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Juan Carlos I Monarquía



ANÁLISIS l ÍÑIGO MÉNDEZ DE VIGO

Un éxito llamado Europa

Desde su ingreso en el club comunitario, España ha participado de forma activa en la construcción europea. La UE cuenta ya con 25 Estados miembros y pronto se sumarán Bulgaria y Rumanía

ÍÑIGO MÉNDEZ DE VIGO
Diputado del Partido Popular Europeo

Hace treinta años John Lennon compuso Imagine, una canción que se convirtió en un canto a la esperanza para muchas personas en los cinco continentes. La Europa de 1975 era, de alguna manera, una expresión de ese anhelo. La entonces CEE había logrado el milagro de reconciliar a franceses y alemanes y conjurar el peligro de una nueva guerra (in)civil entre europeos. Las economías europeas alcanzaban cotas de progreso y bienestar difícilmente imaginables a la vista de los destrozos causados por la segunda Gran Guerra. En estrecha alianza con los Estados Unidos, Europa Occidental había fortalecido la democracia y afianzado el respeto a los derechos humanos. Gran Bretaña, Irlanda y Dinamarca habían pasado a engrosar las filas del club comunitario.

Y, sin embargo, quedaba aún mucho camino por recorrer. El alza de los precios del petróleo a causa del conflicto en Oriente Medio hizo patente la fragilidad de la solidaridad comunitaria y el «sálvese quien pueda» se impuso a las políticas comunes, inaugurando un periodo de europesimismo o euroesclerosis. He aquí una constante del proceso de construcción europea: como cualquier acción del hombre, a los momentos malos siguen momentos buenos y viceversa. De ahí el euroentusiasmo de mediados de los años ochenta cuando se ultima el mercado interior común y la puesta en marcha de las libertades de circulación de personas, mercancías, servicios y capitales merced a las reformas introducidas por el Acta Única en 1986.

Hacia la Europa de Estados
En el plano político, la gran aventura de estos años fue el triunfo de las democracias liberales sobre el totalitarismo soviético simbolizado con la caída del Muro de Berlín, hecho éste que contribuyó de forma decisiva a la entrada de la política con mayúscula en unas Comunidades hasta entonces centradas en el logro de ambiciones fundamentalmente económicas.

En 1975 el Informe Tindemans esbozó lo que treinta años más tarde llamamos Unión europea: una Europa de Estados y ciudadanos, asentada en una comunidad de valores, que aspira a tener voz propia en el concierto mundial. Una Unión europea que a partir del Tratado de Maastricht en 1992 incluirá entre sus objetivos políticas arraigadas en la soberanía estatal desde el surgimiento de los Estados nacionales allá por el siglo XVI, tales como las política exterior o de defensa o los asuntos de justicia o policía. Una Unión que cuenta ya con veinticinco Estados a los que pronto se sumarán Bulgaria y Rumania. Una Unión que es percibida por muchos europeos como el mejor instrumento para hacer frente a los retos del presente, llámense éstos globalización, corrientes migratorias, exclusión social y pobreza o defensa de la democracia y los derechos humanos en el mundo. Una Unión Europea que muere de éxito gracias a la sustitución de las monedas nacionales por el euro o entra en una fase de perplejidad como cuando embarranca la entrada en vigor de un Tratado Constitucional que constituye una condición indispensable para democratizar sus instituciones y propulsar la eficacia de sus políticas.

Hace treinta años en España triunfaba un grupo musical llamado «Desmadre 75» con su canción «Saca el guisqui cheli». No pocos europeos pensaban que tal era nuestro destino; me refiero, claro está, al desmadre y no al «agua de los dioses». No pocos europeos pensaban que los españoles, muerto Franco, representaríamos la escena del cuadro de Goya que lleva por título «A garrotazos». No fue así. Si la República fracasó por el deseo de aniquilar al enemigo político –algo que algunos parecen haber olvidado hoy–, la España democrática, bajo el impulso de su Rey, dio un ejemplo de madurez que asombró a propios y extraños. La Constitución de 1978, denominada con acierto la «Constitución de la concordia», es la mejor expresión de esa visión de empresa nacional en el sentido orteguiano.

Participación activa
Tras demasiados años de negociación, nuestro país pasó a formar parte de las Comunidades en 1986. Y, desde aquella fecha, no sólo hemos estado presentes sino que hemos participado muy activamente en la construcción de Europa. En 1975 la renta española estaba en torno al 62 por ciento de la renta media comunitaria; treinta años después está a punto de alcanzar el 90 por ciento. Como los grandes números no reflejan siempre adecuadamente la realidad, explicaré con un ejemplo lo que esto significa: en 1975 Zara abrió su primera tienda en La Coruña; hoy está presente en las mejores esquinas de las capitales europeas.

En aquél lejano entonces salir a lo que llamábamos «el extranjero» era una ardua carrera de obstáculos. Había que pedir autorización para obtener divisas. Había que sacar el pasaporte, misión imposible si uno estaba en edad de cumplir el servicio militar obligatorio. Había que hacer grandes colas en las fronteras, donde el equipaje era minuciosamente registrado. Había que sacar la llamada Carta Verde porque el seguro del automóvil no tenía validez fuera de nuestras fronteras. Todas estas dificultades explican la alegría al encontrarnos con otro coche de matrícula española que era saludado por un sonoro toque de claxon.

En la Europa del euro ni hay divisas, ni pasaportes, ni fronteras y si saludáramos a cada español que nos encontramos en Europa no tendríamos tiempo para hacer otra cosa.
Con nuestra incorporación a las Comunidades, España recuperó la confianza en sí misma. Europa significaba hace treinta años un sentimiento, quizá un tanto difuso, de reencuentro con el pasado. En la apuesta europea de España está la voluntad de desterrar esa imagen de «charanga y pandereta», creada por el romanticismo y difundida por los escritos de Jorgito «el Inglés» o Próspero Merimé, que si bien forma parte de nuestra manera de ser solo constituye una parte y no el todo. Europa era en 1975 el puerto al que queríamos arribar la mayoría de los españoles con vocación de participar con todos los europeos en un destino común.

Estos últimos treinta años han sido los mejores de España y también de Europa. De ahí la perplejidad ante los tiempos que nos ha tocado vivir. Con el gobierno de Rodríguez Zapatero hemos pasado en poco tiempo del seguidismo del eje Chirac-Schröder a la asunción de la visión británica sobre la Unión Europea. De explicar las bondades de la transición política española que tuvieron su reflejo en la Constitución de 1978 a cuestionar el consenso que la hizo posible y los fundamentos políticos sobre los que se asienta.

El mero transcurso del tiempo no es razón suficiente para cambiar aquello que ha funcionado bien. Cuando un matrimonio celebra sus treinta años de convivencia suele reunir a sus amigos para brindar con cava y desear otros treinta años de felicidad. No conozco a nadie que festeje los éxitos con un divorcio. Hagamos en política lo que todos hacemos en la cotidianeidad de nuestras vidas.

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