IV
EVA - MARÍA
El «principio» y el pecado
9. «Constituído por Dios en un estado de
santidad, el hombre, tentado por el Maligno, desde los comienzos de la historia abusó de
su libertad, erigiéndose contra Dios y anhelando conseguir su fin fuera de Dios».(28)
Con estas palabras la enseñanza del último concilio evoca la doctrina revelada sobre el
pecado y, en particular, sobre aquel primer pecado, que es el «original». El
«principio» bíblico la creación del mundo y del hombre en el mundo contiene
en sí al mismo tiempo la verdad sobre este pecado, que puede ser
llamado también el pecado del «principio» del hombre sobre la tierra. Aunque la
narración del Libro del Génesis sobre este hecho está expresada de forma
simbólica, como en la descripción de la creación del hombre como varón y mujer (cf. Gén
2, 15-25), desvela sin embargo lo que hay que llamar «el misterio del pecado» y, más
propiamente aún, «el misterio del mal» en el mundo creado por Dios.
No es posible entender el «misterio del pecado»
sin hacer referencia a toda la verdad acerca de la «imagen y semejanza» con Dios, que es
la base de la antropología bíblica. Esta verdad muestra la creación del hombre como una
donación especial por parte del Creador, en la que están contenidos no solamente el
fundamento y la fuente de la dignidad esencial del ser humano hombre y mujer
en el mundo creado, sino también el comienzo de la llamada de ambos a participar de la
vida íntima de Dios mismo. A la luz de la Revelación, creación significa
también comienzo de la historia de la salvación. Precisamente en este comienzo el
pecado se inserta y configura como contraste y negación.
Se puede decir, paradójicamente, que el pecado
presentado en el Génesis (c. 3) es la confirmación de la verdad acerca de la
imagen y semejanza de Dios en el hombre, si esta verdad significa libertad, es decir, la
voluntad libre de la que el hombre puede usar eligiendo el bien o de la que puede abusar
eligiendo el mal contra la voluntad de Dios. No obstante, en su significado esencial, el
pecado es la negación de lo que es Dios como Creador en relación con el
hombre, y de lo que Dios quiere desde el comienzo y siempre para el hombre. Creando el
hombre y la mujer a su propia imagen y semejanza Dios quiere para ellos la plenitud del
bien, es decir, la felicidad sobrenatural, que brota de la participación de su misma
vida. Cometiendo el pecado, el hombre rechaza este don y al mismo tiempo quiere
llegar a ser él mismo «como Dios, conociendo el bien y el mal» (cf. Gén 3, 5), es
decir, decidiendo sobre el bien y el mal independientemente de Dios, su Creador. El pecado
de los orígenes tiene su «medida» humana, su metro interior, en la voluntad libre del
hombre, y lleva consigo además una cierta característica «diabólica»,(29) como lo
pone claramente de relieve el Libro del Génesis (3, 1-5). El pecado provoca la
ruptura de la unidad originaria, de la que gozaba el hombre en el estado de justicia
original: la unión con Dios como fuente de la unidad interior de su propio «yo», en la
recíproca relación entre el hombre y la mujer («communio personarum»), y, por
último, en relación con el mundo exterior, con la naturaleza.
La descripción bíblica del pecado original en el Génesis
(c. 3) en cierto modo «distribuye los papeles» que en él han tenido la mujer y el
hombre. A ello harán referencia más tarde algunos textos de la Biblia como, por ejemplo,
la Carta de S. Pablo a Timoteo: «Porque Adán fue formado primero y Eva en segundo lugar.
Y el engañado no fue Adán, sino la mujer» (1 Tim 2, 13-14). Sin embargo,
no cabe duda de que independientemente de esta «distribución de los papeles» en
la descripción bíblica aquel primer pecado es el pecado del hombre, creado
por Dios varón y mujer. Este es también el pecado de los «progenitores» y a
ello se debe su carácter hereditario. En este sentido lo llamamos «pecado original».
Este pecado, como ya se ha dicho, no se
puede comprender de manera adecuada sin referirnos al misterio de la creación del ser
humano hombre y mujer a imagen y semejanza de Dios. Mediante esta
relación se puede comprender también el misterio de aquella «no-semejanza» con Dios,
en la cual consiste el pecado y que se manifiesta en el mal presente en la historia del
mundo; aquella «no-semejanza» con Dios, «el único bueno» (cf. Mt 19, 17), que
es la plenitud del bien. Si esta «no-semejanza» del pecado con Dios, santidad misma,
presupone la «semejanza» en el campo de la libertad y de la voluntad libre, se puede
decir que, precisamente por esta razón, la «no-semejanza» contenida en el pecado es
más dramática y más dolorosa. Además, es necesario admitir que Dios, como Creador y
Padre, es aquí agraviado, «ofendido», y ofendido ciertamente en el corazón mismo de
aquella donación que pertenece al designio eterno de Dios en su relación con el hombre.
