Un siglo contado por ABC
En el antro de las fieras

(Extracto de la crónica publicada en ABC)
Cuando hace cuatro días me decidí en secreto de mi familia a ir al Instituto Smolny, una nevada densa y callada caía sobre San Petersburgo. Deseaba y temía ir -por qué no confesarlo- al apartado lugar donde funcionan todas las dependencias del Gobierno popular. Como no me atrevía a ir sola, ni otra persona alguna hubiera querido acompañarme, dije a la fiel gallega, inseparable nuestra en estas penalidades, que viniera conmigo, pero sin descubrirle el objeto de nuestra salida...
(...) Los guardias de la entrada, paisanos armados, caliéntanse en una hoguera. Me preguntan adónde voy; respondo que voy a ver al comisario Trotsky. (...) Penetro en el edificio. (...) Repito mi demanda de ver a Trotsky -ministro de Negocios Extranjeros, que es el más interesante de los compañeros de Lenin-, y sin más requisitos nos entregan dos pedacillos de papel timbrado con el número del cuarto donde el compañero Trotsky trabaja. (...) Son muchos los escalones, y a cada uno que subimos auméntase el pánico de Pepa que, aterrados los ojos, el mantillín caído sobre la frente, me dice en gallego cerrado:

 

-¿A dónde me leva, señora?Mire que aquí nos matan, a canalla está muy armada; a min me tembla o pulso.
(...)

Mientras que pasaban mi tarjeta a Trotsky dialogué con «la canalla muy armada» que allí había. (...) Uno de aquellos proletarios me dijo que había leído cosas de España, y fijándose en Pepa habló con calor de las mujeres de mi país, oíselo apagándose la luz eléctrica y lanzó un grito Pepa, agarrándose a mí espantada. Fue un momento de pintoresca emoción, volvió la luz, se abrió la puerta, y el soldado correcto, que había llevado mi tarjeta, dijo:
-Les ruego que pasen.
Atravesamos una sala grande, sin más muebles que algunas sillas y máquinas de escribir, y a la izquierda; en un gabinete chico, nos esperaba Trotsky. Me rogó que tomara asiento en el único sillón de la estancia, frente a él, junto a una mesa de despacho. Indicó a Pepa el sofá, que completaba el sobrio mobiliario, y con voz agradable se expresó así en francés:

 

-Conozco España; es un hermoso país del que tengo buenos recuerdos, aunque la Policía «comme de raison» me trató mal. He visitado Madrid, Barcelona, Valencia.

Mi amigo Pablo Iglesias estaba a la sazón en un Sanatorio; sentí dejar España. Nuestra política es la única que puede hacerse al presente. El mundo está hambriento de paz y nosotros tenemos la esperanza de que se haga no la paz aislada de Rusia, sino la general, la de todos los pueblos combatientes. Ahora mismo acabo de recibir un radiotelegrama de Czernin de conformidad con nuestra iniciativa de armisticio y de gestiones pacifistas. No hemos de detenernos, ni mis compañeros ni yo, en el camino emprendido.

 

-¿Pero la actitud de las potencias de la Entente es inquietante? -indiqué.
Veló con los cansados párpados su aguda mirada Trotsky, y en vano esperé una respuesta o un comentario a mi frase.
Conversamos aún, rozando los asuntos, sin ahondar en ellos y con sencillez me dijo al despedirnos:

 

-Me alegro de haber conocido a usted y por su conducto envío un saludo a España.
Volvióse a su asiento, y su cabeza se inclinó sobre los documentos allí reunidos.
¿Es simpático Trotsky? No es atractivo. Acentúa su tipo israelita la espesa melena revolucionaria, que enmarca con negrura su rostro irregular y agudo. Las cejas y la recortada perilla, muy negras, son a modo de pinceladas mefistofélicas en el rostro cetrino. No se revela en él ni la voluntad, ni la inteligencia; nada, en fin, potencialmente fuerte. Podría pasar por un artista decadente, y, sin embargo, yo creo que tiene un valor irremplazable en la Rusia actual, y que no son las circunstancias precarias las que dan relieve a una medianía, sino que es la personalidad de este hombre la que se impone a aquéllas con actos de un plan político desconcertante y trascendental.
En el antro de las fieras existe menos disparidad entre ellas y aquel que existía en el Palacio de la Duma.

En el Instituto Smolny es todo plebeyamente democrático, y los feroces marineros de Kronstadt, confundidos con la guardia roja, no desdicen de los fríos muros, de las salas desamuebladas, donde funcionan como árbitros de San Petersburgo. Impresionan y desasosiegan el Instituto Smolny, y sus moradores, porque es un foco de anarquía y porque la ignorancia y el odio de los antiguos esclavos a todas las clases sociales arma sus manos con el ensañamiento demoledor.

Al fanatismo jerárquico del Imperio sustituye el otro, el de la ergástula en rebeldía. ¿Qué pueblo podrá ser feliz gobernado por el terrorismo de abajo? Sólo la bandera blanca de la paz, que estos hombres levantan, da el alivio de una esperanza a nuestra angustia de desterrados.
¡La paz!, la paz, y luego... ¿qué ocurrirá en las regiones de Rusia dispersas y sin tradición de independencia? Aquella hoguera llameando sobre la nieve a la entrada del Instituto Smolny me parece un símbolo del porvenir: ¡Incendio en las estepas invernales!


Sofía CASANOVA
>San Petersburgo,
diciembre 1917

 

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