TEXTO:
Benigno Pendás/
Llegó la buena noticia. Desde el punto de vista constitucional,
es el momento oportuno para recordar la célebre frase
de G. Jellinek, el gran jurista alemán del siglo XIX:
«No es el Rey el que hereda la Corona, sino la Corona
la que hereda al Rey». Magia y virtud de la institución:
Don Juan Carlos ha hecho posible la inserción de la
legitimidad dinástica en el esquema positivista del
Estado constitucional. Un auténtico milagro jurídico-político.
El anuncio hecho público ayer es una excelente noticia.
Conviene ahora plantear las cuestiones que suscita en función
de las previsiones sobre la reforma de nuestra norma fundamental.
Dice el artículo 56 de la Constitución, con
notable precisión en el lenguaje, que el Rey es el
Jefe del Estado, «símbolo de su unidad y permanencia».
A continuación, el artículo 57 regula con detalle
la cuestión sucesoria. De acuerdo con su apartado primero,
«la Corona de España es hereditaria en los sucesores
de S. M. Don Juan Carlos I de Borbón, legítimo
heredero de la dinastía histórica». He
aquí un precepto de alta significación histórico-política,
que confirma la plena eficacia de la renuncia formulada por
Don Juan de Borbón, cuyo gesto patriótico y
humano permanece en la memoria colectiva como uno de los actos
más emotivos de la Transición. La sucesión
a la Corona, materia de Derecho público y no mera relación
jurídico-civil, viene determinada según el artículo
que nos ocupa por las reglas siguientes: seguirá el
orden regular de primogenitura y representación, siendo
preferida siempre la línea anterior a las posteriores;
en la misma línea, el grado más próximo
al más remoto; en el mismo grado, el varón a
la mujer y, en el mismo sexo, la persona de más edad
a la de menos. Regula más adelante una hipótesis,
lejana, por fortuna, en las circunstancias actuales: extinguidas
todas las líneas llamadas en Derecho, las Cortes Generales
proveerán a la sucesión «en la forma que
más convenga a los intereses de España».
No plantea problema alguno la formación de «líneas»
a partir del Monarca actual, encabezadas las tres existentes
por cada uno de los hijos de Don Juan Carlos. La previsión
constitucional deriva de la normativa histórica (en
particular, el Código de Partidas del Rey Sabio) y
determina la preferencia de la única línea a
cuyo frente se sitúa un varón, el Príncipe
Don Felipe. Dentro de cada línea, es preferente el
grado más próximo, siempre teniendo en cuenta
el principio de «representación», de manera
que el hijo primogénito del primer sucesor del Rey,
si se diera el caso de premoriencia, excluye a los otros hijos
del Monarca, es decir, a sus tíos. De este modo, el
anunciado descendiente de Don Felipe y Doña Letizia
será desde su nacimiento el segundo en el orden de
sucesión, sólo precedido por el Príncipe
y seguido por la Infanta Doña Elena y por los hijos
de ésta, por la Infanta Doña Cristina y por
los hijos de esta última.
El debate político y jurídico se libra en torno
a la preferencia del varón sobre la mujer; debate que
se complica, como es notorio, en caso de que sea niña
el heredero que esperan los Príncipes de Asturias.
Acerca del Derecho vigente no existe ni debe existir cuestión
polémica de ningún tipo. La Constitución
determina la prioridad de Don Felipe y ningún cambio
puede afectarle. Por ahora, un hipotético hijo varón
tendría prioridad sobre sus hermanos también
varones más jóvenes y sobre las mujeres, sean
mayores o menores. Si hay reforma, una disposición
transitoria o -mejor- un apartado adicional al artículo
57 de la Constitución deberían eliminar cualquier
duda razonable sobre materia tan delicada. Es cuestión
de afinar al máximo la técnica jurídica.
Vamos al tema de fondo. Mucha gente estima que la prioridad
masculina es contraria a la igualdad como valor superior y
principio capital de la Constitución (artículos
1.1 y 14). Exageran unos pocos al mantener que se trata de
una paradójica «norma constitucional inconstitucional».
La idea no es original (procede, como tantas, de la doctrina
alemana) y resulta ser una logomaquia inaceptable para el
buen sentido que debe presidir la aplicación del Derecho.
Otra cosa es que la mentalidad social y la opinión
-más o menos entusiasta- de los partidos y los medios
promuevan una reforma constitucional para establecer la equiparación
plena. El fundamento jurídico-político de la
misma es aceptable, sin duda. La oportunidad y el sentido
de Estado exigen no obstante máxima prudencia y discreción.
Veamos por qué.
La opción constituyente en favor de la Monarquía
parlamentaria como forma política del Estado (artículo
1.3) es motivo primordial en el éxito de la España
constitucional. La intención de «blindar»
la regulación de la Corona junto con el resto de las
decisiones nucleares (soberanía nacional, Estado autonómico,
derechos fundamentales) lleva a la Constitución a establecer
un procedimiento de máxima rigidez para la reforma
de sus elementos sustanciales, incluido el título II,
bajo el epígrafe «De la Corona». El procedimiento,
regulado por el artículo 168, exige -como es sabido-
mayoría de dos tercios en Congreso y Senado; disolución
«inmediata» de las Cortes; aprobación por
igual mayoría cualificada en las nuevas Cámaras;
en fin, referéndum (obligatorio y con resultado vinculante)
para su ratificación. La aplicación de este
procedimiento es ineludible: el respeto al ordenamiento jurídico
exige descartar ocurrencias sin fundamento como la posibilidad
de regular estos asuntos por medio de ley orgánica
y evitar así el trámite engorroso. No sólo
sería contrario a la Constitución; supondría
también la creación de un precedente peligroso,
al colocar a la Monarquía bajo la influencia de mayorías
coyunturales. La responsabilidad institucional y el interés
general exigen que se valore cuidadosamente la conveniencia
de poner en marcha un mecanismo que desemboca, se supone que
dentro de varios años, en una expresión específica
y sin matices de la voluntad popular.
La legitimidad incuestionable de la Monarquía actual
deriva de una mezcla singular de razones y de sentimientos
que, como es frecuente en tales casos, no es fácil
de traducir en términos jurídico-positivos.
Tampoco sería aceptable incorporar esta hipotética
reforma (socialmente aceptada, insisto) a otras alteraciones
constitucionales concernientes a la organización territorial,
que podrían romper el consenso, tal vez frágil,
todavía existente en la sociedad española sobre
el Estado de las Autonomías. La política es
un saber prudencial y no admite argumentos abstractos que
desconozcan el contexto, en el espacio y en el tiempo. Buen
motivo para la reflexión sosegada en este día
tan alegre para la Familia Real y para millones de ciudadanos
que compartimos el proyecto sugestivo de convivencia que nos
ofrece la España constitucional.
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