Un siglo contado por ABC

El Comienzo de una leyenda
El Real Madrid
jugó la final de la primera Copa de Europa frente al Stade de Reims en París. Fue un partido trepidante, lleno de alternativas, donde se impuso a la postre la calidad de un equipo comandado por la genialidad y la omnipresencia de Di Stéfano, quien, según la Prensa francesa, «orquestó uno de los más extraordinarios ballets vistos sobre la hierba del Parque de los Príncipes»

A las órdenes del colegiado inglés, míster Arthur Ellis, auxiliado en las bandas por los señores Cooper y Parkinson, también colegiados ingleses, los equipos presentaron las siguientes alineaciones:

LORENZO LÓPEZ SANCHO
PARÍS, 13.

El Real Madrid es, desde hace unos minutos, el primer campeón de la Copa de Europa. Los focos del Parque de los Príncipes acaban de apagarse, y la multitud permanece en los graderíos asombrada, aturdida por las emociones del extraordinario partido de fútbol que ha presenciado. Ni los partidarios de los vencedores cantan su júbilo, ni los amigos de los vencidos dan rienda suelta a su amargura. Un sentimiento de admiración y respeto se adueña de esta muchedumbre, que sin darse perfecta cuenta del profundo significado de lo que ha visto, intuye los valores morales de la gran victoria madridista y le tributa, involuntariamente, ese instante de enorme silencio, que es el supremo homenaje a los héroes, ya lo sean de la historia o del deporte.

Todos esperaban mucho, en efecto, del sensacional encuentro entre el Reims y el Madrid: exaltado poco antes del «match» por los grandes titulares de la prensa francesa. Todos sabían que dos grandes equipos iban a medir sus armas. Que veintidós hombres capitaneados por héroes casi mitológicos —Kopa y Di Stéfano—, y espoleados por el afán de vencer, desplegarían sus mejores armas en una pugna que no tenía más salidas que el triunfo o la derrota. Lo que nadie había adivinado era que el equipo que a los diez minutos de juego saboreaba las mieles del más espectacular triunfo de su carrera sería derrotado, y que, en cambio, el bando que parecía anonadado por los golpes adversos se erguiría fiero y orgulloso sobre sus mismos fracasos iniciales para construir sobre tan duros cimientos la magnífica hazaña de su victoria. Por eso, cuando los once jugadores blancos abandonaron el terreno de juego y el césped oscuro volvió a quedar desierto bajo la luz lejana de las estrellas, el público, repuesto de su emocionado asombro, abandonó lentamente el graderío. Había visto nacer un gran campeón y había recibido de él la suprema lección olímpica: los más desdichados auspicios, los comienzos más desfavorables pueden ser superados cuando el músculo recibe directamente el impulso del corazón y éste no desmaya. Todo puede ser superado cuando el hombre sabe mantener, tensos y elásticos, los supremos resortes de la voluntad.

Las ventajas de empezar mal

Porque el Real Madrid había comenzado rematadamente mal su batalla. El Reims, lanzado al ataque, jugaba frente al área blanca el «tourbillon» vertiginoso de su delantera, que desconcertaba a la defensa blanca, y en un rápido ataque, tras un saque de esquina forzado por Kopa al poner la pelota a los pies de Glovacky, que tiró muy fuerte, Leblond había puesto de un cabezazo a medio metro la pelota dentro del marco madrileño cuando sólo habían transcurrido siete minutos de juego. Luego, antes de que el Madrid, nervioso, consiguiera serenarse, un mal despeje de Atienza había permitido a Bliard ceder la pelota adelantada a Templin, y éste, rapidísimo, había resuelto la jugada iniciada en dudosa posición por su compañero con otro tiro oportunísimo, que era el segundo tanto «remois», tres minutos más tarde.

Dos goles en diez minutos de juego, y cuando la delantera blanquirroja parecía una exhalación, era más que un mal augurio una terrible realidad, porque los defensas blancos se movían acosados y la pelota seguía rondando con siniestros presagios la meta de Alonso. Pero al cambiarse el balón normal por el blanco y al encenderse los focos, el Madrid pareció encontrar su inspiración, antes perdida en la penumbra del Parque de los Príncipes. Di Stéfano, en el centro del campo, pasó el balón magistralmente a Muñoz, que iba por su derecha.

