«Siempre en nuestra memoria», el homenaje a las víctimas del 11-M


MARÍA ISABEL SERRANO/

Ya no están en este mundo. Su vida, la de 192 personas, quedó truncada la trágica mañana del 11 de marzo. Pero sí estuvieron ayer en el ambiente y en el corazón de los miles de madrileños que acudieron a ver el paso de los Príncipes de Asturias por el Bosque de los Ausentes, en el centro de la glorieta de Atocha, pocos minutos después de haberse convertido en marido y mujer.

El lugar que recuerda la masacre terrorista, un bosque artificial plagado de 192 cipreses y olivos, fue uno de los puntos más emotivos del trayecto, en coche, de los novios. Don Felipe y Doña Letizia habían dispuesto que se colocara, en ese bosque, una corona de flores. Allí quedó depositada, a eso de las ocho de la mañana, por miembros de la Guardia Real. La corona, de rosas blancas, lucía dos bandas, una azul y otra con los colores rojo y gualda de la bandera española. Y una leyenda: «Siempre en nuestra memoria. Felipe y Letizia».

La alegría de vivir

Desde primeras horas de la mañana, y bajo una lluvia torrencial, madrileños y turistas que sabían muy bien en qué lugar se encontraban, decidieron apostar por esa máxima que tanto utilizaron los psicólogos tras los atentados del 11-M: la mejor venganza es la alegría de vivir.

Y todos se alegraron, aplaudieron y vitorearon a los recién casados cuando a las doce y media de la mañana atravesaron el Bosque de los Ausentes en su Rolls Royce. Más de uno mantenía la esperanza de que los Príncipes de Asturias se bajaran del vehículo, pero ni el tiempo ni el retraso que ya acumulaba toda la ceremonia, lo recomendaban.

Antonio y Sagrario estaban en Atocha. Calados hasta los huesos, como el resto de los mortales allí congregados, comentaron que acababan de encender varias velas en el mausoleo de la estación, «porque aquí perdió la vida una vecina nuestra, joven, que deja esposo y una hijita».

Mujeres, hombres y niños, de Madrid, de toda España y del extranjero, no paraban de tirar fotos a los nuevos esposos y al decorado. Peggy, una peruana que vendía claveles, tuvo un mal día. «Con sujetar los paraguas, ya tiene el público bastante», se quejaba.

Andrea Palmero y Elena Poyatos, de siete años, se mojaron poco. Sus padres las subieron, a eso de las diez de la mañana, al templete de un quiosco de periódicos junto al Jardín Botánico. «¡Oh, qué guapa está Letizia!», se decían las pequeñas mientras se daban un par de codazos