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histórica condena en camboya

Los crímenes más atroces de los Jemeres Rojos

La prisión de Tuol Sleng y el «campo de la muerte» de Choeung Ek son los símbolos del genocidio de dos millones de camboyanos entre 1975 y 1979

Los crímenes más atroces de los Jemeres Rojos PABLO M. DÍEZ

texto y fotos: pablo m. díez

Con casi cuatro décadas de retraso, la cadena perpetua a dos cabecillas de los Jemeres Rojos pretende cerrar las profundas heridas que dejó su régimen en Camboya. Entre 1975 y 1979, dos de sus siete millones de habitantes perecieron de hambre, extenuación y por ejecuciones sumarias en sus tristemente famosos «campos de la muerte». Estas son las claves y los símbolos de uno de los mayores genocidios del siglo XX.

¿Quiénes eran los Jemeres Rojos?

Liderados por Pol Pot , el «Hermano Número 1», formaban una guerrilla comunista en la que sus principales figuras se habían formado, irónicamente, en la Sorbona de París. Mezclando la doctrina de Marx con la desastrosa colectivización que había costado millones de vida durante el «Gran Salto Adelante» de Mao Zedong en China y, muy de lejos, las teorías del «buen salvaje» de Rousseau, su plan era construir una nueva sociedad agraria en la que no se repitieran los abusos a los trabajadores y campesinos que había traído el capitalismo a Camboya.

¿Quiénes han sido juzgados?

Con Pol Pot muerto desde 1998 y otro de sus principales gerifaltes, «El Carnicero» Ta Mok, fallecido en 2006 mientras esperaba a ser juzgado, solo cinco altos cargos han sido procesados por este genocidio. De ellos, únicamente tres han sido condenados, todos a cadena perpetua. Se trata de Nuon Chea, ideólogo y número dos del régimen; Khieu Samphan, presidente de la entonces República Democrática de Kampuchea; y «Duch» Kaing Guek Eav, director de la infame prisión de Tuol Sleng (S-21), donde se calcula que murieron entre 15.000 y 20.000 prisioneros. Los dos restantes eran el ministro de Exteriores durante el régimen jemer, Ieng Sary, quien murió el año pasado, y su esposa, Ieng Thirith, que dirigía la cartera de Asuntos Sociales y fue declarada incompetente para ser juzgada por sufrir una enfermedad mental.

¿Cómo tomaron el poder?

Después de ocho años de guerra civil y una explosiva situación política marcada por la guerra en el vecino Vietnam y el golpe de Estado del primer ministro Lon Nol que derrocó al rey Sihanouk en 1970, la insurgencia comunista de los Jemeres Rojos, apoyada por la China de Mao y el exiliado monarca, tomó Phnom Penh el 17 de abril de 1975.

La prisión de Tuol Sleng (S-21), en Phnom Penh, era una antigua escuela que los Jemeres Rojos convirtieron en centro de interrogatorios y torturas

¿Quiénes eran sus enemigos?

Los miembros de la afrancesada clase urbana que, a su juicio, tenían explotados a los paupérrimos campesinos. Al principio, la represión golpeó a los ricos, intelectuales, técnicos, maestros, funcionarios de la Administración, oficinistas e incluso a aquéllos que hablaban algún idioma o que, por razones tan peregrinas como tener gafas, parecían más ilustrados que los demás. Pero pronto afectó a todos por igual en su plan por crear una “nueva sociedad”, una locura ideada por revolucionarios comunistas y anticolonialistas procedentes de familias acomodadas que, para colmo, habían estudiado en la Sorbona de París.

¿Cuáles fueron sus crímenes más atroces?

La infame de prisión de Tuol Sleng (S-21), una antigua escuela reconvertida en centro de torturas, es el símbolo más macabro del régimen jemer junto al «campo de la muerte» de Choeung Ek, a 15 kilómetros de Phnom Penh y donde se han encontrado 8.895 cadáveres en sus fosas comunes.

Por la cárcel de Tuol Sleng pasaron entre 15.000 y 20.000 prisioneros y apenas sobrevivieron una veintena, de los que solo nueve fueron reconocidos oficialmente. Darse un paseo por la cárcel de Tuol Sleng, una antigua escuela de Phnom Penh, supone descender a los infiernos de la sinrazón del brutal régimen de Pol Pot. En este surrealista lugar, un cartel pide a los visitantes que no se rían y guarden respeto por la memoria de las víctimas. Otra pancarta recuerda el decálogo de normas del recinto, en cuyo punto sexto se advierte de que «no se chillará cuando se reciban latigazos o electrochoques».

En la entrada, llaman la atención unas fotografías de Pol Pot y sus secuaces. Pero no por sus sempiternas camisas negras de campesino, sus sandalias y sus “kromas” (los típicos pañuelos jemeres), sino por el coche oficial que aparece en la imagen, un Mercedes – también negro, por supuesto – que al parecer no era incompatible con su horrendo “Año Cero”. Una fecha simbólica, pero que efectivamente devolvió a Camboya a la Edad de Piedra.

