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Juan Carlos I Monarquía



ARTÍCULOS

La reinvención de la Monarquía

El Rey transmite a sus sucesores todo un manual para la pervivencia de la Monarquía como institución plenamente contemporánea, como instrumento de estabilidad del sistema y de identidad colectiva en tiempos de agitación y confrontación

JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS
Secetario general de Vocento

Reinar, en una de sus varias acepciones, alude a la disposición de un predominio sobre las personas. Se trata, pues, de un concepto muy abierto y dependiente de las características personales del titular de la Corona. Reinar consiste en el ejercicio cotidiano de una suerte de autoridad moral que persuade, infunde respeto y reclama acatamiento sin necesidad de coerción o utilización de la fuerza o imposición de sanción. Reinar es una acción de permanente ejemplaridad en la dedicación al interés nacional, la renuncia a cualquier sectarismo y la entrega a un afán de integración, concordia y entendimiento entre las personas y las colectividades. Reinar implica, en definitiva, la correcta conjugación de las grandes posibilidades constitucionales que a la Monarquía corresponden con el carisma del Rey. Ese punto en el que se obtiene la máxima rentabilización de la Corona como vértice del Estado y referencia unitaria de la Nación, es en el que, precisamente, se ha movido el Rey de España en estos treinta últimos años. Y con enorme éxito.

La tarea era difícil porque en el imaginario colectivo la función real presentaba enormes contradicciones. Para unos –y eran, acaso lo son aún, muchos– el Rey habría de gobernar aunque fuese en la sombra; para otros –no menos en número y con una intensidad sentimental quizá mayor–, el monarca habría de limitarse a un papel puramente decorativo, estático, ni siquiera simbólico. La Constitución de 1978 resolvió con brillantez el modelo de nuestra Corona –de nuevo aparece la eficiencia de la Carta Magna– que atribuye al Rey la jefatura del Estado y la condición de «símbolo de su unidad y permanencia» y le confiere poderes de arbitraje y moderación en «el funcionamiento regular de las instituciones», encomendándole la más alta representación del «Estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica.»

Con esos mimbres constitucionales, interpretados por el instinto político propio y magistral del que ha recibido la Corona después de que sus antepasados la hubieren perdido y no recuperado, Don Juan Carlos ha transitado estas tres décadas al frente de un país con sociedades diversas, sufriente de heridas inferidas en el pasado pero mal curadas, brotes inducidos de revisionismo histórico de aparición cíclica y requerimientos de unos y de otros para que hiciese o dejase de hacer esto o aquello.

Reinar así y hacerlo sobre un pueblo que no era monárquico y que tiende a considerar más a la persona que a la institución, constituye toda una lección que forma parte ya del patrimonio de referencias clásicas que a todos nos ha legado la Transición y su desarrollo posterior. Jamás confundió el Rey que su función era –y es– la de reinar y no gobernar, porque cualquier confusión o solapamiento en el desarrollo de esos ámbitos de actuación hubiese llevado al desastre a la democracia española. La tarea histórica –la que transmitirá a sus sucesores el Rey– ha sido, entre otras, la de idear de manera práctica –mediante sus comportamientos– y conceptual –a través de sus discursos y pronunciamientos– todo un manual para la pervivencia de la Monarquía como institución plenamente contemporánea, no sólo compatible sino especialmente indicada para los sistemas democráticos liberales y, desde luego, como instrumento de estabilidad del sistema y de identidad colectiva en tiempos de agitación y confrontación.

No es ninguna exageración asegurar que el Rey de España ha reinventado la función de reinar, que la ha innovado y que la ha fortalecido como ningún otro monarca lo ha hecho ni en nuestra historia ni en el conjunto de las actuales monarquías europeas. El Rey como «motor del cambio»; el Rey como «garantía de estabilidad»; el Rey como «instancia común»; el Rey como «el mejor embajador de España», son expresiones coloquiales que transparentan la muy profunda reformulación que Don Juan Carlos ha hecho de la Corona en el régimen constitucional español. La prevista reforma del artículo 57 de la Constitución, tras el nacimiento de la Infanta Doña Leonor, primogénita de los Príncipes de Asturias, para suprimir la prevalencia del varón en la sucesión, sitúa al Rey en el epicentro de un cambio muy profundo de las características de la denominada Monarquía histórica, para ponerla a favor de eso que Don Felipe, al poco de nacer su hija, ha definido como «la lógica de los tiempos».

Coincide este aniversario de la proclamación del Rey con una peligrosa aproximación al precipicio nacional que siempre ha sido el de su tensión centrífuga, el de su tentación segregacionista, el de su vocación escatológica y trágica. Las habilitaciones constitucionales dejan a Don Juan Carlos ante esta situación un amplio margen de maniobra para componer intereses y salvaguardar el más importante y decisivo de todos ellos que es el mantenimiento de la unidad de la Nación en la diversidad de sus nacionalidades y regiones. Pero el ejercicio de esas facultades conciliadoras y garantes del Estado y de su unidad no las puede ejercer el Rey en la forma que algunos reclaman, ni puede tampoco abdicar de ellas como otros preferirían.

El trabajo sordo, discreto, persuasivo e inteligente es el terreno en el que el Jefe del Estado ha jugado siempre sus bazas en beneficio del interés general. No debe ser de otra forma ahora por más que desde la irresponsabilidad de algunos se le zahiera por su supuesta pasividad, o desde la animadversión de otros se le cuestionen sus facultades. La Monarquía es una representación constante de la Nación española que amparó siempre –y que ha vuelto a amparar en la Constitución de 1978– la extraordinaria pluralidad y diversidad de los pueblos de España. Tampoco está de más recordar al hilo de este aniversario que cuando España abandonó la forma monárquica para su Estado –como ahora parecen reclamar grupos minoritarios–, el país entró en convulsiones irreversibles que reclamaron para sanar la reinstauración de la Corona.

No obstante, la Monarquía es una institución delicada aunque no sea frágil. La Corona carece de arsenales políticos y jurídicos defensivos porque se hace depender del consenso social en el que se asienta, de la adhesión que su función suscita entre la ciudadanía y de la responsabilidad de la clase política y de los medios de comunicación, además de otras instancias públicas, en el tratamiento que le prestan.

Si hace treinta años el Rey condujo a España a la democracia; si antes y después de la Constitución Don Juan Carlos ha reinventado el difícil ejercicio de reinar; si con la Corona España ha superado en estas últimas décadas peligrosas crisis –desde el intento de golpe de Estado, hasta el azote terrorista–, parece lógico, por instinto de supervivencia colectiva y del propio Estado, que se revalide la confianza en el Rey y en la Corona y en la capacidad y el carisma del Príncipe de Asturias, cuyo compromiso quedó meridianamente claro el pasado 21 de octubre en Oviedo con ocasión de la entrega de los premios que llevan su título.

La Monarquía parlamentaria vuelve a ser ahora esa garantía imprescindible de cohesión como en aquellos años setenta en blanco y negro que han adquirido en la memoria común los perfiles de una de las mejores gestas nacionales: el advenimiento, con el Rey al frente, de la libertad.


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