Las
joyas de "pasar" -pág 2-
por Fernando Rayón
Reina
enamorada de las joyas
El
gusto de la Reina Victoria Eugenia por las joyas era proverbial. Se
cuenta que alguna vez que se encontraba en cama, indispuesta, se hacía
llevar al lecho parte de su colección y se la mostraba a sus
damas de compañía. Sabiéndolo sus parientes, súbditos
y conocidos, fueron innumerables las adquisiciones efectuadas a lo largo
del reinado, hasta 1931, posibilitando a la soberana disponer de un
guardajoyas soberbio. Victoria Eugenia compró joyas directamente
en establecimientos, tanto españoles Ansorena, Mellerio,
Sanz, Presmanes (Santander), Munoa (San Sebastián) como
extranjeros, de entre los que destacaron los parisinos Cartier, Chaumet,
Van Cleef, Bulgari, etc.
En la Exposición de Otoño de San Sebastián, de
1919, con sede en el donostiarra Hotel María Cristina, el célebre
Louis Cartier ofreció en venta a Don Alfonso XIII un enorme zafiro,
de 478 quilates, con 95 gramos de peso, encontrado en Ceilán,
procedente de la colección del conde Branicki, que gustó
al Rey, mas, al enterarse de su precio (1.275.000 francos de la época)
contestó: «Sólo los nuevos ricos pueden permitirse
un lujo como este. Nosotros, los reyes, somos los nuevos pobres».
El zafiro fue adquirido dos años después por otro Rey,
Fernando de Rumania, casado con una prima hermana de Victoria Eugenia,
la Reina María, de quien lo heredó el Rey Miguel, que
lo vendió, se dice, a un personaje griego que lo adquirió
para la Reina Federica de Grecia.
Un
tesoro en peligro
Al
advenimiento de la República en 1931, las joyas de la Reina abandonaron
junto a ella España, mientras que otras muchas propiedades particulares
suyas pinturas, un piano, vajillas- lo hicieron en verano de 1934,
en una operación en la que intervino el consulado británico
en Madrid. Victoria Eugenia no sólo puso a buen recaudo su colección
de alhajas, sino que se ocupó de hacer llegar al Rey las de su
difunta madre, que Don Alfonso no pudo llevar consigo en su precipitada
huida de España desde Cartagena. La propia Reina se lo contó
a Marino Gómez -Santos: «Las joyas las tenía yo
en mi cuarto y podía disponer de ellas en cualquier momento;
pero debía recoger las de la Reina Cristina, que el Rey me había
encargado que las sacase, y había que hacerlo durante la noche
aquella. Yo misma las llevé a París para entregárselas».
Ya en el exilio, la Reina, a la que, como hemos dicho, le gustaba modificar
el aspecto de ciertas joyas de su colección, hizo desmontar la
pequeña corona que recibiera como regalo de bodas de su marido,
pues, según nos comentó su hija, la Infanta Cristina,
era una pieza incómoda por su peso y por la dificultad que entrañaba
su sujeción a la regia testa. Por otra parte, estaba pasada de
moda y resultaba claramente inapropiada en una soberana en el exilio.
Con sus brillantes se fabricaron dos pulseras, que la Reina hizo «pasar»
testamentariamente a su hijo Don Juan, y que hoy posee la Reina Doña
Sofía.
El que fue Ministro de Hacienda de Franco, don José Larraz, redactó
un primer testamento por encargo de la Reina Victoria, que lo designó
albacea testamentario.
Las
ocho joyas que «pasan»
La soberana falleció en Suiza el 15 de abril de 1969; había
realizado testamento ológrafo en Lausana, el 29 de junio de 1963,
al que acompañaban dos especies de codicilos, también
ológrafos, en papel timbrado de Vieille Fontaine vieja
Fuente y no Villa Fontaine, como algunos, equivocadamente, la
denominan, en uno de los cuáles hacía referencia expresa
a sus joyas: «Las alhajas que recibí en usufructo del Rey
Don Alfonso XIII y de la Infanta Isabel, que son:
Una diadema de brillantes con tres flores de lis.
El collar de chatones más grande.
El collar con 37 perlas grandes.
Un broche de brillantes del cual cuelga una perla en forma de
pera llamada «La Peregrina».
Un par de pendientes con un brillante grueso y brillantes alrededor.
Dos pulseras iguales de brillantes.
Cuatro hilos de perlas grandes.
Un broche con perla grande gris pálido, rodeada de brillantes,
y del cual cuelga una perla en forma de pera. Desearía, si es
posible, se adjudicasen a mi hijo Don Juan, rogando a éste que
las transmita a mi nieto Don Juan Carlos. El resto de mis alhajas que
se repartan entre mis dos hijas».
El citado codicilo resultaba legalmente discutible porque alteraba el
sistema de legítimas imperante en el ordenamiento español,
por lo que Larraz renunció a ejercer de albacea -aunque asesoró
a Luis Martínez de Irujo, que sí admitió ejercer
ese cargo-, y provocó un terremoto en el reparto de la herencia
de la Soberana, según declaró don Mariano Robles Romero-Robledo,
abogado español presente en la residencia de la difunta al hacerse
público el contenido de su testamento, y que acudió en
calidad de asesor legal del Infante Don Jaime. Y no tanto porque algunas
de sus más preciadas alhajas quedaran al margen del reparto -luego
nos detendremos en esas piezas que Doña Victoria afirma recibió
en usufructo-, sino más bien por la coletilla final de que el
resto de las joyas fueran para sus hijas. Es sabido que también
Don Jaime y Don Juan recibieron piezas de notable importancia de su
madre, por lo que las voluntades de ésta no fueron estrictamente
respetadas ante las diferencias surgidas entre sus herederos.
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