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El cauce Omeya

por Carmen Ruiz Bravo-Villasante, catedrática de Literatura y Pensamiento Árabes Modernos de la U.A.M.

 

Por las calles de la Córdoba omeya camina un Juez de vuelta a su casa. Se asombran sus amigos y colegas de la naturalidad con la que procede, pues no quiere ir en montura y prefiere ir callejeando tranquilamente. Al pasar por el horno compra el pan, que lleva él mismo a la familia, sin aceptar que nadie le supla en este gesto cotidiano. Y cuando se extrañan los foráneos que acuden a Córdoba a comienzos de mayo, o piensan que es algo propio de la primavera, cuando se muestra el lado más risueño de las gentes, los ciudadanos cordobeses cuentan a quienes les oigan cómo ven a diario a su Juez supremo repetir este gesto. Y es que el Juez, una vez sale del Tribunal, quiere ser un hombre de a pie.

El alcalde de Zalamea parece haber aprendido algo de ese mismo Juez que es capaz de mantener su posición ante el Emir o el Califa, de resarcir al ofendido, y de buscar prudentemente una solución para evitar desafueros sin desacreditar al poder.

CONCIENCIA DE JUSTICIA

Una estirpe de juristas, jueces, pensadores y literatos, y un pueblo con clara consciencia de justicia sustentan el Estado omeya, en el que se prefigura una división de poderes que preserva la legitimidad del interés y el bien común sobre los avatares políticos y dinásticos.

Y el magnífico protocolo de corte, como en Medina Azahara, que en tantos aspectos deslumbra a reyes y reinas, embajadores y visitantes peregrinos de todos los lugares se transmuta entonces en pulcra sencillez y asequibilidad, hondura y discreción.

Lo omeya son patios hacia el interior, terrazas y laderas hacia el horizonte, mujeres y hombres que se remansan allá después de un largo viaje individual o colectivo, convirtiendo su herida en necesidad de retornar al seno materno en un camino de futuro y convivencia, sensible al dolor ajeno. Como jándalos medievales, gentes de mi tierra cantábrica arraigan allá como lo puedan hacer los rifeños, o los orientales mequíes, yemeníes, o palestinos. La cultura de poso omeya permite el rearraigo, hace caerse todo lo postizo, consuela al afligido y sabe de sobreponerse a las catástrofes.

Cultura y gentes omeyas, mujeres y hombres navegantes de grandes distancias geográficas o humanas, franqueadores de pasos en cordilleras y estrechos, simbades de huerto y puerto, como los que pintaba Cunqueiro, estrelleros y médicos, artesanos e ingenieros. Traductores de tiempos, pavimentadores de sendas, lectores y conservadores de los libros de historia y de sueños.

Cultura y gentes omeyas vivas, cercadas y derrotadas poco a poco en Toledo. Zagüías en el corazón aquí, y en un tiempo en el que palmeras y palomas, desde el Atlas al Tigris, buscan aire puro para sus palmas y sus alas.

Y quien diga que estos rasgos los encuentra de algún modo en otros lugares y épocas, bien dice. Uno puede encontrar caminos y puertas, y música, albergue, luz y compañía en cualquier tiempo. Pero no será lo mismo haberlo vivido a manos llenas que detrás de una puerta. Y quien reclame que una experiencia de encuentro como la omeya en el Andalus se conozca y proclame, no olvida a los más desolados y abandonados, ni en tiempos omeyas ni en tiempos posteriores que apenas dejan sitio para el consuelo y la pregunta.

Muy numerosos han sido siempre las gentes y pueblos, lenguas, costumbres e ideales desterrados y expulsados. Nos parece notar que a este proceder se presenta una resistencia íntima y profundísima por parte de aquellos formados en la dinámica de arraigo y migración, o migración y rearraigo, que se conoció de cerca en la cultura omeya. Siglos después vemos muy bien expresado este rechazo por Cervantes cuando entre bromas y veras nos hace percibir como algo desproporcionado, desafuero incomprensible y cruel el rapto y proyecto de expulsión de los díscolos o pacíficos ciudadanos que se van a ver convertidos en moriscos galeotes obligados a dejar todo atrás sin ninguna esperanza.

DORADO Y ROJO

Entre la oscuridad y en la penumbra, lo omeya se puede asociar a dos tonos. Uno es el dorado que brilla a la menor oportunidad, rescatando rincones ignorados y mortecinos del olvido. Es el tono de los mosaicos que decoran las populares Mezquitas aljamas de Damasco y Córdoba, y de sus hermanas o madres bizantinas; es el dorado que salpica con flores o letras los sabios y entretenidos manuscritos medievales. Es el brillo de una franja de tejido en una casa anónima, en el borde de una túnica. Dorado omeya, señal de pervivencia histórica más allá del tiempo, más allá de los defectos, la carcoma, la corrupción, brillando ante cualquier rayo de luz.

