El sueño americano

 

Hotel Tokyo

Chicago, Illinois, 5 de noviembre, 2008

Era el primer martes después del primer lunes de noviembre. Era ayer, hace una eternidad, por tanto. Porque el exceso de emociones satura el hipocampo. Se trata de uno de los territorios más arcaicos del cerebro, y los mozos de cuerda encargados de trasladar los fardos de memoria al neocórtex estaban cansados. Según los atlas de memoria de este universo en expansión (no en todos los cerebros: los creacionistas y el ala dura del partido republicano reman a contracorriente de la historia), esa “corteza nueva” es la materia gris que cubre el hipocampo. Ahí almacenamos la memoria más preciosa, la que queremos que nos acompañe mientras vivamos (mientras sigamos reconociéndonos en el espejo, y reconociendo a quienes nos rodean). Pero no son compartimentos estancos, ni espacios acotados. Se trata del mismo hotel. Aquí no hay donde clavar los banderines de golf que a los nacionalistas les sirven para abarcar con un golpe de vista la alegría de las fronteras, dónde hay que levantar los muros, tender las alambradas de concertina, plantar las garitas para la aduana: hasta dónde llega lo nuestro, dónde termina la provincia de los otros.


Era el primer martes, etcétera (el cansancio también hace que la sintaxis se engolfe en los bucles cerebrales, en una cinta continúa y narcisista), y mientras la gente votaba “en masa”, un policía blanco con trazas de armario de dos puertas y cerebro binario, plantado en una esquina de la Avenida de Madison, al norte del río Chicago, vigilaba con el rabillo del ojo a un “homeless” que rebuscaba en la basura y apuraba los vasos de plástico con que los americanos apuran el tiempo bebiendo furiosamente por la calle la infusión del desayuno, el refresco de la tarde. Era un tipo espigado, delgado a fuerza de privaciones, de largos huesos con genealogía somalí, ruandeesa o acaso etíope, tal vez descendiente de esclavos. Un verdadero náufrago urbano, más solo que si fuera Viernes en una isla del Pacífico. Solo y sin agarraderas ni antenas políticas para captar el mensaje que Obama iba a lanzar a los cuatro vientos esa misma noche desde un parque no muy alejado de esta intersección de Chicago donde un policía bien afeitado y un hombre acostumbrado a vivir en la calle servían de contraste a los titulares que al día siguiente iban a proclamar que Estados Unidos había abrazado “el cambio”, una brújula, un sextante digno de una borrachera de historia, de una conmoción.


Era esta mañana. Hace ya una eternidad. El tiempo no es que vuele, es que se ha vuelto impalpable, inexistente, por eso no puedo irme a dormir sin volcar en este cuaderno virtual la fe de carbonero de las palabras como fabricantes de realidad o, más modestamente, de escribano que lucha para que al menos quede un rastro de tinta (aunque sea ficticia) contra la trituradora del tiempo, nuestra parca con aspirador cerebral. En el hotel no vendían el “New York Times”, y cuando me sugirieron el supermercado de la esquina y comprobé que el gran mostrador de periódicos había sido literalmente saqueado a las nueve de la mañana, me entró el pánico. No podía dejar de desayunarme con el “Times”, y menos al día siguiente de una “jornada histórica”. El periódico me era imprescindible no sólo para comprobar que la emoción del martes por la noche en el parque Grant no había sido una ilusión colectiva, sino sobre todo para ver cómo le daban sentido a lo ocurrido, cómo relataban la historia en marcha, cómo explicaban que el relato de Obama se hubiera convertido en una narración compartida, inteligible, irresistible banderín de enganche nacional (con grandes lagunas en los estados más racistas del sur, que fueron los que le dieron el triunfo a McCain, no lo olvidemos) e internacional. Y leer con una especie de alivio cobarde que no habíamos llegado tan lejos en nuestras apreciaciones como ello, que en más de un caso se habían atrevido a arrojarse en en brazos de hipérboles tan literarias como que América se había despertado un país distinto. La exageración nos reconforta: a los periodistas, a los lectores de periódicos, y aún más a los que sentados ante el televisor sienten que están contemplando la historia en directo. “Casi ná”. Pero así las gasta “la democracia en América” desde que Alexis de Toqueville la visitó con ojos que no se compran en ninguna óptica ni universidad.


