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Don Juan, un enlace en el exilio
Por Fernando Rayón

Atenas. Nueve y cuarto de la mañana. Los invitados ya ocupaban todos los asientos de la catedral cuando, al hacer su entrada el embajador extraordinario español, almirante Abárzuza, sonó –lo mismo ocurrirá en la ceremonia ortodoxa– el himno español. Minutos después, cinco salvas de cañón anunciaron que la comitiva franqueaba las puertas del Palacio. Abrían la marcha ocho automóviles con los Monarcas asistentes a la boda. Detrás, otros cuatro vehículos trasladaban a las damas de honor. Seis cornetas a caballo precedían al coche de la Reina Federica y Don Juan, y al de la Condesa de Barcelona con Don Juan Carlos. La madre de la novia, la Reina Federica, organizó uno de los grandes encuentros del Gotha de los últimos años.
Un repique de campanas anunció, a las diez menos diez, la salida de la novia del Palacio Real. Doña Sofía ocupaba, junto a su padre, una preciosa carroza, fabricada en 1875 para la frustrada coronación de Enrique V, conde de Chambord, y exactamente igual a la que utilizó el Zar Nicolás II tras su coronación en la visita que hizo a Francia. Restaurada, se había forrado en seda blanca con galones de oro y decorado con los escudos de la Casa Real griega. El Príncipe Constantino, vestido con uniforme de gala, montaba, junto a la carroza, un semental de color pardo. Veintiséis granaderos de la Guardia Real completaban la escolta de honor. Cuando la carroza se aproximó a la catedral católica de San Dionisio, la banda de música del crucero Canarias dio los primeros compases del himno nacional español. Luego interpretaría el griego.

«Ne thélo»


Las damas de honor acompañaron a Doña Sofía llevando la cola de su vestido, de cinco metros y medio. Antes de entrar en la catedral, en el pórtico sostenido por cuatro columnas de mármol y dos de piedra, realizado por Chambaut en 1887, Sofía se volvió hacia su pueblo, con un saludo que era a la vez despedida. El magnífico órgano, también realizado por Paul Chambaut en 1888, entonó las primeras notas del Aleluya de Haendel. Eran las diez en punto de la mañana. En el altar, vestido con uniforme de teniente de infantería, Don Juan Carlos esperaba a la novia. Lucía los collares del Toisón y de Carlos III, las placas de la Orden de Malta y de la Orden griega del Salvador, cuya banda azul cruzaba su pecho, así como la de San Jorge y San Constantino y la insignia representativa del Principado de Asturias. A la derecha de los contrayentes, en sitiales de honor, se situaron los Reyes de Grecia y, a la izquierda del presbiterio, también bajo un dosel, los Condes de Barcelona.


La misa fue en francés, español y latín. A las diez y doce minutos pronunciaba Doña Sofía el sí litúrgico en griego (ne thélo) ante la pregunta, también en griego, del Arzobispo Benedicto Printesi, a quien ayudó en la ceremonia Monseñor Brindisi, Arzobispo de Greence. Instantes después, la ya Princesa española no pudo evitar las lágrimas: había olvidado solicitar a su padre, antes del sí quiero, el permiso que el protocolo exigía, algo que con el tiempo se repetiría en la boda de su hija mayor, la Infanta Doña Elena. Don Juan Carlos, que no olvidó solicitar el consentimiento al Conde de Barcelona antes de pronunciar el «Sí quiero» en español, tuvo que dejarle su pañuelo y esa imagen fue una de las más emotivas de la jornada.
Las alianzas eran aquellas confeccionadas con el oro de unas monedas de la época de Alejandro Magno, que intercambiaron en los solemnes esponsales. Cuarenta y cinco minutos duró la ceremonia sacramental con la Santa Misa y la firma del acta canónica en la sacristía de la catedral.
Cuando la pareja apareció en el umbral sonaron los acordes de la marcha real; y las campanas de las quinientas iglesias de Atenas, que ya habían tañido varias veces durante el día, volvieron de nuevo a repicar mientras los nuevos esposos atravesaban el arco de espadas en alto que la oficialidad del Canarias había formado a la salida de la catedral. Don Juan Carlos, 24 años, y Doña Sofía, que aún no los había cumplido, ya eran marido y mujer. En carroza, volvieron al Palacio Real, mientras un pueblo entregado vitoreaba a los recién casados.

