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análisis

Ucrania: una terapia peligrosa

«Nadie tiene interés en que estalle una guerra en Ucrania, ni siquiera Rusia, pero para que esta no se produzca habría que reconstruir, en primer lugar, la confianza perdida por tres partes (Rusia y Occidente, los ucranianos prooccidentales y los prorrusos, Rusia y Ucrania), asunto que exigiría un tiempo del que ya nadie parece disponer»

Ucrania: una terapia peligrosa javier muñoz

mira milosevic (doctora de estudios europeos y escritora)

La revuelta ucraniana ha sido incapaz de producir un Gobierno fuerte, unido y representativo, independiente de intereses extranjeros. Como Thomas Paine afirmara, «la sociedad es producto de nuestras necesidades; el gobierno, de nuestras debilidades». El hecho de que, en menos de veinticinco años, la sociedad ucraniana haya vivido tres revoluciones refleja más sus debilidades que sus necesidades: la primera, en 1991, la independizó de la antigua Unión Soviética; la segunda, la llamada Revolución Naranja de 2004, consiguió anular la fraudulenta victoria de Victor Yanukovich en las elecciones presidenciales y repetir los comicios, que dieron el triunfo a Víctor Yushchenko. La actual, la del Euromaidan, ha puesto de relieve que, desde 1991, Ucrania es un país internamente muy dividido por rivalidades étnicas y políticas, cuya dependencia económica y energética de Rusia impide el desarrollo democrático y el acercamiento político del país a la Unión Europea, creando de paso problemas financieros a los que ningún gobierno ha encontrado solución.

El nuevo Gobierno formado el 27 de febrero como un expediente de transición hasta las anunciadas elecciones del 25 de mayo ha recibido promesas de ayuda económica de la UE, los EE.UU. y el FMI, pero no es un Gobierno de unidad nacional. El primer ministro Arseni Yatseniuk y sus principales ministerios (Exteriores, Interior, Justicia) han sido copados por el partido Patria, de Yulia Timoschenko, mientras que el viceprimer ministro, Aleksandr Sych, del partido Svoboda (Libertad), ha mantenido relaciones estrechas con el partido neonazi alemán, NPD. Andrei Parubii, el «comandante de Maidan» recién nombrado presidente del Consejo de Seguridad Nacional y Defensa, pertenece asimismo a la extrema derecha, y se ha ofrecido la vicepresidencia de dicho organismo a Dmitri Yarosh, líder del neonazi Pravy Sector («Sector de la Derecha»). Ningún miembro del Gobierno procede del este del país ni de una cualquiera de las numerosas minorías étnicas (húngara, búlgara, rumana, tártara, polaca, cosaca, por no hablar ya de la rusa). Ninguno pertenece al partido UDAR (Golpe), del campeón de boxeo Vitali Klitchko, que puso el rostro civilizadamente democrático a la protesta callejera. Si a todo esto añadimos el cambio exprés de la legislación para suprimir la cooficialidad de la lengua rusa con la ucraniana y el llamamiento del rabino Moshe Rouven Azman a los judíos para que abandonen el país, a raíz del incendio intencionado de la sinagoga de Zaporozhye, se comprenderá que la imagen democrática de esta enésima «nueva Ucrania» se esté desmoronando aceleradamente . Este Gobierno se enfrenta a los mismos problemas que el de Yanukovich -cómo evitar su dependencia económica y energética de Rusia y cómo desarmar y disolver a los insurgentes que se niegan a abandonar Maidan-, pero, además, a un peligro inmediato de desintegración del país.

Occidente debe ayudar a Ucrania, pero no está claro si podrá afrontar la ruina que supondría para el país la ruptura con Rusia. La frenética actividad diplomática europea muestra su intención de frenar en lo posible la crisis interna ucraniana, pero también que Europa ya no se percibe a sí misma como una «comunidad de valores». En el año 2000, la UE impuso sanciones a Austria y su Gobierno de coalición del Partido Popular y el partido ultraderechista FPÖ de Jörg Haider (presidido por Wolfgang Schüssel), porque este contradecía los valores oficiales europeos. Sin embargo, Haider, en comparación con los líderes de Svoboda y Praviy Sector, podría parecer hasta demócrata.

