Un siglo contado por ABC
El Túnel del Tiempo por Pedro Touceda


BOMBAS FÉTIDAS

Recién entrado el siglo XX, mientras el barón de Coubertain acababa de poner los cimientos de los modernos juegos olímpicos, los señores de la guerra se entrenaban para batir todos los récords del horror. Y al final lo consiguieron, porque en la contienda que comenzó en 1914 murió mayor número de gente que en el total de las diez guerras más sangrientas trenzadas hasta entonces.
Uno de sus afamados episodios describía a descomunales guerreros, con el barro fundido a la cara, que salían llorando de las trincheras como si fueran niños. No se habían vuelto locos. Todo se debía a que el enemigo estaba utilizando gas lacrimógeno.
En aquel rifirrafe se usaron por vez primera las armas químicas, que con gases de distintos efectos y pestilencias, atufaron las entrañas del planeta. En la guerra, como en la paz, no nos engañemos, siempre ha valido todo, pero entonces, los efectos de estos artilugios escalofriaron a un mundo que ya estaba harto de estar harto.
Al final del siglo XX, otra contienda se celebró también con abundante consumo de armamento químico que parecía sacado de un macabro «Cheminova». En la Guerra del Golfo se utilizaron diversos agentes aniquiladores que dejaron un rastro de enfermedades dignas de «Expediente X». El noble arte de la guerra nunca ha sido noble, y entre caer helado por el filo de la bayoneta o abrasado por un gas no hay diferencia alguna. Pero hasta en eso del morir existe lo políticamente correcto. Aún hoy, es como si las armas químicas fueran más malas que el mismísimo diablo y que otras, tal vez más físicas, no matasen tanto o matasen de una forma más educada. Aunque, al cabo, todas las bombas son fétidas, y lo mejor sería que los países destinados a pelearse lo hicieran con deportividad -apostemos por la utopía- sobre un pacífico y humilde tablero de ajedrez

 

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