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Juan Carlos I Monarquía



ANÁLISIS l EMILIO LAMO DE ESPINOSA

Hacia el «extremo occidente»

España es uno de los países más beneficiados por la Unión Europea, pero también el ejemplo de lo que muchos otros desean llegar a ser. Mientras, la emergencia de Asia configura la nueva faz del mundo

EMILIO LAMO DE ESPINOSA
Catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid

Tengo escrito hace tiempo que, cuando los historiadores del futuro evalúen estos años de la historia de España, estimaran el largo reinado de Juan Carlos I como uno de sus periodos más brillantes. Pues bajo el paraguas pacificador de la Constitución de 1978 los españoles hemos alcanzado cotas de libertad y prosperidad como jamás en la historia, un inmenso éxito colectivo que debemos atribuir a la propia sociedad española pero, en no poca medida también, a un entorno internacional favorable, y muy especialmente a Europa.

Pues no es casualidad que estos últimos treinta años, que han culminado con el fin de Yalta, la Guerra Fría, las dos Europas y el Telón de Acero, es también el período de mayor libertad, prosperidad y seguridad de Europa. Un continente unificado del que el riesgo de conflicto bélico ha desaparecido casi por completo, en el que la democracia se extiende como una mancha de aceite, y que transita, no ya hacia el bienestar, sino desde éste hacia la afluencia e incluso la opulencia. ¿Y qué más se puede pedir de un orden político, sino seguridad, prosperidad y libertad, probablemente en esa misma prelación? No es sorprendente que los españoles seamos los más europeístas de los europeos; somos uno de los pueblos más beneficiados por la Unión, pero también el ejemplo de lo que muchos otros desean llegar a ser.

No está en mi mano prever el futuro de este nuestro éxito como españoles o europeos. Si los historiadores no consiguen prever el pasado (lo cual ya es difícil), y ni siquiera están de acuerdo en los datos, ¿cómo elaborar mapas de lo que aun no ha ocurrido, mapas de lo que no existe? Por fortuna bastante de este futuro ya ha tenido lugar y está descontado en el presente. Es de eso (de bien poco, por desgracia), de lo que podemos hablar con sentido. El futuro, por fortuna, tenemos que construirlo, no descubrirlo.

Y así, podríamos hablar de cómo la caída de la Unión Soviética privó a Europa de relevancia estratégica para los Estados Unidos, que pasaron a fijar su mirada en China y el Gran Oriente Medio, mirando al oeste, en la mejor tradición europea. O de cómo el fin de la gran amenaza del Este (no ya soviética sino anterior: rusa) hizo de la misma Alianza Atlántica una opción y no una necesidad, permitiendo que Alemania primero y Francia después se desengancharan del paraguas americano e incluso intentaran hacer del «anti-americanismo» una suerte de «federador externo» de la Unión y fuente de identidad europea. O de cómo esa Europa que había roto amarras con los Estados Unidos se dividió y, en lugar de avanzar, comenzó a retroceder. O de cómo se intentó una Alianza de Civilizaciones al tiempo que se fomentaba ingenuamente un conflicto intra-civilizacional: el del mismo Occidente. O de cómo los Estados Unidos –y esto es ya hipótesis–, irritados con la «vieja» Europa, decidieron articular su economía post-industrial con la economía industrial de China, en una nueva alianza que dejó a Europa descolocada, incapaz de competir en la manufactura clásica pero aun no preparada para competir en la nueva economía del conocimiento.

Pero más importante que esas pequeñas riñas de los mal avenidos occidentales es escudriñar las tendencias a largo plazo. Y aunque sé que, alimentado por un creciente alarmismo mediático para el que no existe una noticia buena, una fuerte oleada de pesimismo invade Occidente (que no el resto del mundo), el hecho es que las tendencias a largo plazo en su conjunto no difieren por fortuna de las de Europa o España. Y así, a lo largo de los últimos veinte años la democracia, el respeto de los derechos humanos y el rule of law se han extendido por el mundo en una poderosa y aun no agotada tercera ola democratizadora, a la que la Unión Europea ha contribuido poderosamente, y que allí donde no ha llegado (esencialmente el mundo musulmán), las demandas de reforma y cambio están en la agenda de la calle tanto como en la de los gobernantes. Una democratización que está reduciendo drásticamente los conflictos bélicos: treinta y tres guerras en el año 1991 frente a diecinueve en el 2003, de modo que el mundo se encuentra en un ciclo histórico de paz como hace siglos, sólo roto por la violencia intra-estatal de procesos de limpieza étnica (ya se sabe: naciones que desean «purificarse», en la mejor tradición anti-semita). Y finalmente, paz y democratización están aumentado la productividad y mejorando el bienestar, de modo que la pobreza extrema se ha reducido en más de 400 millones de personas, los Objetivos del Milenio acabarán cumpliéndose, y nuestro principal problema empieza a ser, no sólo el obsceno dato del hambre junto a la opulencia, sino el desarrollo del «tercer mundo», cuyo aliento sentimos ya en la nuca. No es ya el «fontanero polaco» lo que nos quita el sueño sino el Made in China o el software de Bangalore, de modo que tenemos que aprender a compartir petróleo, acero y otras materias primas con quienes hace sólo un lustro socorríamos con ayuda al desarrollo.

Pues sobre ese escenario positivo, de inmensos avances históricos, por supuesto insuficientes (pero, ¿de verdad el pasado fue mejor?), la imparable emergencia de nuevos países abre enormes incertidumbres. Si recordamos lo compleja que fue la incorporación al orden internacional de las tres potencias emergentes a finales del XIX (Estados Unidos, Japón y Alemania), podremos hacernos una idea de lo que será «hacer sitio» a China e India, seguidas ambas de un tropel de países todos ellos inmensos en alguna dimensión: Rusia, Brasil, México, Indonesia, Nigeria, Pakistán.

Pero es ése, no Europa, y ni siquiera Occidente, el futuro de la humanidad. Si en 1950 cuatro de los diez países más poblados del mundo eran occidentales, para el año 2.000 ya solo quedaban dos (USA y Alemania), pero en el 2050 sólo uno, los mismos Estados Unidos, más México, estarán en la lista. Asia y África serán entonces el 80% de la población mundial y la Unión Europea un magro 5 o 6% (si ellos se quedan en casa). Puede que para entonces (y el futuro está siempre muy cerca) el centro del mundo sea rotundamente el Pacífico y la expresión usual no sea ya «extremo oriente». Más bien (y me temo que no está en nuestra mano el poder evitarlo), serán ellos quienes, desde el centro del mundo, hablen de un «Extremo Occidente» perdido al final del inmenso continente euroasiático, y de España como una península en el extremo occidente de ese Extremo Occidente. Pero puede que esa visión peque de optimismo: ¿«España» dentro de 30 años?

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