Un siglo contado por ABC

Las dos Torres
PEDRO TOUCEDA

Parece ser que a los dioses nunca les ha gustado que los pobrecitos humanos nos subamos a sus barbas. Cualquier obra faraónica que tenga un halo «divino», donde el lujo y la ostentación pesen más de lo prudente, suele acabar envuelta en un final trágico, víctima de una atávica maldición.
Si una catástrofe conmovió al mundo en el siglo XX, ésa fue el hundimiento del «Titanic», un ídolo de acero al que un fantasma de hielo le pegó un barrigazo y le hundió, aún reluciente, en el lodo del tiempo. Si una catástrofe marcará este siglo XXI, frío y guerrero, será la de las dos torres gemelas que un día fueron la cima del mundo, y que un 11 de septiembre se desmayaron para siempre tras la mordedura venenosa de dos serpientes de fuego. El planeta entero se arracimó ante los televisores y en Nueva York la gente miraba hacia el cielo como en los cómics de Supermán. Pero esa vez no acudió ningún superhéroe a impedir que el sueño americano se convirtiera en pesadilla. De la incredulidad se pasó a la indignación, al horror, a la impotencia. Del número de víctimas, de las significaciones políticas, de que «ya nada volverá a ser igual en el mundo» se ha hablado mucho tras esa fecha tremenda.

Sin embargo, hay algo sutil que sobrevuela cualquier gran catástrofe, un sentimiento a la vez íntimo y a la vez multitudinario, palpable pero volátil, que está presente en todas pero que nadie ve y del que nadie habla. Es ese temblor de siglos, ese temblor de especie que nos sacude entonces, que nos une, que nos devuelve a nuestro verdadero ser, es decir, al ser humano; que nos empuja a paladearnos en nuestra propia esencia, a valorar cada latido de nuestro corazón, a sentir la humedad de cada lágrima, a comprender el mensaje de los dioses: «Sois efímeros, sois vulnerables». Entonces, todos relucimos juntos por dentro, aunque sólo sea unos segundos, antes de volvernos a hundir en el lodo del tiempo.

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