VERANO VERTIGINOSO

Alejandro Carra

El abanico de «técnicas» para resistir estoicos tan insoportable reto como una operación salida o regreso de vacaciones es amplio y variado: yoga o relajación previos, cabreo sordo, exabrupto común, sudoku o el socorrido y lacerante sarcasmo sobre las ingeniosas recomendaciones de nuestro insigne director general de tráfico para no coincidir todos a la misma hora y el mismo día. Todo vale con tal de evitar que nuestro sistema nervioso colapse a los mandos del volante en ese crucial momento de nuestra vida en el que descubrimos que siete millones de conductores piensan exactamente como nosotros. No es una prueba fácil, lo sabemos. Y como a grandes males... Aquí va uno que después de haberlo realizado le hará inmune a la desesperación colectiva y el estrés motorizado: un vuelo en caída libre desde las nubes. Más relajadito no se habrá quedado en su vida, haya hecho lo que haya hecho o afronte lo que tenga que afrontar. Cuando se salta, ya nunca se vuelve a ser el mismo.

El Curso de Caída Libre Acelerada, el AFF, consta de un primer salto en tándem y siete saltos acompañados por dos instructores que durante la caída van guiando al alumno y, una vez realizada la apertura del paracaídas, indican a éste por radio las maniobras correctas hasta tomar tierra; así hasta que el alumno consigue su graduación. Obviamente, no es ésta la única opción para quienes quieran aventurarse en el mundo de la caída libre. Si uno no lo tiene tan claro, o prevé que el valor se le puede evaporar en el momento del salto, es preferible que antes de aferrarse a la puerta cual gato acorralado se anime con un salto en tándem, donde será el instructor el que se encargue de las maniobras críticas mientras el alumno se concentra en disfrutar del «vuelo».

No se olvida jamás

Saltar es un sensación que no se olvida jamás. No se olvida la lenta ascensión del avión a través de esas nubes que desde el aeródromo se veían altísimas y ahora se presienten aún más, no se olvidan las últimas instrucciones; ni tampoco el sonido del mono de vuelo flameando mientras las piernas cuelgan sobre la nada que se extiende justo debajo; mucho menos el pulso del corazón mientras espera la señal de los dos golpes sobre el hombro. Pero, sobre todo, jamás, jamás, se olvida el momento de impulsarse hacia delante, voltear el cuerpo y enfilar de cabeza una caída de 4.000 metros a 300 kilómetros por hora, directos hacia la madre tierra, hacia ese puntito diminuto que antes era un pueblo con sus casitas y todo. Un auténtico torrente de adrenalina inundando nuestro cerebro que da paso al minuto más intenso de toda una vida: a «La Sensación» por excelencia.

Es la ausencia absoluta de las dimensiones, de la referencia. No hay vértigo, ni siquiera sensación de caer, sólo se flota. Y después de la excitación absoluta, la calma total al sentirse de nuevo con los pies en la tierra. Mínimo garantizado: tres días suavecito, suavecito. ¿Quién teme ahora al atasco feroz?