Este avanzó profundamente, atrayéndose a Siatka y Jounquet, y sólo entonces repasó el balón con justeza prodigiosa a Di Stéfano, que parándolo de un solo toque, disparó en otro seco, duro, colocado, para batir inapelablemente a Jacquet. Con aquel gol, a los catorce minutos de juego, el Madrid comenzó a funcionar como una orquesta. Se afirmaron los defensas. Muñoz tomó posesión del centro del terreno. Zárraga ciñó al huidizo Kopa, y la delantera blanca, movida maravillosamente por Di Stéfano y Rial, hizo ver que su ritmo, más reposado, pero no menos incisivo, era tan peligroso y más decisivo que el «remois». Marsal y Gento poseían largamente la iniciativa, y un vaivén constante agitó a los espectadores, presas de una emoción que se acrecía por minutos. Las incursiones francesas eran rápidas, fulgurantes; las españolas, poderosas, profundas. A los veintisiete minutos, un avance de Rial y Di Stéfano desmanteló a Jacquet, pero Joseíto, que recogió la pelota rechazada en corto, perdió la mejor ocasión de establecer la igualada. Dos más tarde, Marsal estuvo a punto de marcar, pero Jacquet desvió la pelota a córner.


No se puede desfallecer

Mandaba el Madrid y, efectivamente, a la media hora de juego, un córner sacado admirablemente por Joseíto, dio a Rial la oportunidad de rematar duramente de cabeza, matando el balón casi con estilo de pelotari, para establecer un empate acogido con atronadores aplausos por los miles de españoles que habían encendido en las gradas la llamarada rojigualda de sus banderas y sus carteles. Al sobreponerse a la desgracia inicial y recuperar el equilibrio, remontando los dos goles adversos, el Madrid había ganado la primera gran batalla de la final: había demostrado al Reims que allí sobre el césped del Parque de los Príncipes, no había un vencedor indiscutible. Y de haberlo, éste no lo iba a ser ciertamente el orgulloso y acometedor equipo «champenois».

Con el empate, la batalla templó su rapidez. Habían descubierto los jugadores galos que no era dable ceder el centro del terreno a su adversario, y Leblond apretó su cerco sobre Di Stéfano, en tanto que Siatka acentuaba su vigilancia sobre Rial. Pero el Madrid había encontrado su cadencia y, haciendo vibrar de entusiasmo a sus partidarios, asaltaba el «fortín remois» en amplias oleadas que iban desde el ímpetu de Joseíto a la velocidad irreprimible de Gento, con la sabiduría espectacular de la tripleta central. Los contraataques fulgurantes de Kopa, coronados peligrosamente por Glovacky, extraordinario esta noche, mantenían la incertidumbre del resultado, cuando Gento estrelló un disparo contra el palo y Glovacky estremeció al graderío con un remate de cabeza que se fue por encima del larguero.

El Reims no quería renunciar a la victoria, que había visto tan de cerca, y su salida en el segundo tiempo fue espectacular. Jonquet y Zimmy, apoyados en la raya central del campo, mantenían la pelota en el terreno español, y los ataques se sucedían cada vez más angustiosos, porque el Madrid tenía sus minutos de lapsitud. Di Stéfano, incansable, presto a la defensa y al ataque, y Jonquet, en el otro bando, se agigantaban hasta neutralizar sus acciones, y así discurrió el primer cuarto de hora, a cuyo final Joseíto, tras un tozudo forcejeo, centró, para que Rial cediera la pelota a Gento y éste hiciera un bonito tanto, anulado por Mr. Ellis, que había estimado fuera de juego.

