Miles
de madrileños acompañaron a los Príncipes durante
el cortejo
MANUEL DE LA FUENTE/
Madrid
se despertó de altos vuelos, con el trinar de unos pájaros
muy especiales, unos pájaros de muy buen agüero, los helicópteros
de la Policía que desde primerísima hora de la mañana
sobrevolaban la ciudad, una ciudad vestida de gala de los pies a la
cabeza para asistir al enlace de Don Felipe y Doña Letizia. Miles
de agentes (para mí que hasta los becarios) cubrían el
recorrido al que sólo asistió una invitada no deseada,
una convidada de piedra (y de granizo): la lluvia, desoladoramente puntual,
porque al filo de las once comenzaba el diluvio.
Antes,
bastante antes, desde las ocho ya había gente ilusionada esperando
la hora, la gran hora del gran día. En Cibeles, el espabilado
más madrugador del día hacía caja: diez euros la
bandera de España grande, y cinco la banderita con los rostros
grabados de los novios. Se las quitaban de las manos, aunque muchos
ciudadanos las traían puestas de casa, como cuando ganaba el
Madrid.
Caladitos
hasta los huesos
En
las calles aledañas a la Gran Vía los detectores de metales
cantaban las cuarenta. Al uno le pitaba la hebilla del cinturón,
al otro el zippo, al de más allá el llavero del Atleti,
y a doña Adela (ochenta y ocho años, de Móstoles)
toda la bisutería. En las filas que se formaron reinaba, no obstante,
el buen humor: te pita la prótesis, Mariano. Estólidos
bajo la lluvia, los agentes mantenían el tipo, caladitos hasta
los huesos. En las cercanías del Palacio Real un par de tenderetes
mostraban sus tesoros entre chaparrón y chaparrón: llaveros,
dedales, estampitas, fotos enmarcadas, pastilleros y hasta gafas de
sol (¡qué ironía!) conmemorativas del enlace. A
tres euros la pieza.
Poco
después de las diez y media adentrarse en El Corte Inglés
era un lujazo, porque cada cliente (no crean, los había) tocaba
a dos ó tres dependientes por cabeza. Carmen, veintiséis
años, se probaba unos zapatos con toda la tranquilidad y la parsimonia
del mundo. «Sí, claro que me voy a acercar a la Gran Vía,
pero hay tiempo». Comercios abiertos, pero comercios vacíos.
La calle del Arenal, sin coches, desconocida. Como Mayor, como la Puerta
del Sol. Pero el invento del día es el chubasquero, que se cotiza
a dos euros la pieza. En apenas un cuarto de hora, medio Madrid ya tiene
su chubasquero, y además de colores, del rosa al amarillo. Ya
nadie se acuerda de los abanicos (feos como los nubarrones que van y
vienen), pero Mamen y Marijose lo tienen claro: «Hemos cogido
para todas las vecinas».
En
el Rodilla de Callao muchos ciudadanos toman provisiones. No es, desde
luego, un menú de Adriá y Arzak, ni siquiera la consabida
ternera de boda, pero un sandwich de ensaladilla no es ninguna broma.
Y como en todas las historias que últimamente se cuecen en los
Madriles no podían faltar los chinos, bueno, las chinas, las
chinas y sus paraguas. El precio oscila entre los tres euros y los cinco,
según arrecie la lluvia. La gente, empapada, sigue esperando,
aunque otros, más astutos, ven la ceremonia en la tele de cualquier
bar y sólo cuando ha terminado se echan a la calle.
«Eso
es una boda y no la tuya» bromean los camareros con algún
cliente. Los cines de la Gran Vía se han convertido en el mejor
refugio para continuar a la espera. Bajo el diluvio. «La culpa
es de Gallardón -comentan dos chicas- con lo que le gustan las
grandes obras, tenía que haber cubierto todo el recorrido».
Van a pelo, ni chubasquero, ni gorrito, ni paraguas. Crece la impaciencia,
pero no hay aglomeraciones insufribles (pobres carteristas), y todos
señalan con el dedo: la culpa la tiene el aguacero. Dos truenos
rompen el bullicio de la ciudadanía. Pero por mucho que los madrileños
miren al cielo, el cielo sigue en sus trece, agua va. Miradas impacientes
al reloj, tic-tac, tic-tac, muchas miradas impacientes al reloj hasta
que un murmullo, poco a poco un clamor, asciende desde la Plaza de España:
¡Ya vienen, ya vienen!. Las Harley de la Guardia Real abren paso.
Y los policías, probablemente los que más se han ganado
el sueldo en este sábado que para tantos es de gloria, son, curiosamente,
quienes se lo pierden. No pueden dejar de mirar al gentío.
El
Rolls, bajo el diluvio pasa más deprisa de lo que muchos habrían
deseado, pero eso no impide el estallido de los aplausos, de los ¡Vivan
los novios!, los ¡Guapos!, incluso algún ¡Viva la
Leti! Pero éste es un viaje de ida y vuelta y la gente lo sabe
y nadie se mueve de su sitio, en unos minutos volverán, y quién
sabe si un poquito más despacio. «Lo habríamos visto
mejor en casa, por la tele», comenta una señora de mediana
edad. «No es igual, Pilar», le dice una amiga. «Además,
yo lo he dejado grabando». Pero es cierto, a la vuelta, mientras
asoman los primeros rayos de sol, todo es más pausado, más
cálido, más emocionante.
Muchos
deciden intentar acercarse hasta Palacio, quieren ver a Don Felipe y
Doña Letizia asomarse al balcón, según ellos ése
será el momento estelar del día. Pero otros, muchos otros,
muchísimos otros, ya se les han adelantado. Y llegan los novios,
y se asoman al balcón y «¡Que se besen, que se besen,
que se besen!». Por esas cosas de la Villa y Corte, a esa misma
hora, en ese mismo minuto, la M-30 era, en dirección norte, un
monumental atasco. Pero el madrileño es un pueblo al que de vez
en cuando le gusta hacer historia, y ayer la hizo. Y miles y miles quisieron
ser protagonistas directos, personajes principales. Y lo fueron, vaya
si lo fueron, aunque desde luego no lloviera a gusto de todos, bueno,
realmente, a gusto de nadie.
Ración
de alegría
El
sábado, 22 de mayo, Madrid se fue de boda. A pie de calle, también
se pasó por la vicaría. Y como decía una pancarta:
«Queremos un principito». Pero eso sí que es otra
historia. Una ración de alegría que esta ciudad se merecía
desde hace tiempo, la porción de la tarta de la vida que nos
tocaba saborear. Una porción algo aguada, pero igual de sabrosa.
Madrid, en un sábado de mayo, paladeó la felicidad. El
diluvio quiso aguarnos la fiesta, pero los corazones se mantuvieron
más blancos y radiantes que nunca. Empapada, Madrid, estuvo de
cine, pero, sobre todo, estuvo de cuento.
Y
fueron felices...