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«HABEMUS PAPAM»

Cardenal Roger ETCHEGARAY

La elección del cardenal Karol Wojtyla a la sede pontificia fue anunciada a los fieles romanos con las sencillas palabras tradicionales: «Habemus Papam». Teníamos un Papa, pero sin imaginar entonces qué tipo de Papa nos llegaba bajo el nombre de Juan Pablo II, de rostro desconocido, que se presentaba tímidamente en la «loggia» de San Pedro. No tuvimos que esperar demasiado para dar a este Papa el calificativo que, sin duda, mejor le caracteriza a los ojos del mundo entero: «El Papa de los derechos del hombre».

En estos años la voz de Juan Pablo II ha sido, de entre todas las que se alzan en el mundo, la que hablaba de los derechos del hombre con mayor claridad, fuerza y constancia. Alguien me dijo un día en tono de estupor: «El Papa tiene siempre esa expresión en sus labios». Sin embargo, la Iglesia ha salido indemne, porque a finales del siglo dieciocho y todo a lo largo del diecinueve dio la impresión de oponerse a los derechos humanos, o, mejor dicho, no supo hacer la criba necesaria en el momento en que la corriente revolucionaria arrastraba lo mejor y lo peor proclamando estos derechos en clave autónoma y antieclesial. Al final de un largo y accidentado recorrido, los derechos del hombre han sido acogidos en el seno de la Iglesia, sobre todo a partir de Juan XXIII. Es necesario entender bien cómo, a través de los cambios de la historia, la promoción de los derechos del hombre no es, en absoluto, hoy, ni una conversión tardía ni una táctica calculada, sino que, en verdad, forma parte integrante del mensaje evangélico y no es como una especie de apéndice suyo.

Si Juan Pablo II se ha hecho el evangelizador, el peregrino infatigable de los derechos del hombre, es porque los considera como el lugar geométrico clave de toda afirmación sobre la persona humana. Más aún, esta cuestión no era para él un simple ejercicio teórico, sino que le nacía a fuerza de lágrimas y sangre. En la tribuna de las Naciones Unidas, se impuso el deber de recordar su proveniencia de un país «sobre cuyo cuerpo vivo fue construido Auschwitz», y subrayó: «Sin embargo, yo lo evoco, antes de nada, para demostrar de qué dolorosas experiencias y de qué sufrimientos por parte de millones de personas nació la Declaración Universal de los Derechos del Hombre».

A este fundamento existencial, carnal, antropológico, se añade otro espiritual, teológico, cristocéntrico. Juan Pablo II abrazó al hombre en su totalidad, en su unidad viva, en todas sus dimensiones, hasta llegar a sus raíces religiosas. Se comprende que tantos observadores, incluso no cristianos, desilusionados de un positivismo unidimensional que mutila al hombre, estuvieran impresionados –como ha dicho uno de ellos–, por un Papa «seguro de sí mismo porque está seguro de Dios, de Quien saca toda su fuerza».