Internacional
Obama. El cambio llega a EE.UU

Desde 1933, todos los presidentes de Estados Unidos empiezan a medirse por el listón de sus primeros cien días en la Casa Blanca. El 4 de marzo de aquel año, Franklin Delano Roosevelt tomó las riendas de un país sumido en la Gran Depresión y en un mundo donde el autoritarismo parecía tener bastante más proyección que los valores democráticos. Para mediados de junio, después de tres meses de actividad y protagonismo sin precedentes en Washington, dieciséis grandes reformas legislativas habían conferido al gobierno federal el poder de regular la banca y Wall Street, determinar el valor oro del dólar, prescribir salarios y precios, facilitar subsidios agrarios y ayudas a un 20 por ciento de parados, dedicar una masiva inversión a infraestructura y facilitar los medios para restaurar la normal circulación del dinero y la capacidad de crédito.


Esos mismos cien días, con su correspondiente dosis de expectativas disparadas y comparaciones inevitables, empezarán a contar a partir del próximo 20 de enero desde las escalinatas de la sede del Congreso, convertidas para la solemne ocasión en el "circus maximus" de la política de Estados Unidos. Justo a partir del momento, en torno al mediodía, en el que Barack Obama recite el juramento prescrito por la Constitución para convertirse en el 44 presidente de los Estados Unidos.
Las autoridades, a la vista del poder de convocatoria demostrado por Obama durante los dos últimos años de su vertiginosa carrera política, anticipan una multitud de más de cuatro millones de personas. El Ayuntamiento de Washington ha llegado a suspender las limitaciones para convertir hogares privados en pensiones temporales, y poder acoger así a todo el público que desea asistir a la entrada del primer afroamericano en un linaje de poder monopolizado por blancos anglosajones y en un país donde no hace tanto tiempo muchos negros no podían ejercer el derecho básico al voto.
A partir de ese momento de ceremonia apoteósica —y con tan solo un 10 por ciento de estadounidenses satisfechos con la dirección del país— la Administración Obama se enfrentará al riesgo de una grave crisis internacional, una catastrófica recesión económica y todo un cúmulo de promesas electorales matizadas por el pragmatismo. Con el agravante de que la exclusividad y el dedicarse a un solo problema no es lujo al alcance de los ocupantes del despacho oval.
De todos los frentes abiertos y previsibles, la recesión que sufre la mayor economía del mundo desde hace un año va a ser la cuestión central del desembarco de Barack Obama en la Casa Blanca. Con promesas de una intervención urgentemente necesitada, el nuevo gobierno de Estados Unidos se propone lanzar un ambicioso programa de inversiones públicas, empezando por reparar envejecidas infraestructuras como carreteras y puentes. Pero también con la posibilidad de ir más allá del cemento y respaldar proyectos tecnológicos.


Pese a la sangría de números rojos acumulados desde los superávit presupuestarios de la era Clinton hasta los actuales 10 billones de deuda nacional, eminentes economistas —desde Kenneth Rogoff, el profesor de Harvard y asesor de McCain, hasta el premio Nobel Joseph Stiglitz— insisten en que para darle la vuelta a la crisis haría falta un esfuerzo presupuestario estimado en un millón de millones de dólares. Irónicamente, al comienzo de su campaña presidencial, Obama hablaba de un paquete de estímulo de 50.000 millones de dólares. Cifra que conforme se acercaron las elecciones subió a 175.000 millones de dólares, y que durante la transición ha quedado situada en torno a los 700.000 millones de dólares para salir de la «trampa de liquidez» donde ha caído la economía de Estados Unidos.
En el frente internacional, la Administración Obama se enfrenta a dos promesas electorales muy difíciles de cumplir: una retirada militar de Irak en el plazo de 16 meses y el cierre de Guantánamo. Según los especialistas del Pentágono, sacar todo el equipo y todas las tropas del teatro de operaciones iraquí en ese plazo es «físicamente imposible». Además de las dudas de cómo van a perdurar los éxitos de seguridad logrados con los refuerzos enviados por la Administración Bush cuando empiecen a marcharse a casa las 14 brigadas de combate actualmente comprometidas por Estados Unidos. Sin olvidar el deseo de enviar cuanto antes refuerzos a Afganistán.
El cierre de Guantánamo en 2009 también va ser una de esas cosas mucho más fáciles de decir que de hacer. Entre los 250 reclusos actuales, existen evidencias para procesar a entre 60 y 80 por crímenes de guerra. Otro medio centenar podrían haber salido ya pero sus vidas corren peligro en caso de ser repatriados a sus países de origen. El centenar restante son considerados como peligrosos pero sin evidencias suficientes como para ser enjuiciados. Puzzle que solamente podrá ser superado si el presidente Obama logra entenderse con sus aliados internacionales y el Congreso de Estados Unidos.
En este sentido, conviene matizar que el triunfo del Partido Demócrata en las elecciones del 4 de noviembre no supone el «final de la historia» en el juego político de Washington. Ya que los demócratas, aunque controlan la Casa Blanca y ambas Cámaras del Congreso, no han llegado hasta el decisivo listón de 60 escaños en el Senado. Lo que deja abierta la posibilidad para que los republicanos se organicen y bloqueen desde la Cámara Alta toda clase de iniciativas con tácticas que en la jerga parlamentaria de Estados Unidos se conocen como filibusterismo.


Tampoco resulta descabellado pensar que el presidente Obama se tendrá que enfrentar en los próximos meses a una dramática crisis internacional. Con previsiones de un atentado con armas no convencionales en algún lugar del mundo en los próximos cinco años. Con un Pakistán que ha logrado la «proeza» de superar a Corea del Norte en la lista de países más peligrosos del mundo. Y el riesgo desestabilizador de que Irán logre durante 2009 producir su primera bomba nuclear. Aunque, a pesar de todo, Barack Obama no deja de insistir en que a partir del 20 de enero comenzará «un nuevo amanecer del liderazgo de Estados Unidos para superar los retos del siglo XXI».