Otro tono, central, el rojo de tierra. De tierra fértil. Es un color adánico (adam, Adán quiere decir en árabe y en general también en las demás lenguas semíticas roja arcilla). Es ése que se encuentra en las dovelas de los arcos, en la penumbra, alternando con el claro del yeso. En él se trazaban los vitales signos de las vocales en los códices, con él se trazan las pinturas sobre las rocas más antiguas. Frágil y duradero, como el arte y el hombre. Materia cotidiana rescatada para el futuro. Y más allá de los muros y abstracciones, el absorto mirar y sentir el campo cuando se abre y da su aroma en plena libertad. O, en otro orden de cosas, el atento mirar a los tonos ideológicos de ciertas interpretaciones historiográficas.

IGUALDAD Y FRATERNIDAD

El recuerdo de lo omeya a veces se cubre con el manto del rigor. Hay quienes prefieren los tiempos de la primera y reducida comunidad islámica, cuando la fraternidad y la aspiración de igualdad eran generales entre los integrantes neófitos de la comunidad. Y en esta querencia borran los esfuerzos posteriores, de otras formaciones socioculturales, insertas en tiempos y lugares ya distintos de aquellos iniciales, para ajustarse a las nuevas condiciones. Hay también quienes recuerdan la querella entre omeyas y alíes, o sunníes y chiíes, con su escisión dinástica, étnica, e ideológica, y se decantan por una interpretación de confrontación cuasi irreparable entre lo abbasí y lo omeya. También existen lectores que proyectan una simple visión equiparadora y entre todos los fenómenos históricos, reduciéndolos a una misma cosa: los hombres y las culturas habrían sido siempre más o menos lo mismo, lucha de ambiciones, formas culturales básicamente iguales, mayorías y elites desencontradas y enfrentadas.

El aprecio de lo omeya, o su crítica, forma parte de un conjunto trabado, que nos importa mucho entender. Sin expulsiones de ningún periodo histórico. Sin olvidar la historia de los pueblos vecinos. Sin caprichosas preferencias, pero sí restituyendo a su estado de salubridad y energía un cauce que existió y sirvió de mucho.

PROCESO DE REARRAIGO

La experiencia omeya se convierte en un proceso de rearraigo al poco tiempo de haber sido conquista más o menos pactada/impuesta. Se habitan los mismos lugares en que se encuentran las poblaciones «indígenas» sin realizar expulsiones de los habitantes y, con el esfuerzo de todos,paulatinamente se propicia un cierto sentimiento de proximidad entre la vieja y nueva ciudadanía de los territorios compartidos. Se hablará entonces, por ejemplo, de la gente o población del Andalus (ahl al-Andalus) y del país o países del Andalus (bilad al-Andalus), pudiéndose englobar con estos términos grupos de distinta confesión religiosa o autodefinición étnica. Al propio tiempo quese mantenían los rótulos de identidad específica y seguía vigente el discurso de la diferencia, la jactancia y la desconfianza, ya la identidad de unos y otros se estaba modificando y abriendo a la realidad dinámica de una reconfiguración poblacional y cultural.

Las conquistas se fueron perdonando, aunque se registrasen en la memoria, porque muy pronto la cultura omeya se fue haciendo compañera. Y esto también se consignó en la memoria. Por obra de las circunstancias históricas, de un comercio a gran y pequeña escala que a casi todos beneficiaba y, quizá, del afianzamiento del derecho y la justicia, se limaron aristas y compensaron agravios pendientes. Esa es la experiencia omeya que se ejemplifica en la Península Ibérica y que puede ser repensada y tenida por buena en lo principal por propios y extraños (humanos, todos, a fin de cuentas). Se siente más o menos cercana según las barreras que hayan ido cayendo, pues muchas son las que se construyeron y las que todavía se vuelven a levantar. Y no son las menos las psicológicas y políticas.

ENTREGA A LA TIERRA

El rearraigo árabe y beréber, oriental y magrebí en el Andalus se produce (con variaciones) en el sur y en el norte, el oeste y el este, en las costas e islas y en el interior, en las montañas y en las vegas, en alquerías y ciudades. Y una de las razones que contribuyen a aceptar ese anuestramiento es su progresiva actitud de entrega, enamoramiento y dedicación a la tierra: labranza, ganadería, caminos, mapas, nombres grandes y pequeños. Pero todo ello se va aceptando y entendiendo entre los hispano-andalusíes porque importantes sectores de los árabes y beréberes, y de quienes se arabizan, muestran un sentimiento de admiración cuasi genealógica y mítica por la obra de todos «los primeros» o antecesores, término que cabe entender no sólo referido a los filósofos y sabios que precedieron al tiempo del islam, sino también a las poblaciones locales y sus méritos. Ahora nos corresponde a nosotros proceder de modo análogo y reconocer los méritos a las experiencias de estos otros «clásicos» omeyas y «omeyizados», también nuestros.
Cada uno tenemos o podemos tener nuestra vivencia de lo omeya, reflejo de lo descubierto, recibido y buscado. Como ahora, cuando se deslizan ante mí ciertas realidades, imágenes y hechos que despiertan sensaciones parecidas a las que evocaría una pieza de tejido o de cerámica figurado al modo omeya andalusí: justeza, ideación, utilidad, elegancia...

 

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