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El nuevo primer ministro chino anuncia una revolución reformista

Tras la clausura de la Asamblea Nacional, Li Keqiang promete reducir la corrupción y liberalizar la economía para lograr más justicia social

El nuevo primer ministro chino anuncia una revolución reformista EFE

p. m. díez

En su primera intervención pública como nuevo primer ministro de China, Li Keqiang ha prometido este domingo una revolución reformista que, de momento, parece centrarse en lo económico y burocrático más que en lo político. Ante un millar de periodistas locales y extranjeros, así la ha anunciado en la tradicional rueda de prensa posterior a la clausura de la Asamblea Nacional, una de las pocas ocasiones en que los dirigentes chinos comparecen ante los medios de comunicación.

Respondiendo a preguntas previamente pactadas, Li Keqiang ha avanzado el programa de gobierno que pondrá en marcha junto al nuevo presidente de China, Xi Jinping, durante los próximos diez años. «Nuestro objetivo es reformar el Gobierno para optimizar y racionalizar sus funciones, ya que el actual sistema ha perdido eficacia y puede generar corrupción», reconoció el primer ministro. Para ello, aseguró que «la reforma consiste en recortar el poder del Gobierno», pero advirtió que «al tratarse de una revolución autoimpuesta, requerirá sacrificios reales y será dolorosa».

En principio, dicha revolución no contempla una democratización del régimen porque persigue centrarse en sus aspectos burocráticos. Como ejemplo, Li Keqiang explicó que reducirá en un tercio las 1.700 medidas que ahora exigen la aprobación final del Ejecutivo, cuya administración intenta adelgazar fusionando agencias y departamentos estatales. En su propósito por reducir la burocracia, prometió que bajo su mandato «no se construirán más edificios gubernamentales, se reducirán el número de funcionarios y los gastos en vehículos oficiales, así como los banquetes y los viajes al extranjero».

«Si alguien ocupa un cargo público, debería olvidarse de hacerse rico», aconsejó el primer ministro. Con su imagen muy dañada por la corrupción, el autoritario régimen de Pekín pretende ganarse de nuevo «la confianza de la sociedad y ser creíble» para seguir pilotando el desarrollo de China, convertida ya en la segunda potencia mundial. Pero este indudable progreso se ha visto ensombrecido por las crecientes desigualdades sociales, que el régimen se ha propuesto atajar con fuertes inversiones en sanidad, educación, vivienda y agricultura para seguir manteniéndose en el poder. «Debemos reformar la distribución de la renta y cerrar la brecha entre los 800 millones de personas que viven en el mundo rural y los 500 millones que residen en las ciudades», insistió Li Keqiang, quien abogó por eliminar «todo aquello que impida la justicia social». Enfrentándose a «un proceso de urbanización sin precedentes en la Historia», recordó que 260 millones de campesinos trabajan ya en las grandes ciudades. Como la mayoría pierde sus exiguos derechos al abandonar sus lugares de origen y se convierten en ciudadanos de segunda sin sanidad ni educación para sus hijos, el primer ministro les prometió «igualdad para contribuir a la movilidad laboral de China». De sus palabras se desprende la futura abolición del «hukou», un certificado instaurado en la época de Mao que, para impedir las migraciones a las ciudades, ligaba los servicios sociales básicos que recibían los campesinos, como sanidad y educación, a su lugar de nacimiento.

En el plano económico, Li Keqiang apostó por liberalizar el mercado para fomentar la libre competencia y reformar el sistema financiero. Precisamente, uno de sus retos consiste en acabar con los monopolios estatales que controlan sectores claves de la economía como el bancario, la energía y las telecomunicaciones.

Con «mayores controles y castigos sin piedad», el primer ministro también insistió en su «determinación por luchar contra la contaminación y los escándalos alimentarios» que ha traído el desarrollismo, pero también admitió que «llevará tiempo» solucionar tan grave problema. El último caso, con más de 8.000 cerdos muertos por una epidemia que han sido arrojados a un río que abastece de agua a Shanghái, no podía ser más gráfico.

Mirando al exterior, Li Keqiang negó las acusaciones «sin fundamento» de «ciberespionaje» procedentes de Estados Unidos y se reafirmó en el «ascenso pacífico de China para garantizar la estabilidad regional y mundial».

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