EL PAPA QUE SE OPUSO A TODAS
LAS GUERRAS
Desde Las Malvinas hasta el
derrocamiento del régimen de Sadam Hussein, Juan Pablo II jugó un papel indispensable en
las relaciones internacionales. «No a la guerra». A ninguna guerra. Esa fue su palabra
cumplida
Por Jesús Basante
En los últimos años varias guerras significativas han
ensombrecido el panorama internacional. Entre ellas caben destacar la del Golfo Pérsico,
la que ha enfrentado a las Repúblicas herederas de la ex Yugoslavia, la de Somalia y la
de Ruanda, sin olvidar los conflictos del Yemen, Congo y Haití. Juan Pablo II no ha
permanecido indiferente ante ninguna de estas catástrofes. Su voz se ha dejado oír en
los foros internacionales para que todos supieran cuál es la actitud de la Iglesia, y
para intentar parar las matanzas de los inocentes.
El primero de agosto de 1990 se produjo la ruptura
de las negociaciones entre Irak y Kuwait para resolver sus asuntos fronterizos. El
poderoso país dirigido por Sadam Hussein no logró amedrentar al pequeño y rico Kuwait
y, despechado, se retiró de la mesa de negociaciones. Al día siguiente el mundo se
despertó sorprendido y escandalizado: en pocas horas una nación entera, Kuwait, había
sido engullida por otra, Irak, y había dejado de existir. Lo ocurrido recordaba demasiado
las aventuras de Hitler en Europa como para no preocuparse por ello, máxime teniendo en
cuenta que la nueva nación resultante se convertiría en detentadora de un poderoso poder
económico, basado en el control de miles de riquísimos pozos petrolíferos.
Desde ese mismo día 2 de agosto, la comunidad
internacional se movilizó para intentar que Sadam abandonara su rica presa. Los
argumentos se respaldaban con la amenaza de la fuerza y la guerra se veía cada vez más
cerca. También desde ese mismo momento la Santa Sede se movilizó para intentar detener
esa guerra que podía ser catastrófica, pues nadie podía saber hasta dónde era capaz de
extenderse el conflicto.
Paz contra guerra
El ocho de agosto el diario vaticano
«L´Osservatore Romano» publicó una información, en primera página en la que pedía
que no se recurriera a la «ley del más fuerte» para resolver la crisis del Golfo. El
artículo constituía la primera toma de posición de la Santa Sede y afirmaba que sería
un error responder a la invasión iraquí con la guerra. El 25 de diciembre, cuando ya la
guerra se veía cercana, el Santo Padre quiso aprovechar el mensaje de Navidad para
advertir solemnemente al mundo de las consecuencias del conflicto en el Golfo: «Esperamos
temblando dijo que desaparezca la amenaza de las armas. ¡Persuádanse los
responsables de que la guerra es una aventura sin retorno!. La solución debe encontrarse
con la razón, con la paciencia, con el diálogo y con el respeto de los derechos
inalienables de los pueblos y de las gentes».
El 12 de enero, en vísperas ya de la guerra, el
Papa envió un mensaje de apoyo a Pérez de Cuellar, secretario general de la ONU,
atareado en duras negociaciones directas en Bagdad. Y ese mismo día, en el discurso al
Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, afirmó que «la paz es aún posible»,
a la vez que deploraba la «violación brutal» de la ley internacional en la invasión de
Kuwait. Al día siguiente, durante el rezo del Ángelus, pidió la convocatoria urgente de
una Conferencia de Paz sobre Oriente Medio y dijo que «una guerra no resolvería sino que
agravaría los problemas». El día 16, justo antes de que estallase el conflicto, y
cuando ya había vencido el ultimátum dado por la ONU a Sadam, el Santo Padre envió
sendos mensajes a los presidentes de EEUU y de Irak, para evitar lo inevitable. «Nunca
más la guerra, aventura sin retorno», decía el Papa, a la vez que exhortaba a Bush a no
dar la orden de ataque: «Aunque una situación injusta podría ser momentaneamente
resuelta, las consecuencias de la guerra serían devastadoras».
La guerra estalló, y ese mismo día Juan Pablo II
manifestó su profunda amargura y dijo que se trataba de una grave derrota del Derecho
Internacional, así como que había hecho cuanto humanamente era posible para evitar la
tragedia. A la vez, se dirigió a Sadam Hussein para expresarle su esperanza de que la
experiencia del primer día de guerra le llevara a un gesto valiente que acortara el
enfrentamiento. El Papa siguió mediando en el conflicto mientras éste duró y, aunque
sus palabras no fueron aparentemente escuchadas, e incluso causaron malestar en los
Gobiernos occidentales implicados en la lucha, el Santo Padre no cejó en su empeño por
conseguir una solución pactada que devolviera a Kuwait la libertad y que sirviera para
resolver, de una vez por todas, los problemas de una zona altamente conflictiva.
La situación en la ex Yugoslavia se había ido
deteriorando rápidamente desde que dos de las Repúblicas Eslovenia y Croacia
habían decidido proclamar la independencia. La Santa sede no dudó en apoyar los derechos
de esas dos futuras naciones, de mayoría católica, en un gesto que fue considerado por
unos como valiente y justo, y por otros, como precipitado.
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