Por las calles de la Córdoba omeya camina un
Juez de vuelta a su casa. Se asombran sus amigos y colegas de la naturalidad con la que
procede, pues no quiere ir en montura y prefiere ir callejeando tranquilamente. Al pasar
por el horno compra el pan, que lleva él mismo a la familia, sin aceptar que nadie le
supla en este gesto cotidiano. Y cuando se extrañan los foráneos que acuden a Córdoba a
comienzos de mayo, o piensan que es algo propio de la primavera, cuando se muestra el lado
más risueño de las gentes, los ciudadanos cordobeses cuentan a quienes les oigan cómo
ven a diario a su Juez supremo repetir este gesto. Y es que el Juez, una vez sale del
Tribunal, quiere ser un hombre de a pie.
El alcalde de Zalamea parece haber
aprendido algo de ese mismo Juez que es capaz de mantener su posición ante el Emir o el
Califa, de resarcir al ofendido, y de buscar prudentemente una solución para evitar
desafueros sin desacreditar al poder.
CONCIENCIA DE JUSTICIA
Una estirpe de juristas, jueces,
pensadores y literatos, y un pueblo con clara consciencia de justicia sustentan el Estado
omeya, en el que se prefigura una división de poderes que preserva la legitimidad del
interés y el bien común sobre los avatares políticos y dinásticos.
Y el magnífico protocolo de corte,
como en Medina Azahara, que en tantos aspectos deslumbra a reyes y reinas, embajadores y
visitantes peregrinos de todos los lugares se transmuta entonces en pulcra sencillez y
asequibilidad, hondura y discreción.
Lo omeya son patios hacia el
interior, terrazas y laderas hacia el horizonte, mujeres y hombres que se remansan allá
después de un largo viaje individual o colectivo, convirtiendo su herida en necesidad de
retornar al seno materno en un camino de futuro y convivencia, sensible al dolor ajeno.
Como jándalos medievales, gentes de mi tierra cantábrica arraigan allá como lo puedan
hacer los rifeños, o los orientales mequíes, yemeníes, o palestinos. La cultura de poso
omeya permite el rearraigo, hace caerse todo lo postizo, consuela al afligido y sabe de
sobreponerse a las catástrofes.
Cultura y gentes omeyas, mujeres y
hombres navegantes de grandes distancias geográficas o humanas, franqueadores de pasos en
cordilleras y estrechos, simbades de huerto y puerto, como los que pintaba Cunqueiro,
estrelleros y médicos, artesanos e ingenieros. Traductores de tiempos, pavimentadores de
sendas, lectores y conservadores de los libros de historia y de sueños.
Cultura y gentes omeyas vivas,
cercadas y derrotadas poco a poco en Toledo. Zagüías en el corazón aquí, y en un
tiempo en el que palmeras y palomas, desde el Atlas al Tigris, buscan aire puro para sus
palmas y sus alas.
Y quien diga que estos rasgos los
encuentra de algún modo en otros lugares y épocas, bien dice. Uno puede encontrar
caminos y puertas, y música, albergue, luz y compañía en cualquier tiempo. Pero no
será lo mismo haberlo vivido a manos llenas que detrás de una puerta. Y quien reclame
que una experiencia de encuentro como la omeya en el Andalus se conozca y proclame, no
olvida a los más desolados y abandonados, ni en tiempos omeyas ni en tiempos posteriores
que apenas dejan sitio para el consuelo y la pregunta.
Muy numerosos han sido siempre las
gentes y pueblos, lenguas, costumbres e ideales desterrados y expulsados. Nos parece notar
que a este proceder se presenta una resistencia íntima y profundísima por parte de
aquellos formados en la dinámica de arraigo y migración, o migración y rearraigo, que
se conoció de cerca en la cultura omeya. Siglos después vemos muy bien expresado este
rechazo por Cervantes cuando entre bromas y veras nos hace percibir como algo
desproporcionado, desafuero incomprensible y cruel el rapto y proyecto de expulsión de
los díscolos o pacíficos ciudadanos que se van a ver convertidos en moriscos galeotes
obligados a dejar todo atrás sin ninguna esperanza.
DORADO Y ROJO
Entre la oscuridad y en la penumbra,
lo omeya se puede asociar a dos tonos. Uno es el dorado que brilla a la menor oportunidad,
rescatando rincones ignorados y mortecinos del olvido. Es el tono de los mosaicos que
decoran las populares Mezquitas aljamas de Damasco y Córdoba, y de sus hermanas o madres
bizantinas; es el dorado que salpica con flores o letras los sabios y entretenidos
manuscritos medievales. Es el brillo de una franja de tejido en una casa anónima, en el
borde de una túnica. Dorado omeya, señal de pervivencia histórica más allá del
tiempo, más allá de los defectos, la carcoma, la corrupción, brillando ante cualquier
rayo de luz.
Otro tono, central, el rojo
de tierra. De tierra fértil. Es un color adánico (adam, Adán quiere decir en árabe y
en general también en las demás lenguas semíticas roja arcilla). Es ése que se
encuentra en las dovelas de los arcos, en la penumbra, alternando con el claro del yeso.
