Los últimos avances de la investigación nos proponen que Kate McCann y su marido mataron accidentalmente a su hija, que borraron las huellas de su crimen y montaron el circo mediático que vino a continuación. Existen muchos antecedentes de criminales que se han mostrado deseosos de colaborar con la justicia en el esclarecimiento del crimen que ellos mismos han perpetrado (las novelas de Agatha Christie están plagadas de este espécimen); más novedoso y patológico resulta que un criminal que impulsa la investigación de su propio crimen quiera además auparse en alas de la Fama.
Hubo un demente en la Antigüedad, llamado Eróstrato, que prendió fuego al templo de Diana para que su nombre fuese recordado por las generaciones venideras; pero Eróstrato no ocultó su crimen. La mezcla de ocultamiento y ansías de notoriedad convertiría a los McCann en unos monstruos de inédita maldad.
Pero, ¿y si, a la postre, las sospechas que ahora gravitan sobre la bella Kate McCann y su marido se desvelasen infundadas? Habríamos de aceptar entonces que los monstruos somos nosotros, puesto que hemos sido capaces de imaginar y de sostener con lucubraciones fundadas en indicios muy endebles una hipótesis aberrante. Y, al imaginar y sostener tal hipótesis, la culpa de ese crimen recaería sobre nosotros, pues hay crímenes tan abyectos que
basta con que los imaginemos para que nos convirtamos, de algún modo, en criminales. Criminales que cada mañana chapotean en el barrizal que la prensa les ofrece.
No hay ni una gota de verdad en Praia da Luz. Por carecer, hasta carecemos
del potencial verificador de los cadáveres. Siempre es mucho más lo que los muertos pueden hacer por nosotros que lo que nosotros podemos hacer por ellos. En este caso, el cuerpo de la pequeña Madeleine nos diría si murió por sobredosis de somníferos o no, a qué hora, de qué día y etcétera. Y algún sabueso portugués deduciría tal vez otros retazos de verdad, por ejemplo, quién la mató. Un cadáver restablecería el principio de realidad que se empieza a echar en falta.
En lugar de esa certeza, tenemos una niña que falta, como cientos de niños perdidos cuyo destino es sin duda más sombrío que una estancia en el País de Nunca Jamás con Peter Pan. La desaparición de una niña es una tragedia para su familia; pero para los medios venía siendo poca cosa: un reportaje quinquenal de coche escoba sobre el niño pintor de Málaga et al. Los cuatro meses de marasmo con los McCann sólo han servido para confirmar una noticia: la prensa ha hecho un papelón. O dos: dejarse utilizar primero; utilizar después.
Y he ahí la paradoja: la desaparición infantil más mediática de la historia es la más confusa, porque los periodistas destacados en Praia da Luz han contribuido más a la difusión de los rumores que al conocimiento de los hechos. Eso sí, el folletín está la mar de entretenido. Tanto que los distribuidores de una película sobre la desaparición de una niña, Gone baby gone, han decidido suspender su estreno: desisten de competir con la imaginación desbordante de la realidad.
Si al menos un cadáver tuviera la bondad de mostrarse para que supiéramos, en concreto, de qué estamos hablando.