Desde que llegué a Chicago, hace exactamente una glaciación (tres días) trato infructuosamente de recordar el restaurante donde cené en 1992 (el verano de la muerte de Camarón de la Isla, de los Juegos Olímpicos de Barcelona, del bombardeo de la biblioteca nacional de Sarajevo), un favorito de Frank Sinatra (quizás el Green Mills Lounge, me dice internet al oído, pero ni el hipocampo ni el neocórtex sienten el menor destello), donde los camareros no consiguieron disuadirme de que esa misma noche me fuera a un club de jazz en plena zona de guerra del South Side. Pero sí lograron que tomara precauciones: al taxista que se atrevió a llevarme hasta el local en una manzana que, ciertamente, parecía haber sido bombardeada, con solares convertidos en escombreras, edificios a medio reventar o con las ventanas tapiadas por maderas ennegrecidas, y tipos sospechosos rondando entre las farolas tuertas, expertos en oler el miedo en los hombros y las piernas de la gente, le pedí que volviera a recogerme al cabo de dos horas. Era un tipo compasivo. Pero se presentó en lo mejor de la noche, a la una de la madrugada, cuando los viejos “bluesman” negros y los aficionados blancos que esperaban sentados en las mesas abrazados a sus guitarras a que fueran convocados al altar de la música, habían empezado a trabar conocimiento y amistad, a improvisar como diablos en estado de gracia, y yo no estaba dispuesto a perderme aquello por un maldito miedo a ser desvalijado, o algo peor. Le di las gracias, le pagué la carrera de vacío y me volví al local hasta que se acabó la música y echaron el cierre.


Cuando me vi en la calle, solo, me entró un pánico muy distinto al de esta mañana. Por cierto, acabé encontrando un “Times” en uno de esos expendedores que son un ejemplo de confianza en la honradez inherente a los lectores de periódicos: se introducen las monedas por la ranura, se tira de la portezuela y uno se lleva su ejemplar: el mío era el penúltimo, descontado el de la escotilla de reclamo, con pliegues que desfiguraban la belleza de la nueva primera dama, con su atrevido vestido rojo y negro. Pregunté dónde podía pillar un taxi a esa hora intempestiva de la madrugada en aquella parte devastada del South Side, abruptamente despertado de un sueño donde negros y blancos hacían música juntos y demostraban que era posible llegar lejos embarcados en un esquife llamado blues, y un alma cándida se compadeció. Tuve que recorrer varias manzanas sin resuello, con el sudor frío que gastamos los miedicas hasta dar con una avenida en la que el tráfico era caudaloso. Allí acabé dando con un taxi libre que me depositó sano y salvo, sin un rasguño, y con la cartera íntegra, a la puerta del hotel Tokio, que para mi sorpresa se encuentra a un tiro de piedra de este Double Tree donde escribo la noche del 5 de noviembre para despedirme de Chicago, en el mismísimo “lobby”, porque en la habitación no hay “wi-fi”, sólo una conexión a la red lenta como cuando hacíamos llamadas por operadora: una agonía, como saben todos los que se desesperan cuando el ascensor no se pone en marcha y aprietan frenéticamente el botón de “cierra puertas”.


La curiosidad y la nostalgia me llevaron esta tarde al hotel Tokio. Aquí sí se aliaron el hipocampo y la materia gris, la corteza y todos los agentes federales de la memoria. Recordé las cucarachas espectaculares de la bañera, compadritas de Gregorio Samsa, a las que daba más asco matar que dejarlas a su albedrío, o intentar infructuosamente que se fueran por el desagüe (eran anfibias, las muy correosas). La moqueta parecía haber sido arrancada a una manada de leones de guardarropía. En las crespas guedejas jugaban al escondite hordas de caspa, horquillas, pelos de marines y prostitutas, dientes de peines abominables. Era barato. El ascensorista (del que no vi ni rastro) formaba parte del maderamen de un batiscafo que, al ascender, descendía hacia un infierno más común aquí de lo que las guías suelen confesar.


Si en 1992 era el hotel Tokio la prolija estampa del deterioro, 16 años después no sólo no se habían gastado un céntimo en reparaciones, sino que el naufragio de las habitaciones había llegado como una inundación a un “lobby” que parecía advertir al incauto: “lasciate ogni speranza”. La moqueta era un palimpsesto de remiendos y capas geológicas. Un ascensor estaba muerto, desventrado y rendido, como si una operación a corazón abierto hubiera acabado mal. El otro, oscuro como un lobo desdentado que sólo se alimenta de leche caducada, parecía dispuesto a devolvernos al paraíso del recuerdo. El japonés de la recepción, calvo y flaco, parecía un chino, y tal vez lo fuera. Le pedí una tarjeta. Se habían terminado. Quizás el siglo pasado. Pero me apuntó gentilmente el número de teléfono en un trozo de papel por si tenía a bien hacer una reserva. Un televisor de la época dorada de los trastos portátiles yacía sobre un velador junto a una planta triste como un cáncer de próstata. Daban la bienvenida a quien quisiera aventurarse en la cara oculta de Chicago. En el pasillo mortecino que conectaba la calle con la recepción había un desvío que abobaba a las cocinas de un restaurante chino frontero con el Tokio: los cocineros, ociosos, con los mandiles sucios de los matarifes, me miraron con la avidez de los personajes que Kafka encierra en los trasteros para que torturen a los inocentes. Tal vez la suerte cambie con Barack Hussein Obama en la Casa Blanca: para el “homeless” de la Avenida de Michigan, para los propietarios del hotel Tokio en la calle Ohio. Facetas oscuras del sueño americano.


Alfonso Armada

 

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