Resurgía el Madrid (...) cuando una incursión de Kopa, desmarcado por primera vez en este período, originó una colada de Glovacky, que Muñoz cortó haciendo falta al interior galo. La tiró éste y, ante la desconcertada pasividad de los jugadores blancos, Hidalgo, que estaba en la trayectoria del balón, desvió apenas éste con la cabeza, batiendo a Alonso, mal colocado. El oportuno gol francés volvía a inclinar el triunfo del lado «remois», pero hacía el mismo efecto sobre la moral del Real Madrid que un tábano produce sobre la grupa de un potro de pura sangre. Todo el equipo se encabritó y salió de su breve desmayo. Rial soltó un cañonazo impresionante a la media vuelta, rematando un profundo pase de Muñoz; el juego volvió a ser trepidante, y a los veinticuatro minutos Marquitos, en la zona media, lanzó un pase de bolea a Di Stéfano, galopó con entusiasmo irreprimible mientras alguien a mi lado gritaba empavorecido «¡Atrás, atrás!», y, yéndose al área adversaria, reclamó imperiosamente la pelota.

Di Stéfano se la filtró con soberana precisión; Marsal, al lado mismo de su compañero, le arrebató la iniciativa y tiró, obligando a Jacquet a despejar muy corto, y entonces Marquitos, fiel a su arrebato, de puntera, puso el balón en el fondo de las mallas, junto a un palo. Gol asombroso, de pura furia española, forjado por un defensa que, casi a lo Belauste, haciendo renacer el gesto antiguo de Amberes, había sacado de la nada.

Inspiración y victoria

Todas las tácticas, frías como todas las bobas previsiones de los estrategas alicortos, habían caído allí mismo destrozadas por este gol de pura y arrebatadora inspiración, marcado por un defensa central capaz de abandonar su puesto.

Se hundía el Reims quemado por su esfuerzo, y, más fogoso que nunca, más señor de su técnica y dueño de su físico, el Madrid mandaba en el campo y dirigía la dura, enconada, pero limpia batalla. Gento volvía a ser, como el año pasado, el «Pegaso» que vuela sobre el césped con la pelota imantada a su pie izquierdo; Atienza iniciaba ataques personales, empujando a Joseíto sobre el gol, y Alonso aferraba, ahora ya segurísimo, los balones que, de cuando en cuando, llegaban a sus dominios en las nerviosas reacciones francesas.

Iban ya treinta y cinco minutos, cuando Rial, rematando un precioso centro raso de Gento fallado por Siatka, batió por cuarta vez a Jacquet. Los diez minutos finales fueron angustiosos para vencedores y vencidos, porque si el Madrid pudo aumentar su triunfo en dos ocasiones peligrosísimas, sobre todo una de Joseíto, el Reims tuvo el nuevo empate a su alcance cuando Templin estrelló en el larguero un balón centrado largo por Kopa. Hubiera sido injusto, sin embargo. Al sonar el silbato de Mr. Ellis señalando el final se alzaba el Real Madrid en campeón y vencedor con todos los méritos. Hasta el último espectador lo reconoció así al acoger con una ovación cerrada la entrega de la hermosa copa de Europa a Muñoz, capitán del equipo vencedor.

Breve nómina elogiosa

>Digamos que hoy el Reims jugó el mejor partido de su historia en los últimos tres años, lo que no le impidió salir vencido. Jonquet, fenomenal; Siatka, muy duro; Leblond, profundo y exacto en el pase, y toda la delantera tuvieron actuaciones memorables, sin más fallos que la floja calidad de Jacquet, mal heredero de Snibaldi. El Madrid hizo un partido completísimo, si olvidamos el peligroso desconcierto de los diez minutos iniciales. Di Stéfano fue el hombre asombroso capaz de todas las misiones, y Rial volvió a mostrarse el interior completo, inteligente, realizador, que daba vida a la delantera de cuatro hombres, bien apoyada en Marsal, y lanzada por la fuerza de Joseíto en su gran tarde y los galopes maravillosos de Gento, que no perdía ni una sola jugada. Muñoz, inconmensurable en la ordenación del juego, y Zárraga, asegurando a Kopa, contribuyeron a un éxito que se reforzó al confirmarse la solidez de la defensa, en la que sobresalió Marquitos. Magnífica noche de un equipo que es campeón, no sólo por la ciencia de su gran estilo, sino por la virtud de su espíritu. Un auténtico espíritu de gran super-campeón.

(Publicado en ABC el 14-6-1956)

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