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El compromiso de la pareja Manuel Martín Ferrand Tengo la lejana sensación de que, hace treinta años, solo podían considerarse en España tres modalidades de pareja: las de la Guardia Civil, las de los huevos fritos –elemento nutricio que no admite el número impar– y las heterosexuales, constituidas en familia, con vínculo canónico. Las tres han entrado en crisis. La autoridad es un concepto en desuso, los huevos asustan por el colesterol y la familia, incluido su núcleo embrionario clásico, está en veremos. No creo que sea la fatiga de los materiales la razón determinante de la quiebra o, cuando menos, la creciente desintegración del concepto chico-chica unidos «hasta que la muerte nos separe». Tampoco es atribuible, únicamente, a la decadencia del sentido religioso de la existencia. Antes el matrimonio, la máxima expresión de la pareja, era un logro existencial y, con el fin de cumplir el mandato de la perpetuación de la especie, la elección de un modelo de conducta «para toda la vida». Hoy, dejando aparte la pareja homosexual, que solo ha sustituido la oscuridad por la luz y que es parte de otro fenómeno vital y social, la pareja ya no tiene como meta el matrimonio y la procreación. Eso es, se dice, un engorro y una forma de esclavitud. Una sobredosis de hedonismo se ha adueñado de nosotros y, sobre todo, el compromiso es un bien social en desuso. No interesa. Dando por supuesto que la esencia de la pareja –el amor, supongo– no ha cambiado en estos treinta años hay que decir, aunque solo sea para la polémica, que su marco ambiental tampoco ha variado mucho. Por ejemplo, la vivienda, el elemento disuasor de la pareja contemporánea por sus precios desmedidos. Hace treinta años una vivienda decentita, mínima, alejada del centro y amenazadora de inacabables pagos mensuales costaba doscientas veces el sueldo de un redactor de periódico, lo mismo que hoy.
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