Juan Carlos I Monarquía



CINCO ESCENARIOS l LA IGLESIA

Entre González y Tarancón

Manuel Martín Ferrand

El 23 de noviembre de 1975, en la Plaza de Oriente, ante una inmensa y compungida multitud, don Marcelo González, Arzobispo de Toledo y Primado de España, ofició un funeral de corpore insepulto por el alma de Francisco Franco Bahamonde.

El 27 de noviembre del mismo año, en la Iglesia de los Jerónimos, ante un selecto y bien escogido grupo de fieles, don Vicente Enrique Tarancón, Arzobispo de Madrid y presidente de la Conferencia Episcopal, celebró una solemne misa de Espíritu Santo que, con motivo de la proclamación del Rey Don Juan Carlos I de Borbón, vino a sustituir las tradicionales coronaciones de los Reyes de España.

Con solo cuatro días de distancia, la Iglesia española presentaba dos caras bien distintas, de significados y adhesiones muy diferentes. Algo propio de la diplomacia vaticana. Que fuera don Marcelo la voz que, antes de que un armón de Artillería trasladara su cadáver al Valle de los Caídos, glosara la figura de Franco y sus servicios a España y a la religión católica era, a más de un consuelo, el cierre literario de un periodo. Que, después, la voz de la Iglesia fuera la de Tarancón, enfrentado con algunos sectores del Régimen y puente, en un chalé de clausura de la colonia del Metropolitano, con muchos de los nombres que habrían de protagonizar la Transición, iluminó la esperanza de la otra media España

Era todavía presidente del Gobierno Carlos Arias Navarro, y lo era por todo el periodo de su mandato; pero, supongo que con la ayuda de Dios, con la evidente colaboración de una parte, no mayoritaria, pero sí más activa y decidida, de la Conferencia Episcopal, la Iglesia fue la primera de las grandes instituciones que se dispuso para el viaje de la Transición. Sospecho que hoy, treinta años después en la muy atomizada Conferencia Episcopal no sería fácil encontrar una actitud tan clara y decidida como la que marcaron sus dos perfiles entonces decisivos.

 

¿Somos católicos?

Ignacio Ruiz Quintano

En las buenas familias la bondad –liberal, económica– ya no da para la españolísima costumbre de tener un sacerdote amigo y familiar para bautizos, bodas y misas del Gallo, como, por ejemplo, el buen padre Pilón. Pero esto no quiere decir que España haya dejado de ser católica.

Al contrario. Todos los españoles seguimos siendo católicos, aunque lo ignoremos y no pongamos jamás los pies en una iglesia, y es que, para abandonar el catolicismo, no basta levantarse una mañana y decir como dijo Julio Camba: «Ea. Se acabó. De aquí en adelante, que sea católico el gato». Dijo más Camba. Dijo que la República, por pura frivolidad –por no tomarse la molestia de poner a prueba un lugar común durante cinco minutos–, había procedido en la hipótesis de que España no era un país católico, sino un país oprimido por el catolicismo, y que si esta hipótesis no hubiera sido falsa, todo hubiera marchado como una seda.

El renovado acoso laicista al catolicismo español es hoy, además de político, mediático. En su Carta al Arzobispo de Santiago en diciembre de 2004, Juan Pablo II resumía los objetivos de ese acoso y llamaba a defender «el respeto efectivo a la vida –en todas sus etapas–, la educación religiosa de los hijos, la protección del matrimonio y de la familia, el nombre de Dios y el valor humano y social de la religión cristiana». Su sucesor, Benedicto XVI, probablemente el único intelectual digno de tal nombre que queda en Europa, sobre la política invasora de la religión, anota en su autobiografía: «He visto sin velos el rostro cruel de esta devoción atea, el terror psicológico, el desenfreno con que se llegaba a renunciar a cualquier reflexión moral, considerada como un residuo burgués, allí donde la cuestión era el fin ideológico».

Para Azaña, la prueba de que España había dejado de ser católica era que ya no producía figuras como las del Siglo de Oro. Pero ¿las produce acaso el laicismo?

 

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