| singapur | |
| por Juan Ángel Juristo | |
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Cuando uno pasea por la Singapur de hoy, sobre todo si es mediterráneo o musulmán de Próximo Oriente, es seguro se quede impresionado de la extrema limpieza de sus calles, tanta que como se le ocurra tirar un chicle o una infame colilla, corre el riesgo de ser castigado con algunos varazos por parte de uniformados ciudadanos. En el Raffles, de los pocos vestigios coloniales que quedan en esta espejeante urbe de hormigón, le dan a uno habitaciones que llevan nombres de ilustres personajes que por allí pasaron. Somerset Maugham, Hermann Hesse, Rudyard Kipling…Quédense con uno: Joseph Conrad, que es el de la habitación 119. Cuando el marino de aristocrático apellido polaco paseaba por sus salones y terrazas, la ciudad era solo un rumor enorme de voces europeas perdidas en el inmenso cúmulo de islas del Pacífico que rodea al continente, un rumor incesante donde se cuestionaban cosas de honor, excelencias, fortunas, sobre todo estas, y caídas en el arroyo. Allí, quizá, le otorgaran rastros de lo que luego se convirtió en Lord Jim, o, desde luego, rumores incesantes sobre destinos aciagos, como el que le aconteció por necesidad a Axel Heist, su personaje más acabado y uno de los más terribles por el modo en que afronta su necesario final de hombre marcado por la maledicencia de esa mezcla de estupidez y rapiña en que se habían convertido sus semejantes. El Raffles, en su tiempo, debía ser uno de los escasos islotes provistos de puritana y progresista limpieza en un océano de miseria proverbial y asiática. Pero hoy día la ciudad sigue cumpliendo la misión para la que fue fundada, así sea con guardias provistos de varas y ejecutivos vestidos de similares trajes y pueda uno peinarse mirando al suelo, es decir, sigue llevando sobre sus hombros la excelsa tarea para que la fue encomendada, la de ser un faro de luz comercial y progresista en una ciénaga de oscuridad medieval. De ahí, quizá, ese celo ilustrado de las autoridades respecto a la limpieza de sus calles, lo que habla bien a las claras de sus complejos. Y todo esto, el rumor, la falsa redención, lo atisbó Conrad poniendo la oreja donde convenía. Pidan por favor la 119.
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