Música
Pep Laguarda & Tapinería
Por Iván López navavrro

El misterio amplía los límites de muchas obras, se retroalimenta, dispara la sugestión y puede llegar a decir más de nosotros mismos que del misterioso sujeto en sí. Ese intocable y siempre virginal enigma es algo que puede hinchar superfluamente una obra o engrandecerla más.

El enigmático Brossa D’Ahir (1977) de Pep Laguarda y Tapineria pertenece al segundo grupo. Gracias a esta reedición en vinilo del sello italiano Mandrax -que se añade a una anterior del sello Discmedi, pero solamente disponible en formato digital-, por fin podemos acceder en vinilo a una obra por la que hasta ahora se pagaban desmedidas cifras en el mercado de segunda mano. Es el único disco publicado por Pep Laguarda junto a Tapineria, grupo que formaban Garri Campanillo, Joan Mari, Viven y Pinet, en aquella Mallorca donde miembros de Soft Machine y Gong se recreaban expandiendo el tiempo, para después perderlo plácidamente. Grabó otro en 1979, Plexison Impermeable, editado por Edigsa, pero que por extrañas razones nunca vio la luz.

FOLK DE CATACUMBAS.

Tapineria -cuyo nombre hacía referencia a la calle donde residía el músico valenciano en la capital del Turia- fue fundado por Laguarda tras varios años operando como cantautor folk en las catacumbas, y tras sumilitancia en aquella escena del rock layetano, pródigo en manufacturar sinfónicos y masturbatorios ladrillos durante los setenta. Brossa D’Ahir fue grabado en los estudios Banana Moon Observatory que el afamado e internacional visionario Daevid Allen poseía en la azotea de su casa en Deia, Mallorca. Un sencillo cuatro pistas comandado con juguetona lucidez, que capturó tiempo y espacio, fotografió en profundidad unas canciones expansivas pero plácidas y resonantes. El misterio y la magia que las conducen agradézcanselo ustedes a Daevid Allen.

TONO CREPUSCULAR.

A pesar de referentes de fácil localización como es el caso de Nick Drake, Pau Riba (que colaboró en este disco),oMúsica Dispersa, el álbum de Tapineria posee ese hálito crepuscular que se resiste ante el inevitable cambio de época y de espíritu, lo que le encauza por el resbaladizo sendero del outsider. En su aguda estructura, de seis a siete minutos -duración que adquiere tintes conceptuales debido a esa golosa parsimonia- convergen guitarras, harmónicas y violín. Pero también las grabaciones de campo amplían la atmósfera de unas tiernas composiciones que no sólo denotan estar muy pensadas, sino ensayadas hasta la extenuación; porque, a pesar de su abierta y aparentemente libre estructura, todo aquí esta meditado.

Mención aparte merece la «suspendida» producción de Daevid Allen, donde la naturaleza no sólo aparece mediante arreglos añadidos, sino que transpira y cierra el círculo de tan misterioso artefacto. Refundador de una huérfana psicodelia mediterránea tocada por la inocencia, y solitario epígono soleado del más naif folk británico de los años sesenta, Laguarda grabó un disco que justifica su culto sin coartada historicista. De eso no hay necesidad en este caso.