Dives in Misericordia
(30 de noviembre de 1980)
CARTA ENCÍCLICA DIVES IN
MISERICORDIA DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II SOBRE LA MISERICORDIA DIVINA
Venerables Hermanos,
amadísimos Hijos e Hijas:
¡salud y Bendición Apostólica!
I. QUIEN ME VE A MI, VE AL PADRE
(cfr. Jn 14, 9)
1. Revelación de la misericordia
« Dios rico en misericordia » (1) es el que
Jesucristo nos ha revelado como Padre; cabalmente su Hijo, en sí mismo, nos lo ha
manifestado y nos lo ha hecho conocer.(2) A este respecto, es digno de recordar aquel
momento en que Felipe, uno de los doce apóstoles, dirigiéndose a Cristo, le dijo: «
Señor, muéstranos al Padre y nos basta »; Jesús le respondió: « ¿Tanto tiempo ha
que estoy con vosotros y no me habéis conocido? El que me ha visto a mí ha visto al
Padre ».(3) Estas palabras fueron pronunciadas en el discurso de despedida, al final de
la cena pascual, a la que siguieron los acontecimientos de aquellos días santos, en que
debía quedar corroborado de una vez para siempre el hecho de que « Dios, que es rico en
misericordia, por el gran amor con que nos amó, y estando nosotros muertos por nuestros
delitos, nos dio vida por Cristo ».(4)
Siguiendo las enseñanzas del Concilio Vaticano II
y en correspondencia con las necesidades particulares de los tiempos en que vivimos, he
dedicado la Encíclica Redemptor Hominis a la verdad sobre el hombre, verdad que
nos es revelada en Cristo, en toda su plenitud y profundidad. Una exigencia de no menor
importancia, en estos tiempos críticos y nada fáciles, me impulsa a descubrir una vez
más en el mismo Cristo el rostro del Padre, que es « misericordioso y Dios de todo
consuelo ».(5) Efectivamente, en la Constitución Gaudium et Spes leemos: «
Cristo, el nuevo Adán..., manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre
la sublimidad de su vocación »: y esto lo hace « en la misma revelación del
misterio del Padre y de su amor ».(6) Las palabras citadas son un claro testimonio de
que la manifestación del hombre en la plena dignidad de su naturaleza no puede tener
lugar sin la referencia no sólo conceptual, sino también íntegramente
existencial a Dios. EL hombre y su vocación suprema se desvelan en Cristo mediante
la revelación del misterio del Padre y de su amor.
Por esto mismo, es conveniente ahora que volvamos
la mirada a este misterio: lo están sugiriendo múltiples experiencias de la Iglesia y
del hombre contemporáneo; lo exigen también las invocaciones de tantos corazones
humanos, con sus sufrimientos y esperanzas, sus angustias y expectación. Si es verdad que
todo hombre es en cierto sentido la vía de la Iglesia como dije en la encíclica Redemptor
Hominis, al mismo tiempo el Evangelio y toda la Tradición nos están indicando
constantemente que hemos de recorrer esta vía con todo hombre, tal como Cristo la ha
trazado, revelando en sí mismo al Padre junto con su amor.(7) En Cristo Jesús, toda
vía hacia el hombre, cual le ha sido confiado de una vez para siempre a la Iglesia en el
mutable contexto de los tiempos, es simultáneamente un caminar al encuentro con el Padre
y su amor. EL Concilio Vaticano II ha confirmado esta verdad según las exigencias de
nuestros tiempos.
Cuanto más se centre en el hombre la misión
desarrollada por la Iglesia; cuanto más sea, por decirlo así, antropocéntrica, tanto
más debe corroborarse y realizarse teocéntricamente, esto es, orientarse al Padre en
Cristo Jesús. Mientras las diversas corrientes del pasado y presente del pensamiento
humano han sido y siguen siendo propensas a dividir e incluso contraponer el teocentrismo
y el antropocentrismo, la Iglesia en cambio, siguiendo a Cristo, trata de unirlas en la
historia del hombre de manera orgánica y profunda. Este es también uno de los principios
fundamentales, y quizás el más importante, del Magisterio del último Concilio. Si pues
en la actual fase de la historia de la Iglesia nos proponemos como cometido preeminente actuar
la doctrina del gran Concilio, debemos en consecuencia volver sobre este principio con
fe, con mente abierta y con el corazón. Ya en mi citada encíclica he tratado de poner de
relieve que el ahondar y enriquecer de múltiples formas la conciencia de la Iglesia,
fruto del mismo Concilio, debe abrir más ampliamente nuestra inteligencia y nuestro
corazón a Cristo mismo. Hoy quiero añadir que la apertura a Cristo, que en cuanto
Redentor del mundo « revela plenamente el hombre al mismo hombre », no puede llevarse a
efecto más que a través de una referencia cada vez más madura al Padre y a su amor.
