Un siglo contado por ABC

La hombría de los toreros

por Zabala de la Sernaa

Gritaba la madrugada a la muerte joven que desgarraba la vida de Manolete para que huyera. Pero no se fue. Se quedó a habitar en el cuerpo deshabitado ya en la amanecida del 29 de agosto en Linares. Moría el hombre y nacía el mito, cuya sombra se proyecta en la historia como un enhiesto ciprés. Un miura, «Islero», acrecentaba la negra leyenda del hierro de Zahariche. Todas las transfusiones fueron pocas y, paradójicamente, sobró la última, la quinta, con un plasma en mal estado que se utilizó en la tragedia reciente de los astilleros de Cádiz. Los faros que contrarreloj cruzaron España con la sabia ciencia de los doctores Tamames y Jiménez Guinea dentro no iluminaron su rostro ni una lejana esperanza.

Manuel Rodríguez no cambió el gesto ni siquiera entonces, «un testamento de hombría», la misma expresión para torear que para fenecer, la mirada profunda, los maxilares marcados, la sonrisa inexistente de quien nunca se reía. El país se estremeció, inundado por un sentimiento de dolor que brotaba de la misma Córdoba la sultana.

Treinta y siete años después, cerca, en Pozoblanco, Francisco Rivera «Paquirri» dictaba otra lección de hombría que conmocionó, a través de la televisión, el corazón de esta piel de toro. «Avispado», de Sayalero y Bandrés, desangró a Paquirri, que con la mirada azul habló al cirujano con la tranquilidad de los toreros machos de Ronda o de dónde sean: «Doctor, la cornada tiene dos trayectorias, abra lo que tenga que abrir...» O haga lo que tenga que hacer, más o menos. No hubo forma. Ni medios. No dio tiempo ni a la madrugada, y camino de Córdoba Paquirri expiró en la ambulancia.

De nuevo quedó constancia de que los toreros viven y mueren distinto y de que la Fiesta se engrandece con su sangre y sus sacrificios, y otra vez se puso de manifiesto el paupérrimo estado de las enfermerías, que todavía hoy habría que revisar.

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