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El valor de la Monarquía Constitucional Entre los 10 países con menor índice de corrupción y mayor respeto a los derechos humanos, la gran mayoría tienen una Monarquía Constitucional. La imparcialidad de la Jefatura del Estado es otra de sus cualidades TRISTAN GAREL-JONES El célebre «obiter dictum» de Lord Acton («el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente») se ha repetido hasta la saciedad. Quizá porque sea verdad. Hace poco leí unas tablas sobre la incidencia de la corrupción y los niveles de respeto a los derechos humanos en los países del mundo y ¡Sorpresa! Entre los diez países con menores índices de corrupción y mayor observancia de los derechos humanos la gran mayoría eran naciones con una Monarquía Constitucional ¿Será coincidencia? Creo que no.
Con razón decía el Comisario Mandelson «Te das cuenta que ya no estás en el poder cuando te subes al asiento de atrás de tu coche y no arranca». La Monarquía Constitucional priva a los políticos del máximo puesto representativo del Estado. De ahí fluyen ventajas nada desdeñables en una democracia moderna. Por prudencia me limitaré a dar ejemplos de mi propio país. Al lector español le diría, traduciendo un proverbio nuestro: «Si el sombrero le vá, póngaselo». En el Reino Unido hay un porcentaje no desdeñable de personas que militan en o simpatizan con, un partido político. Qué tranquilidad supone, para quienes no somos socialistas, saber que durante estos años de Blairismo, el máximo representante de nuestra nación está por encima de los debates, a veces necesariamente amargos, de la política cotidiana. En un momento de mi vida política me tocó ejercer, además de mis tareas de gobierno, un puesto histórico que me obligaba a escribir una carta diaria a la Reina y despachar papeles con ella con cierta regularidad. Jamás ni por palabra ni por gesto, me dio a entender que gozaba de su amistad personal y, más importante aún, siempre tuve la impresión de que le daría exactamente igual tener delante al mismísimo Karl Marx o incluso al señor Carod Rovira siempre que cumplieran correctamente con sus obligaciones. La imparcialidad de la Jefatura del Estado y la posesión simbólica del poder mejora la calidad del debate político. Bajo una presidencia ejecutiva, como por ejemplo los Estados Unidos, el Presidente -Jefe del Estado y Comandante de Las Fuerzas Armadas- puede dar a entender sutilmente (así pasó con la guerra de Irak) que no apoyar la decisión de la Ejecutiva denota una cierta falta de patriotismo. Varios de mis amigos más próximos, tanto a la derecha como a la izquierda, no apoyaron la decisión de Blair de ir a esa guerra y tuvieron que defender su posición en debate abierto. A nadie se le ocurrió tacharles de anti-patriotas. La opinión política es una cosa y el Estado otra. Gran Bretaña tiene problemas separatistas; Escocia, Gales o Irlanda del Norte son problemas viscerales. Yo soy galés y hablo galés. Se podría decir que soy el equivalente de un catalán nacido en Olot que habla catalán. Cuando me tocan las cuerdas emocionales de mi país, cuando canto nuestro Himno Nacional «La vieja Tierra de mis Padres», me emociono. Pero cuando contemplo los problemas del mundo, desarme, cambio climático, comercio internacional, o cuando veo lo difícil que es coordinar una política en la UE de 25 naciones, me pregunto: ¿Quiero que me representen unos políticos pequeñitos hablando un idioma (precioso, por cierto) que no entiende nadie? ¿Quiero estar en la mesa donde se toman las decisiones, o en la antesala esperando? Cuando el Príncipe Carlos se viste de Príncipe de Gales me doy cuenta que prefiero pertenecer a una Nación que tiene cierto peso en el mundo. La Monarquía Constitucional representa a esa nación. La agenda. La sociedad democrática vive y respira gracias a muchas organizaciones civiles no directamente políticas: asociaciones profesionales, de maestros, de trabajadores, ONGs o grupos ecologistas que necesitan y merecen el apoyo y el aliento del Estado. A veces, me detengo a leer la agenda diaria de nuestra familia Real en la prensa y me asombra la cantidad de actos a los que asisten. Francamente, creo que estas organizaciones, en su gran mayoría nutridas de voluntarios, prefieren una visita de su Reina a la del ministro de turno buscando la «photo opportunity». Los símbolos. Nuestra familia Real es nuestra historia en vida; lo bueno y lo malo. Nuestra guerra civil, el regicidio del Rey Carlos I, nuestra resistencia en la Segunda Guerra Mundial, la unión de Inglaterra con Escocia. Todo. Si se me permite, así ocurre en España. La unión de los antiguos Reinos, la conquista de América, la Inquisición o más recientemente el exilio que la Familia Real compartió con tantos españoles así como, el papel fundamental que jugó S.M. El Rey en la restauración de la democracia. Algunos amigos míos de izquierdas en España me dicen: «Yo soy monárquico de Juan Carlos». Les invito a replanteárselo. Hace años, coincidí, en un almuerzo organizado por ABC, en la misma mesa con el Príncipe de Asturias. Éramos un grupo de políticos, empresarios e intelectuales hablando de nuestros temas, algunos controvertidos. El Príncipe no dio ni un paso en falso. Al igual que mi Reina, ni por palabra ni por gesto nos dio a entender que favorecía argumento alguno de los que se defendían en la mesa. Lo único controvertido que dijo (y hubo que sacárselo como quien arranca una muela) fue que es del Atlético de Madrid. Yo me dije a mi mismo ¡esto marcha! La monarquía Constitucional está instaurada. La democracia española está consolidada.
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