2. Encarnación de la misericordia
Dios, que « habita una luz inaccesible »,(8)
habla a la vez al hombre con el lenguaje de todo el cosmos: « en efecto, desde la
creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y divinidad, son conocidos
mediante las obras ».(9) Este conocimiento indirecto e imperfecto, obra del entendimiento
que busca a Dios por medio de las criaturas a través del mundo visible, no es aún «
visión del Padre ». « A Dios nadie lo ha visto », escribe San Juan para dar mayor
relieve a la verdad, según la cual « precisamente el Hijo unigénito que está en el
seno del Padre, ése le ha dado a conocer ».(10) Esta « revelación » manifiesta a Dios
en el insondable misterio de su ser uno y trino rodeado de « luz inaccesible
».(11) No obstante, mediante esta « revelación » de Cristo conocemos a Dios, sobre
todo en su relación de amor hacia el hombre: en su « filantropía ».(12) Es justamente
ahí donde « sus perfecciones invisibles » se hacen de modo especial « visibles »,
incomparablemente más visibles que a través de todas las demás « obras realizadas por
él »: tales perfecciones se hacen visibles en Cristo y por Cristo, a través de
sus acciones y palabras y, finalmente, mediante su muerte en la cruz y su resurrección.
De este modo en Cristo y por Cristo, se hace
también particularmente visible Dios en su misericordia, esto es, se pone de relieve el
atributo de la divinidad, que ya el Antiguo Testamento, sirviéndose de diversos conceptos
y términos, definió « misericordia ». Cristo confiere un significado definitivo
a toda la tradición veterotestamentaria de la misericordia divina. No sólo habla de ella
y la explica usando semejanzas y parábolas, sino que además, y ante todo, él mismo
la encarna y personifica. El mismo es, en cierto sentido, la misericordia. A quien la
ve y la encuentra en él, Dios se hace concretamente « visible » como Padre « rico en
misericordia ».(13)
La mentalidad contemporánea, quizás en mayor
medida que la del hombre del pasado, parece oponerse al Dios de la misericordia y tiende
además a orillar de la vida y arrancar del corazón humano la idea misma de la
misericordia. La palabra y el concepto de « misericordia » parecen producir una cierta
desazón en el hombre, quien, gracias a los adelantos tan enormes de la ciencia y de la
técnica, como nunca fueron conocidos antes en la historia, se ha hecho dueño y ha
dominado la tierra mucho más que en el pasado.(14) Tal dominio sobre la tierra, entendido
tal vez unilateral y superficialmente, parece no dejar espacio a la misericordia. A este
respecto, podemos sin embargo recurrir de manera provechosa a la imagen « de la
condición del hombre en el mundo contemporáneo », tal cual es delineada al comienzo de
la Constitución Gaudium et Spes. Entre otras, leemos allí las siguientes frases:
« De esta forma, el mundo moderno aparece a la vez poderoso y débil, capaz de lo mejor y
lo peor, pues tiene abierto el camino para optar por la libertad y la esclavitud, entre el
progreso o el retroceso, entre la fraternidad o el odio. El hombre sabe muy bien que está
en su mano el dirigir correctamente las fuerzas que él ha desencadenado , y que pueden
aplastarle o salvarle ».(15)
La situación del mundo contemporáneo pone de
manifiesto no sólo transformaciones tales que hacen esperar en un futuro mejor del
hombre sobre la tierra, sino que revela también múltiples amenazas, que
sobrepasan con mucho las hasta ahora conocidas. Sin cesar de denunciar tales amenazas en
diversas circunstancias (como en las intervenciones ante la ONU, la UNESCO, la FAO y en
otras partes) la Iglesia debe examinarlas al mismo tiempo a la luz de la verdad recibida
de Dios.
Revelada en Cristo, la verdad acerca de Dios como
« Padre de la misericordia »,(16) nos permite « verlo » especialmente cercano al
hombre, sobre todo cuando sufre, cuando está amenazado en el núcleo mismo de su
existencia y de su dignidad. Debido a esto, en la situación actual de la Iglesia y del
mundo, muchos hombres y muchos ambientes guiados por un vivo sentido de fe se dirigen, yo
diría casi espontáneamente, a la misericordia de Dios. Ellos son ciertamente impulsados
a hacerlo por Cristo mismo, el cual, mediante su Espíritu, actúa en lo íntimo de los
corazones humanos. En efecto, revelado por El, el misterio de Dios « Padre de la
misericordia » constituye, en el contexto de las actuales amenazas contra el hombre, como
una llamada singular dirigida a la Iglesia.
En la presente Encíclica deseo acoger esta
llamada; deseo recurrir al lenguaje eterno y al mismo tiempo incomparable por su
sencillez y profundidad de la revelación y de la fe, para expresar precisamente con
él una vez más, ante Dios y ante los hombres, las grandes preocupaciones de nuestro
tiempo.
En efecto, la revelación y la fe nos enseñan no
tanto a meditar en abstracto el misterio de Dios, como « Padre de la misericordia »,
cuanto a recurrir a esta misma misericordia en el nombre de Cristo y en unión con El ¿No
ha dicho quizá Cristo que nuestro Padre, que « ve en secreto »,(17) espera, se diría
que continuamente, que nosotros, recurriendo a El en toda necesidad, escrutemos cada vez
más su misterio: el misterio del Padre y de su amor? (18)
Deseo pues que estas consideraciones hagan más
cercano a todos tal misterio y que sean al mismo tiempo una vibrante llamada de la Iglesia
a la misericordia, de la que el hombre y el mundo contemporáneo tienen tanta necesidad. Y
tienen necesidad, aunque con frecuencia no lo saben.
Siguiente