
Jarra de cerámica arcillosa y decoración
pintada (siglo X)
Nuestro «olvido» de los Omeyas de Córdoba se
acumula, tras su esplendor fascinante, sobre sus sucesivas destrucciones. Muy tocados por
la minoría de Hisam II, desde el golpe de Estado del año 1009 se abrió su imparable
colapso, saldado con la abolición de su califato, en 1031. Así, junto con ellos, se
arruinaron sus rutilantes y prestigiosos escenarios, aunque conservan aquella reverente
aureola hasta que dejan de pertenecer a al-Andalus, cuando Fernando III los conquista, en
1236. Desde esta fecha cambian de faz y hasta transforman muchos de sus nombres los
antiguos espacios omeyas. Sobre la primera asolación se añade, a partir de entonces, el
extravío de las funciones y de las formas propias de los edificios y creaciones que los
Omeyas marcaron con su brillante calidad. Incluso se quiebra y se rehúye el recuerdo.
Son demasiadas destrucciones, físicas y morales,
sucesivas. Mas, por encima de todas ellas, ha aflorado invencible la huella esplendorosa
de la Córdoba omeya, y, al menos, su mezquita y su ciudad palatina de Madina Azahara se
han impuesto y resurgido a la más admirativa de las contemplaciones. Esta supervivencia
es su gran símbolo, porque sólo algo de inmensa y de definitiva calidad, como poseen
ambas, aún entreveladas y debiendo superar sus contornos, puede recobrar sus alientos y
volver a demostrar tanta belleza. Emociona comprobar cómo sus destrucciones han sido
definitivamente superadas por su radical esplendor, con una contundencia que aquí sirve
al asombro y acalla cualquier sentimentalismo, tan presente, sin embargo, en torno a los
también espléndidos vestigios de la Granada nazarí.
Nuestro antedicho «olvido» sólo es relativo.
Los Omeyas no han dejado de estar presentes, más o menos, en nuestra memoria histórica,
en nuestra actividad estudiosa, en nuestros paisajes, monumentos y museos, en nuestro
reconocimiento... evocados incluso por el callejero: en Madrid, por ejemplo, el nombre del
parque Muhammad I recuerda al fundador de esta ciudad; y Córdoba tiene las calles de
Abderraman III y de Alhaken II; algo es algo. Claro está que la reciente Exposición de
París, casi para abrir el nuevo milenio, sobre Las Andalucías. De Damasco a Córdoba,
nos ha puesto en candelero a los Omeyas, porque el acicate parisino ha sido muy bien
recogido por El Legado Andalusí. Ambas exposiciones han elegido un tema de gran
importancia histórica, hasta ahora no muy divulgados sus principales rasgos, ni la
contemplación conjunta y plurifacética de su fulgor, reunidas en Córdoba muchas de sus
principales pruebas (tejidos, cerámicas, metales, marfiles, mármoles...) en el marco
irrepetible de Madina Azahara, bajo el acertado reclamo de El esplendor de los Omeyas
cordobeses.
Los Omeyas ocuparon un tiempo que podríamos
calificar de extraordinario. Su poder dura desde el año 661, cuando formalmente
accedieron al Califato en Damasco, hasta el 750, en que les suplantaron los Abbasíes de
Bagdad. Al-Andalus primero fue dominada desde la capital damascena, pero luego hasta aquí
vinieron los Omeyas, desde el 756, cuando Abd-al-Rahman I El Inmigrado se instala
en Córdoba, y, pasando por un emirato empinado al califato desde el 929, aguantará hasta
el 1031. En conjunto, pues, el poder de los Omeyas en la Península Ibérica dura desde el
711 al 1031, y ésto, 320 años, coloca a esta dinastía entre las más longevas de
nuestra Historia.
Su dilatada extensión evoca de inmediato factores
sobresalientes de potestad y de recursos de todo tipo. Digamos de acierto y de éxito,
fundamentado y expresado por una gama variada de actos y de razones que los Omeyas
lograron ir acumulando. Su presencia trascendental marcó el desarrollo político,
económico, social, religioso y cultural de al-Andalus. Aquí fueron capaces de
construirse no sólo una legitimidad de facto, sino un segundo Califato, tras
haberlo perdido siglos atrás en Oriente, como acaba de subrayar J. M. Safran en su libro
recién publicado en Cambridge, The Second Umayyad Caliphate; the Articulation of
Caliphal Legitimacy in al-Andalus. Casi todos los Omeyas aportaron algún logro al
continuo y al cabo plenamente triunfante proceso de consolidación estatal frente a las
estructuras tribales y feudalizantes. En este gran proceso político, cultural y social se
arabizó la población de al-Andalus, pues la arabidad era el rasgo del Estado omeya;
al-Andalus se urbanizó intensamente, porque la ciudad era la expresión del poder
estatal; la islamización, posiblemente, rebasó el 50 por ciento durante el sigo X; la
producción cultural creció al compás del mecenazgo de los Omeyas, pues desde el siglo
IX se compusieron y transmitieron en al-Andalus obras escritas, comenzando por las de
religión y jurisprudencia, y estando siempre presente la poesía.