El riesgo más amenazador para Ucrania es la posibilidad de partición del país entre el oeste y el este, acompañada o no por una guerra étnica de los rusos y cosacos (que no son otra cosa que rusos) contra los ucranianos y tártaros. Su foco candente es Crimea, donde desde 1783 se encuentra la principal base naval rusa (Sebastopol). Crimea fue transferida por Nikita Jruschov a Ucrania en 1954, contra la voluntad de la población rusa allí residente. El cambio político en Ucrania es un duro golpe para el Kremlin, pero la pérdida de Crimea sería inadmisible, ya que a la convicción de que la península es históricamente rusa se añade que la base naval en Sebastopol tiene la misión de evitar cualquier posible ataque a Rusia a través de Ucrania (como lo hicieron los nazis durante la II Guerra Mundial) y mantener el control del mar Negro, donde Rusia tiene múltiples intereses, toda vez que este conecta Europa con Asia Central y el Cáucaso, y, a través de Turquía, con Oriente Medio (Irán, Irak y Siria), sin mencionar la red de gaseoductos que aseguran el suministro del gas ruso. Por tanto, para Rusia, Ucrania en general, pero sobre todo Crimea, es una cuestión básica de seguridad y de orgullo nacional. Churchill decía que para comprender la política exterior rusa hay que comprender su concepto de seguridad nacional, lo que quiere decir que los rusos siempre han subordinado la política a las cuestiones geoestratégicas, así como la libertad de sus ciudadanos al mantenimiento del orden y a la seguridad del régimen -autocrático- que supuestamente garantiza, de mejor manera, la defensa de los intereses nacionales. Putin es heredero y producto de esta tradición histórica. Por tanto, Rusia estaría dispuesta a ir tan lejos como fuera necesario para mantener su flota en Sebastopol.

Hay muchas incógnitas sobre el futuro de Ucrania. En las próximas elecciones presidenciales del 25 de mayo podría despejarse alguna de ellas, pero las relaciones entre Rusia y Ucrania y entre Rusia y Occidente (la UE, los EE.UU., la OTAN) se están deteriorando con rapidez vertiginosa. El llamamiento de los representantes de la OTAN y de los políticos occidentales a «mantener la integridad territorial ucraniana» es de sentido común -además de ser de un extraordinario interés político y estratégico para Ucrania-, pero su éxito depende de varios factores en que no pueden (o no quieren) influir: de que el Gobierno ucraniano garantice la no discriminación de los rusos; que Rusia mantenga su base naval en Sebastopol (alquilada hasta 2042) y que Ucrania mantenga el estatus neutral del país y la suspensión de su entrada a la OTAN. La posibilidad de imponer las sanciones económicas a Rusia, como castigo a su actitud desafiante, tiene poca perspectiva debido a la dependencia europea de los hidrocarburos rusos.

La decisión de Vladimir Putin de emprender maniobras militares en el suroeste de Rusia no contribuye a rebajar la tensión entre los actores principales de esta crisis (si se produce un conflicto armado, la mayor responsabilidad será de Rusia), pero revela que Rusia no improvisa y que tiene un plan claro de defensa nacional, lo que no se puede decir de los occidentales, que han estado improvisando desde el principio: primero obligaron a los opositores a firmar un acuerdo con Yanukovich, y 24 horas después reconocieron un nuevo Gobierno contra Yanukovich; no condenaron toda la agitación antirrusa y luego presionaron al nuevo Gobierno ucraniano para que mantuviera sus «lazos históricos, económicos y políticos» con Rusia. Desafiaron abiertamente los intereses rusos -o sea, lo que Putin entiende como tal- y ahora esperan que Putin, un presidente autoritario e imprevisible, que ha visto todo el proceso de la revuelta ucraniana como un deliberado intento de debilitar a Rusia por parte de la UE y los EE.UU., atienda sus propuestas.

Nadie tiene interés en que estalle una guerra en Ucrania, ni siquiera Rusia, pero para que esta no se produzca habría que reconstruir, en primer lugar, la confianza perdida por tres partes (Rusia y Occidente, los ucranianos prooccidentales y los prorrusos, Rusia y Ucrania), asunto que exigiría un tiempo del que ya nadie parece disponer.

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