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Un siglo contado por ABC
La lección de Lindbergh por Gregorio MARAÑÓN Deseoso ABC de reunir en sus páginas las firmas más prestigiosas, de todas las tendencias y de diversos idearios, hónrase desde hoy con la colaboración esclarecida de un tan alto valor de la intelectualidad española como el doctor Gregorio Marañón, cuya autoridad mental en muy varias disciplinas del saber se ha ido acrisolando a través de una labor científica y literaria que ha hecho del insigne médico un ensayista brillante, de pensamiento profundo y sagaz y de estilo sugeridor y amenísimo. ABC se honra y se complace de contar desde hoy entre sus colaboradores con la firma conspicua del sabio hombre de letras, del joven, eminente doctor. Cuando un suceso tiene un valor histórico,
tiene también una realidad histórica, que muchas veces no
coincide con la auténtica realidad. A esta auténtica realidad
la llamamos «verdad», y a la otra, «leyenda».
Se ha dicho, con razón, que, en definitiva, la Historia se forja
de leyendas, tan legítimamente como de realidades. Como que la
leyenda tiene también su verdad, aun cuando se funde en hechos
completamente falsos.
Pensábamos en todo esto con motivo de la hazaña del aviador americano, que ha salvado el mar intercontinental en un único salto prodigioso. El suceso, verdaderamente histórico, nació con su leyenda: la de que Lindbergh era un loco que, despreciando los cálculos científicos, se había arriesgado en una aventura temeraria, de muchacho sin seso. Luego han venido minuciosas referencias, referencias oficiales, que ponen las cosas en su lugar. Resulta que no había tal intrepidez de orate; sino que se trataba de un mecánico magnífico, de pericia y serenidad, controlados mil veces, que contaba con más horas de vuelo que el piloto más ducho, y que preparó su viaje, regateando al azar hasta el último detalle, todo lo que había que fiar al azar en la aventura, es la verdad. Y, sin embargo, la magnitud del éxito, la trascendencia histórica y pedagógica del vuelo de Lindbergh no depende tanto de ella como de la leyenda; indestructible, porque es también verdadera. Es inútil que se insista en que este Alcibiades moderno es un caso de previsión, audaz, pero equilibrada y calculadora. La gran pedagogía de su hazaña está en el hecho de que se engendró, sin duda, con todas las seguridades, pero al margen de las esferas oficiales. Ahora resulta que era el primer piloto de Norteamérica; pero no estaba catalogado todavía entre los ases consagrados por la fama y por el marchamo oficial. Ahora le reciben los embajadores y el presidente de la República le aloja en su casa; pero antes de lanzarse al mar, que acababa de tragarse a sus predecedores, sólo creían en él un grupo de amigos y su madre. La madre, que le legó, con la vida, el fuerte instinto del triunfo. Esto es lo importante. Se habla mucho en estos tiempos de la decadencia de las civilizaciones; y es cierto que decaen, como decaen los hombres, en virtud de un deber biológico, que no se puede eludir. El deber de la civilización
es reunir la energía dispersa de los pueblos en una organización,
en una estructura permanente, que llamamos vida oficial. Y ese estado
oficial, de apariencia madura, lograda, perfecta, es, inevitablemente,
el principio del morir de todos los impulsos creadores de la Humanidad.
Cuando una civilización se hace perfecta, cuando cobija bajo su
sombra oficial hasta la menor de las actividades ciudadanas, es cuando
su corazón empieza a morir, porque le falta la savia de la genialidad,
que ha sido siempre un elemento extraoficial y, en cierto modo, incivilizado.
Los grandes saltos de la Humanidad se han engendrado siempre como este
de Lindbergh, en horas de rebeldía. Cuando el éxito llega,
el rebelde pasa a ser un sabio oficial, un artista laureado, un hombre
de orden. Si se fracasa, se sigue siendo un insensato, como Lindbergh
hubiera seguido siendo «el loco del aire» de haber caído
en el mar. Es justo e inevitable que así sea. Pero la eficacia
del triunfador estará ya, para siempre, desprovista del aliento
general.
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