El contenido de esta alta cultura árabe se
amplió durante la siguiente centuria, al ritmo brillante del Califato, que incentivó la
crónica dinástica, el panegírico, la adornada prosa, y varias ciencias, sobre todo, la
medicina y la farmacología, la astronomía y las matemáticas, además de compilarse los
primeros registros biográficos, gramáticas y léxicos. Para la producción libresca
árabe andalusí, de raíces orientales, fue decisivo el mecenazgo y la disposición culta
de los Omeyas, sobre todo del califa al-Hakam II (961-972), que reunió en Córdoba una
enorme biblioteca, adquiriendo y haciéndose copiar todo tipo de códices, primero en
pergamino, pero también en papel, al menos desde el año 359 de la Hégira (970 d. C.),
fecha del más antiguo de los realizados en esta nueva materia, que tanto facilitaba la
difusión del libro, y expandida desde al-Andalus. Como ejemplos del rango científico
promovido por los Omeyas ahí está el famoso tratado de medicina del cordobés
al-Zahrawí («el de Madina Azahara»), con referencias valiosísimas sobre cirugía, y la
traducción en Córdoba del célebre compendio de fármacos simples de Dioscórides.
Las aportaciones científicas de al-Andalus se
difundieron a través de las primeras traducciones del monasterio de Ripoll, donde
Gerberto de Aurillac, «el Papa del año Mil», pudo conocer el uso de las «cifras
árabes», entre otros saberes. Las monedas de los Omeyas circulaban por el Norte
cristiano, y este uso exterior y las imitaciones de la acuñación andalusí muestran una
hegemonía que, en el siglo X, certifican también las embajadas a Córdoba desde todos
los enclaves peninsulares, de Bizancio, del Norte de África, y del ámbito franco,
italiano y alemán, reconociendo de un modo u otro la magnitud del Califato omeya.
Productos andalusíes de vestir, y otros objetos de lujo, se difundieron junto con sus
nombres por Europa y por el resto de la Península, donde encontramos los primeros
arabismos desde la segunda mitad del siglo IX, como pruebas indiscutibles de un trasvase
cultural amplio.
¿Y para qué sirve dedicar atención a una
exposición que evoca a los Omeyas? La evidencia directa de los objetos es enorme, y
permiten plantear un entendimiento renovado de la memoria histórica equilibrando las
imágenes parciales y negativas, transmitidas por muchos textos de elaboración medieval.
Se trata de presentar una realidad más completa, al convocar documentos materiales
(monumentos y objetos) que representan de forma más espontánea en pasado, y que aluden a
brillantes desarrollos culturales, en este caso ocurridos en al-Andalus, y a los trasvases
de esos desarrollos entre los musulmanes y los cristianos medievales. La Historia recupera
así una de sus funciones más útiles, como muestra aceptable de las diversidades y de
las capacidades humanas.
No es poco, si equilibramos los mitos
historiográficos que más o menos arrastramos, para no lastrar con ellos el presente y el
futuro. Creo que todavía hasta hoy se mantienen algunos ecos de temores y desdenes
medievales. Además de contribuir a despejarlos, a contrastarlos, esta exposición sobre
los Omeyas procura toda una gama de consecuciones: difundir un mejor conocimiento de la
realidad política, económica, social y cultural de al-Andalus; potenciar el interés por
los lugares donde se expresó ­y en este caso concreto, por Córdoba y su riqueza
monumental, que quedará más destacada aún durante y después de esta muestra­;
señalar a los países musulmanes que reconocemos la historia compartida; mostrar apertura
hacia lo positivo de la interculturalidad. Al-Andalus pertenece al acervo común
hispano­árabe, y este tipo de acontecimientos busca mejorar el conocimiento
mutuo, por tanto se proyectan al presente y al futuro con un afán de relaciones
positivas.
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