Doble ceremonia


Tras el breve descanso en el Palacio Real, que apenas duró quince minutos, en el que se firmó el acta para el Registro Civil español, los novios volvieron a repetir el cortejo hacia la catedral, esta vez la ortodoxa. Ciento veinte infantes de marina españoles escoltaban el camino hasta la iglesia. Don Juan Carlos acudió en coche descubierto acompañado de su madre, la Condesa de Barcelona, mientras que Doña Sofía volvía a subirse a la carroza, esta vez acompañada de su padre el Rey, pues ni para la iglesia ortodoxa ni para el estado griego había sido válido el matrimonio en la catedral católica.
A las doce en punto comenzaba la ceremonia en la catedral metropolitana de la Anunciación de Santa María. Toda la riqueza de la liturgia ortodoxa se vistió de gala para dar mayor brillantez a la ceremonia. A ello contribuyó la mayor –tampoco excesiva– amplitud del edificio, que permitió una más numerosa presencia de invitados. Treinta y cinco mil rosas decoraban la iglesia. Ofició el anciano –ochenta y cinco años– Arzobispo Chrysostomos, Primado de Grecia, que esperaba a la novia en el atrio de la iglesia con los Evangelios.

Un Rey, ocho Príncipes


El Rey Pablo hizo tres señales de la cruz con las coronas rituales sobre las cabezas de los esposos, mientras el celebrante recitaba el salmo 127; luego se turnarán sosteniendo las coronas ocho Príncipes: el Diadoko Constantino, Miguel de Grecia, Amadeo de Aosta, Víctor Manuel de Saboya, Christian de Hannover, Carlos de Borbón Dos Sicilias, Marino Torlonia y Luis de Baden. Después tendrá lugar la bendición de la copa de la que beberán los cónyuges y la danza de Isaías, en la que los esposos y padrinos dan tres vueltas alrededor de la mesa donde una bandeja contiene las peladillas que los novios arrojarán a los invitados. Éstos responderán arrojándoles pétalos y granos de arroz.


La ceremonia resultó un poco larga y muchos invitados recuerdan el calor sofocante, que obligó a Don Juan Carlos a enjugarse el sudor en varios momentos de la celebración.
En torno a las dos y media de la tarde, los novios y sus invitados llegaban a los jardines del Palacio Real, donde tendría lugar el banquete de bodas para ciento cincuenta invitados. El menú incluía: cóctel de bogavante, suprema de ave a la manera del chef, legumbres, patés helados, ensalada, helado de moka y frutas. El banquete terminó con el tradicional pastel de bodas, con los brindis del Rey Pablo y Don Juan por sus hijos, por España y por Grecia, y con un emotivo discurso del primer ministro Karamanlis en el que consideraba un privilegio el hecho de que su gobierno estuviese asociado al feliz acontecimiento que festejaban; también ponderó las cualidades físicas y morales de Doña Sofía «tan querida de todos los helenos», y de Don Juan Carlos por «haber sabido adquirir la estima y la simpatía de todos nosotros». Vivir para ver. Años después, en 1974, tras la caída del régimen de los Coroneles, el ministro Karamanlis negó su apoyo a la opción monárquica en el referéndum convocado al efecto y él ocupó la Presidencia de la República.


A los postres, en torno a las cinco y veinticinco, Don Juan Carlos y Doña Sofía, en un coche deportivo convenientemente decorado con latas y una naranja atravesada en la antena, se dirigieron al puerto de Torcolimanos, a treinta kilómetros de Atenas, donde les esperaba el «Eros», un yate de lujo que el armador Niarchos había puesto a su disposición durante la primera etapa de su viaje de novios.


Fernando Rayón es autor de «Sofía, biografía de una Reina» y de «La boda de Juan Carlos y Sofía» (Ed. Planeta)

 

 

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