Un siglo contado por ABC

 

La lección de Lindbergh

por Gregorio MARAÑÓN
(Publicado el 1-6-1927)

Deseoso ABC de reunir en sus páginas las firmas más prestigiosas, de todas las tendencias y de diversos idearios, hónrase desde hoy con la colaboración esclarecida de un tan alto valor de la intelectualidad española como el doctor Gregorio Marañón, cuya autoridad mental en muy varias disciplinas del saber se ha ido acrisolando a través de una labor científica y literaria que ha hecho del insigne médico un ensayista brillante, de pensamiento profundo y sagaz y de estilo sugeridor y amenísimo. ABC se honra y se complace de contar desde hoy entre sus colaboradores con la firma conspicua del sabio hombre de letras, del joven, eminente doctor.

Cuando un suceso tiene un valor histórico, tiene también una realidad histórica, que muchas veces no coincide con la auténtica realidad. A esta auténtica realidad la llamamos «verdad», y a la otra, «leyenda». Se ha dicho, con razón, que, en definitiva, la Historia se forja de leyendas, tan legítimamente como de realidades. Como que la leyenda tiene también su verdad, aun cuando se funde en hechos completamente falsos.
El conocer el valor absoluto de las cosas está por encima de la mente humana, y por ello lo más distante de Dios que hay en el mundo es, siempre, un juez, por recto que se crea. Los hombres tenemos que juzgar las cosas por nuevas circunstancias, que varían con los tiempos y con las sociedades, hasta el infinito. Y en los sucesos históricos el juicio se funda, primordialmente, en su eficacia, y esta eficacia no depende con frecuencia de su valor estricto, sino de su valor legendario.
La guerra de la Independencia española —ejemplo típico, porque representa una de las más profundas conmociones sentimentales de las colectividades modernas— se apoyó, por lo menos en el sentimiento popular, sobre dos hechos falsos: la inocencia y la virtud de Fernando VII, y la maldad y los vicios de Pepe Botellas. El primer error se encargó el propio interesado de deshacerlo. Pero aun así, nunca logró el Rey Deseado reinar con mayor eficacia real sobre sus súbditos que en aquellos años de la guerra, en que su persona no era una realidad, sino una pura leyenda. La verdad legendaria, en ésta como en tantas ocasiones, fué el motor de la Historia, y, por lo tanto, una realidad, que ya no puede modificarse. Por eso, cuando los eruditos deshacen la leyenda forjada en torno de un personaje o de un suceso, la rectificación no suele trascender más que a la familia del interesado, si está todavía lo suficientemente cerca de él para que el interés genealógico se sobreponga a la verdad histórica.

 

Pensábamos en todo esto con motivo de la hazaña del aviador americano, que ha salvado el mar intercontinental en un único salto prodigioso. El suceso, verdaderamente histórico, nació con su leyenda: la de que Lindbergh era un loco que, despreciando los cálculos científicos, se había arriesgado en una aventura temeraria, de muchacho sin seso. Luego han venido minuciosas referencias, referencias oficiales, que ponen las cosas en su lugar. Resulta que no había tal intrepidez de orate; sino que se trataba de un mecánico magnífico, de pericia y serenidad, controlados mil veces, que contaba con más horas de vuelo que el piloto más ducho, y que preparó su viaje, regateando al azar hasta el último detalle, todo lo que había que fiar al azar en la aventura, es la verdad.

Y, sin embargo, la magnitud del éxito, la trascendencia histórica y pedagógica del vuelo de Lindbergh no depende tanto de ella como de la leyenda; indestructible, porque es también verdadera. Es inútil que se insista en que este Alcibiades moderno es un caso de previsión, audaz, pero equilibrada y calculadora. La gran pedagogía de su hazaña está en el hecho de que se engendró, sin duda, con todas las seguridades, pero al margen de las esferas oficiales. Ahora resulta que era el primer piloto de Norteamérica; pero no estaba catalogado todavía entre los ases consagrados por la fama y por el marchamo oficial. Ahora le reciben los embajadores y el presidente de la República le aloja en su casa; pero antes de lanzarse al mar, que acababa de tragarse a sus predecedores, sólo creían en él un grupo de amigos y su madre. La madre, que le legó, con la vida, el fuerte instinto del triunfo. Esto es lo importante. Se habla mucho en estos tiempos de la decadencia de las civilizaciones; y es cierto que decaen, como decaen los hombres, en virtud de un deber biológico, que no se puede eludir.

El deber de la civilización es reunir la energía dispersa de los pueblos en una organización, en una estructura permanente, que llamamos vida oficial. Y ese estado oficial, de apariencia madura, lograda, perfecta, es, inevitablemente, el principio del morir de todos los impulsos creadores de la Humanidad. Cuando una civilización se hace perfecta, cuando cobija bajo su sombra oficial hasta la menor de las actividades ciudadanas, es cuando su corazón empieza a morir, porque le falta la savia de la genialidad, que ha sido siempre un elemento extraoficial y, en cierto modo, incivilizado. Los grandes saltos de la Humanidad se han engendrado siempre como este de Lindbergh, en horas de rebeldía. Cuando el éxito llega, el rebelde pasa a ser un sabio oficial, un artista laureado, un hombre de orden. Si se fracasa, se sigue siendo un insensato, como Lindbergh hubiera seguido siendo «el loco del aire» de haber caído en el mar. Es justo e inevitable que así sea. Pero la eficacia del triunfador estará ya, para siempre, desprovista del aliento general.
Lindbergh es ahora una gloria legítima, oficial, de su país y del mundo. Hará, hasta que muera de viejo, muchas cosas útiles y representativas. Tal vez, con las manos de la Fortuna, abiertas de par en par para él, su ingenio técnico encuentre la ocasión de impulsar el progreso de la locomoción aérea hasta límites insospechados. Pero no repetirá nunca, porque está ya prendido en la jerarquía oficial, la hazaña, a la vez meditada y absurda. Será el más ilustre de los aviadores; pero lo que se llama volar, con las alas sobrehumanas del instinto, como vuelan las aves, así, n
o volverá a volar.

 


 

 

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