firmar un juramento de lealtad al Estado de Israel-, conectó a la perfección con buena parte del electorado que, 23 días después de la ofensiva en Gaza, fue a votar el martes todavía atemorizado por los desafíos de Hamás. Y sin olvidar cómo los diputados árabes se habían manifestado en la calle durante la guerra en solidaridad con los islamistas. Ya en mayo, Lieberman había pedido en pleno Parlamento ejecutar a todos esos “colaboradores del enemigo”, como se hizo con “los líderes nazis”.

Cansados de líderes vacíos y ambiguos, muchos escucharon por fin de Lieberman lo que querían oír: que los mismos árabes que apoyan a los “terroristas” que lanzan los Kassam utilizan la Democracia israelí para dinamitarla, y que sólo si están dispuestos a vivir en Israel “como una minoría leal”, podrán quedarse. Consiguió 15 escaños, suficientes como para ser la bisagra del próximo Ejecutivo.

Nacido en Moldavia en 1958 , Avigdor llegó a Israel con 20 años, estudió Ciencias Políticas en la Universidad Hebrea de Jerusalén y encontró trabajo como “gorila” en una discoteca de Beer Sheva. Para sus biógrafos, su pertenencia a esa inmensa masa de más de un millón de emigrantes rusos, -que sigue sintiéndose rechazados en un país que les trata de “segunda clase”-, es lo que hizo que Lieberman quisiera ser “más israelí que los israelíes” y fundara en 1999 el ahora triunfante “Yisrael Beitenu”. O lo que es lo mismo, el ultranacionalista y neoconservador “Israel es nuestra casa”, la de sus compatriotas de origen, que nunca le han abandonado.

Ese año, el Beitenu consiguió ya 4 diputados, y elegido bajo esa formación, su jefe ya fue ministro de Infraestructuras y de Transportes con Ariel Sharon, que le echó por oponerse a la desconexión de Gaza. Pero todo eso fue después de una próspera carrera en el Likud, donde llegó a ser entre 1996 y 1997 director de la oficina del Primer Ministro, el mismo Benjamín Netanyahu que ahora le busca.

Sus cortejadores destacan que, t ras su efigie de monstruo bronco y xenófobo, hay un líder político pragmático que no se opone al proceso de paz: de hecho, en su programa mental está transferir los barrios árabes de Jerusalén Este a un futuro Estado Palestino. Aunque también “transferir” el resto de ciudades árabes, sin preguntar, y a cambio de dejar para siempre en Israel los asentamientos en Cisjordania, como Nokdim, donde él mismo vive. Dicen que es un hombre de palabra, y un recomendable secular, que con su defensa de la venta de cerdo y de los matrimonios civiles ha sacado de quicio a los ultraortodoxos.

Pero olvidan que también es sospechoso de múltiples corrupciones. La última, por blanqueo de dinero.

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