En él se trazaban los vitales signos de las vocales en los códices, con él se trazan
las pinturas sobre las rocas más antiguas. Frágil y duradero, como el arte y el hombre.
Materia cotidiana rescatada para el futuro. Y más allá de los muros y abstracciones, el
absorto mirar y sentir el campo cuando se abre y da su aroma en plena libertad. O, en otro
orden de cosas, el atento mirar a los tonos ideológicos de ciertas interpretaciones
historiográficas.
IGUALDAD Y FRATERNIDAD
El recuerdo de lo omeya a veces se
cubre con el manto del rigor. Hay quienes prefieren los tiempos de la primera y reducida
comunidad islámica, cuando la fraternidad y la aspiración de igualdad eran generales
entre los integrantes neófitos de la comunidad. Y en esta querencia borran los esfuerzos
posteriores, de otras formaciones socioculturales, insertas en tiempos y lugares ya
distintos de aquellos iniciales, para ajustarse a las nuevas condiciones. Hay también
quienes recuerdan la querella entre omeyas y alíes, o sunníes y chiíes, con su
escisión dinástica, étnica, e ideológica, y se decantan por una interpretación de
confrontación cuasi irreparable entre lo abbasí y lo omeya. También existen lectores
que proyectan una simple visión equiparadora y entre todos los fenómenos históricos,
reduciéndolos a una misma cosa: los hombres y las culturas habrían sido siempre más o
menos lo mismo, lucha de ambiciones, formas culturales básicamente iguales, mayorías y
elites desencontradas y enfrentadas.
El aprecio de lo omeya, o su
crítica, forma parte de un conjunto trabado, que nos importa mucho entender. Sin
expulsiones de ningún periodo histórico. Sin olvidar la historia de los pueblos vecinos.
Sin caprichosas preferencias, pero sí restituyendo a su estado de salubridad y energía
un cauce que existió y sirvió de mucho.
PROCESO DE REARRAIGO
La experiencia omeya se convierte en
un proceso de rearraigo al poco tiempo de haber sido conquista más o menos
pactada/impuesta. Se habitan los mismos lugares en que se encuentran las poblaciones
«indígenas» sin realizar expulsiones de los habitantes y, con el esfuerzo de
todos,paulatinamente se propicia un cierto sentimiento de proximidad entre la vieja y
nueva ciudadanía de los territorios compartidos. Se hablará entonces, por ejemplo, de la
gente o población del Andalus (ahl al-Andalus) y del país o países del Andalus (bilad
al-Andalus), pudiéndose englobar con estos términos grupos de distinta confesión
religiosa o autodefinición étnica. Al propio tiempo quese mantenían los rótulos de
identidad específica y seguía vigente el discurso de la diferencia, la jactancia y la
desconfianza, ya la identidad de unos y otros se estaba modificando y abriendo a la
realidad dinámica de una reconfiguración poblacional y cultural.
Las conquistas se fueron
perdonando, aunque se registrasen en la memoria, porque muy pronto la cultura omeya se fue
haciendo compañera. Y esto también se consignó en la memoria. Por obra de las
circunstancias históricas, de un comercio a gran y pequeña escala que a casi todos
beneficiaba y, quizá, del afianzamiento del derecho y la justicia, se limaron aristas y
compensaron agravios pendientes. Esa es la experiencia omeya que se ejemplifica en la
Península Ibérica y que puede ser repensada y tenida por buena en lo principal por
propios y extraños (humanos, todos, a fin de cuentas). Se siente más o menos cercana
según las barreras que hayan ido cayendo, pues muchas son las que se construyeron y las
que todavía se vuelven a levantar. Y no son las menos las psicológicas y políticas.
ENTREGA A LA TIERRA
El rearraigo árabe y beréber,
oriental y magrebí en el Andalus se produce (con variaciones) en el sur y en el norte, el
oeste y el este, en las costas e islas y en el interior, en las montañas y en las vegas,
en alquerías y ciudades. Y una de las razones que contribuyen a aceptar ese
anuestramiento es su progresiva actitud de entrega, enamoramiento y dedicación a la
tierra: labranza, ganadería, caminos, mapas, nombres grandes y pequeños. Pero todo ello
se va aceptando y entendiendo entre los hispano-andalusíes porque importantes sectores de
los árabes y beréberes, y de quienes se arabizan, muestran un sentimiento de admiración
cuasi genealógica y mítica por la obra de todos «los primeros» o antecesores, término
que cabe entender no sólo referido a los filósofos y sabios que precedieron al tiempo
del islam, sino también a las poblaciones locales y sus méritos. Ahora nos corresponde a
nosotros proceder de modo análogo y reconocer los méritos a las experiencias de estos
otros «clásicos» omeyas y «omeyizados», también nuestros.
Cada uno tenemos o podemos tener nuestra vivencia de lo omeya, reflejo de lo descubierto,
recibido y buscado. Como ahora, cuando se deslizan ante mí ciertas realidades, imágenes
y hechos que despiertan sensaciones parecidas a las que evocaría una pieza de tejido o de
cerámica figurado al modo omeya andalusí: justeza, ideación, utilidad, elegancia...
Volver