La visita comienza por el pabellón donde vivían los responsables de la prisión y tenían lugar los interrogatorios, en los que se practicaban todo tipo de crueles torturas para hacer confesar a los detenidos que pertenecían a la CIA, al KGB y, a veces, hasta a los dos servicios secretos al mismo tiempo. La paranoia del Jemer veía enemigos por todas partes y cualquier método era bueno para descubrir a los traidores, como propinar brutales palizas, arrancar con tenazas las uñas o los pezones de las mujeres, aplicar electrochoques en los oídos o colgar a los detenidos boca abajo en la barra de gimnasia del colegio y luego zambullirlos en tinajas llenas de agua.

En este primer edificio, de tres plantas, los soldados vietnamitas encontraron 14 cuerpos en descomposición salvajemente torturados y mutilados. Según los guías de la visita, se sospecha que eran antiguos Jemeres Rojos acusados de traición, ya que la mayoría de los 300 guardias de la prisión fueron ejecutados como sus propias víctimas.

De ellas se guarda un recuerdo muy especial en el museo del genocidio en que se ha transformado la cárcel: sus retratos. En terrorífico blanco y negro, miles de detenidos fueron fotografiados al llegar a S-21, donde se les marcaba con un número y la fecha de detención. Estas fotografías son, al mismo tiempo, espeluznantes e hipnóticas porque muestran una amplia tipología humana, que va desde adultos hasta ancianos y niños, caracterizada por un sentimiento común: el miedo y la aniquilación absoluta de su individualidad.

Igual de sobrecogedores son los cuadros de torturas pintados por uno de los supervivientes, Vann Nath. Este salvó la vida gracias a su habilidad con los pinceles, ya que el régimen lo escogió para que pintara los retratos de Pol Pot como consecuencia de esa otra característica común a toda dictadura: el culto a la personalidad.

La otra es la crueldad sin límites, como demuestra la alambrada que cubre un edificio de celdas para impedir el suicidio de los presos que no podían seguir resistiendo las torturas. Los Jemeres disponían sobre la vida y la muerte y nadie más que ellos podía decidir cuándo había llegado la hora.

Y la hora llegaba, una o dos veces por semana, al filo de la medianoche, cuando, después de seis meses de interrogatorios y palizas, los prisioneros eran montados en camiones y trasladados al “campo de la muerte” de Choeung Ek, donde se han abierto 86 de sus 129 fosas comunes. Allí se han encontrado 8.895 cadáveres repartidos por fosas como la número 1, en la que había 450 cuerpos; la 7, donde sólo había cabezas; o la 5, situada junto al tristemente famoso árbol de la muerte.

Tal y como explica una inscripción, los verdugos jemeres cogían a los bebés por los pies y estrellaban sus cuerpos contra el tronco para romperles el cráneo, arrojándolos luego a la fosa como si fueran un trasto roto. En medio de la oscuridad, y como corderos que caminan mansamente al matadero, decenas de hombres y mujeres atados en fila india y con los ojos vendados recibían, uno tras otro, un golpe en la nuca con una azada o una caña de bambú. Luego, otro verdugo les rebanaba el cuello con un cuchillo y los tiraba al hoyo mientras en los altavoces sonaban atronadores los himnos revolucionarios de los Jemeres Rojos: «Somos leales a Angkar, no puedes traicionar a la Organización».

En el «campo de la muerte» de Choeung Ek, a 15 kilómetros de Phnom Penh, se han encontrado 8.895 cadáveres en sus fosas comunes

¿Cerrará la condena las heridas?

Aunque los juicios contra los Jemeres pretenden ser una especie de catarsis colectiva, en este paupérrimo país del Sureste Asiático siguen conviviendo víctimas y verdugos. Raro es el camboyano que no perdió a cinco, diez, quince o veinte familiares durante aquella época. Y raro es el funcionario de la Administración o político que no formó parte de Angkar, como el primer ministro Hun Sen, quien desertó a Vietnam antes de la caída del régimen, lleva en el poder desde 1985 y ha hecho todo lo posible por demorar el juicio.

Auspiciado por la comunidad internacional, el proceso judicial contra los Jemeres Rojos llega tarde e incompleto, pero sigue levantando ampollas en la sociedad camboyana. Sobre todo cuando los familiares de las víctimas contemplan espantados los polémicos escándalos de corrupción que han salpicado al tribunal, en el que la ONU ha gastado unos 150 millones de euros desde 2006 para que los Jemeres Rojos comparezcan ante la justicia y la historia.

Para honrar a las víctimas de esta locura, que terminó cuando el Ejército de Vietnam “liberó” Camboya y desalojó a los Jemeres del poder en enero de 1979, en Choueng Ek se ha levantado un tétrico mausoleo con forma de estupa repleto de calaveras. En Camboya, hasta los homenajes huelen a muerte.

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