Recorrido
por el corazón de un Madrid bañado en agua y entrega
VIRGINIA RÓDENAS/
Nubes
de novia, trenzadas con gypsophilas paniculatas abrazaban las farolas
de Bailén y nubarrones certeza de aguacero se cernían
sobre el Palacio Real de Madrid.
La climatología cumplía con las predicciones y la Virgen
de la Cueva -¡quién le habría cantado!- tendía
su manto sobre el escenario de la Boda Real.Tibia la temperatura, el
viento agitaba las cintas plateadas con que se había adornado
la calle. Llovía, y mucho, desde primeras horas de la mañana
en la Plaza de Oriente, en donde cientos de madrileños aguardaban
desde el alba, sino es que habían pernoctado allí, para
poder ver a los reales novios y a los invitados al enlace. Ortega decía
que en Castilla llueve de abajo arriba: ayer jarreaba por todas partes
y los adornos con que el decorador Pascua Ortega había enlucido
el recorrido, chorreaban.
Pero
si alguien pensó que el chaparrón iba a amedrentar a los
habitantes de la capital anduvo muy equivocado. Cuando a la una y cinco
de la tarde los Príncipes de Asturias emprendían su camino
al corazón entregado de Madrid abordo del Rolls-Royce modelo
Phantom IV, cubierto con una capota traslúcida para que todos
pudiéramos ver a los flamantes esposos, un «¡viva
los novios!» -menos cortesano, pero más castizo, que el
¡vivan los Príncipes!-, jaleado por aplausos, resonó
en la Plaza de Oriente. Los madrileños hacían malabarismos
con los paraguas para dar palmas.
Seis
kilómetros de recorrido para un día letífico. Más
de 5.000 vallas protectoras, vestidas con telas rosas y el logotipo
«M Mayo 2004» marcaban el camino. Había explicado
el creador del símbolo, Jacobo Pérez-Enciso, que era «el
logo de la primavera y del mes de mayo con que se rendía homenaje
a Madrid, a la letra «bodoni» y a los Reyes».
A
la una y siete minutos, el Rolls en el que viajaba el heredero de la
Corona y su esposa, escoltado por guardias reales motorizados sobre
Harley Davison de 1.340 cc, llegaban a la Plaza de España desde
donde el cortejo emprendería la subida hacia la Gran Vía
y el «Madrid contemporáneo», ideado por Tomás
Alía, se abría ante sus ojos. Esta visión había
hecho brotar de las farolas espirales de plata y rosa coronadas con
cestas de flores. Al llegar a la plaza del Callao, el «Giro inesperado»
que brinda el gran cine hace volver la cabeza hacia los músicos
de la Canal Street Jazz Band, el grupo de jazz más antiguo de
España. y seguir camino hacia la Red de San Luis donde el guitarrista
Gerardo Núñez arranca notas de fusión. «In
lovin´ it» saluda a los Príncipes el rótulo
de una hamburguesería y los aplausos se multiplican camino de
la calle de Alcalá donde, casi a orillas de la diosa Cibeles,
coraceros y lanceros de la Guardia Real sustituyen a la escolta motorizada.
Pífanos y tambores, gallardetes de plata y rosa reciben a los
novios en el «Madrid romántico» de las decoradoras
Inés Urquijo y Belén Arroyo.
El
aguacero deshace los abanicos y los vecinos de la Villa que se agolpan
en las vallas optan por agitar los paraguas. Hay quien corre, tras el
parapeto de seguridad, siguiendo la marcha del coche que, después
de bordear la fuente de la Cibeles, alcanza el paseo del Prado, corazón
del arte, donde la Real Cámara interpreta piezas barrocas de
Bocherini.
Y
del Madrid ilustrado, que despide a Don Felipe y a Doña Letizia
con la marcha nupcial de Mendelson que sale de un carrillón,
a la Glorieta de Carlos V. Al fin, Atocha herida sobre la que se levanta
el «Bosque de los Ausentes» con la corona que los flamantes
esposos han hecho llevar a primeras horas del día: «Siempre
en nuestra memoria, Felipe y Leticia». Y los Príncipes
miran desde el coche los 192 cipreses y olivos, sobre lirios blancos
y azucenas. Los ¡vivas! a la pareja real, en el recodo de la glorieta
con la Cuesta de Moyano, se ahogan por el chaparrón. Más
adelante, la pena enciende velas en el lucernario de la estación.
A
partir de la antigua gasolinera Rivelsa, en el ángulo del paseo
de Infanta Isabel con la avenida Ciudad de Barcelona, una lona con pinturas
de Antoni López invita a ver la ciudad desde el cerro del Tío
Pío y desde la moderna Capitán Haya. Colgaduras rosas,
ocres y plateadas que simulan los colores de la primavera plena de Madrid
dan luz, como antes lo hicieron los cielos pintados de Goya y Velázquez
que han tapado los edificios en obras.
Desde
este punto y hasta la Real Basílica de Atocha escoltan el recorrido
cuatro secciones del Ejército de Tierra, Armada, Ejército
del Aire y Guardia Civil. Los novios llegan al templo y tienen que acceder
por la puerta lateral, resguardada del diluvio.
A
las dos de la tarde, los novios salen de la Basílica. La lluvia
amaina y emprenden el regreso al Palacio Real por el mimo camino.
Allí,
en torno a la Plaza de la Armería, el gentío sigue esperando.
Irrumpe en aplausos a la llegada de los novios y, luego, mira fijamente
al balcón del comedor de diario del Palacio, engalanado con el
escudo de armas de Don Felipe, donde al cabo de unos minutos aparecen
los Príncipe de Asturias para, después de saludar al pueblo,
abrazarse. Tras ellos, Sus Majestades los Reyes y el resto de la Familia,
salen acompañados de los padres de la novia. El público
aplaude a rabiar. Había sido recompensada la paciencia y el deseo
de miles de madrileños pasados por agua.