Al mismo tiempo, sin embargo, también el ser
humano hombre y mujer es herido por el mal del pecado del cual es autor. El
texto del Libro del Génesis (c. 3) lo muestra con las palabras con las que
claramente describe la nueva situación del hombre en el mundo creado. En dicho texto se
muestra la perspectiva de la «fatiga» con la que el hombre habrá de procurarse los
medios para vivir (cf. Gén 3, 17-19), así como los grandes «dolores» con que la
mujer dará a luz a sus hijos (cf. Gén 3, 16). Todo esto, además, está marcado
por la necesidad de la muerte, que constituye el final de la vida humana sobre la tierra.
De este modo el hombre, como polvo, «volverá a la tierra, porque de ella ha sido
extraído»: «eres polvo y en polvo te convertirás» (cf. Gén 3, 19).
Estas palabras son confirmadas generación tras
generación. Pero esto no significa que la imagen y la semejanza de Dios en el ser
humano, tanto mujer como hombre, haya sido destruída por el pecado; significa, en
cambio, que ha sido «ofuscada» (30) y, en cierto sentido, «rebajada». En
efecto, el pecado «rebaja» al hombre, como nos lo recuerda también el Concilio Vaticano
II.(31) Si el hombre por su misma naturaleza de persona es ya imagen y
semejanza de Dios quiere decir que su grandeza y dignidad se realizan en la alianza con
Dios, en su unión con él, en el tender hacia aquella unidad fundamental que pertenece a
la «lógica» interna del misterio mismo de la creación. Esta unidad corresponde a la
verdad profunda de todas las criaturas dotadas de inteligencia y, en particular, del
hombre, el cual ha sido elevado desde el principio entre las criaturas del mundo visible
mediante la eterna elección por parte de Dios en Jesús: «En Cristo (...) nos ha elegido
antes de la fundación del mundo (...) en el amor, eligiéndonos de antemano para ser sus
hijos adoptivos por medio de Jesucristo según el beneplácito de su voluntad» (cf. Ef
1, 4-6). La enseñanza bíblica en su conjunto nos permite afirmar que la predestinación
concierne a las personas humanas, hombres y mujeres, a todos y a cada uno sin excepción.
«Él te dominará»
10. La descripción bíblica del Libro del
Génesis delinea la verdad acerca de las consecuencias del pecado del hombre, así
como indica igualmente la alteración de aquella originaria relación entre el
hombre y la mujer, que corresponde a la dignidad personal de cada uno de ellos. El
hombre, tanto varón como mujer, es una persona y, por consiguiente, «la única criatura
sobre la tierra que Dios ha amado por sí misma»; y al mismo tiempo precisamente esta
criatura única e irrepetible «no puede encontrar su propia plenitud si no es en la
entrega sincera de sí mismo a los demás».(32) De aquí surge la relación de
«comunión», en la que se expresan la «unidad de los dos» y la dignidad como persona
tanto del hombre como de la mujer. Por tanto, cuando leemos en la descripción bíblica
las palabras dirigidas a la mujer: «Hacia tu marido irá tu apetencia y él te
dominará» (Gén 3, 16), descubrimos una ruptura y una constante amenaza
precisamente en relación a esta «unidad de los dos», que corresponde a la dignidad de
la imagen y de la semejanza de Dios en ambos. Pero esta amenaza es más grave para la
mujer. En efecto, al ser un don sincero y, por consiguiente, al vivir «para» el otro
aparece el dominio: «él te dominará». Este «dominio» indica la alteración y la pérdida
de la estabilidad de aquella igualdad fundamental, que en la «unidad de los
dos» poseen el hombre y la mujer; y esto, sobre todo, con desventaja para la mujer,
mientras que sólo la igualdad, resultante de la dignidad de ambos como personas, puede
dar a la relación recíproca el carácter de una auténtica «communio personarum».
Si la violación de esta igualdad, que es conjuntamente don y derecho que deriva del mismo
Dios Creador, comporta un elemento de desventaja para la mujer, al mismo tiempo disminuye
también la verdadera dignidad del hombre. Tocamos aquí un punto extremadamente
delicado de la dimensión de aquel «ethos», inscrito originariamente por el Creador
en el hecho mismo de la creación de ambos a su imagen y semejanza.
Esta afirmación del Génesis 3, 16 tiene un
alcance grande y significativo. Implica una referencia a la relación recíproca del
hombre y de la mujer en el matrimonio. Se trata del deseo que nace en el clima del
amor esponsal, el cual hace que «el don sincero de sí misma» por parte de la mujer
halle respuesta y complemento en un «don» análogo por parte del marido. Solamente
basándose en este principio ambos y en particular la mujer pueden
«encontrarse» como verdadera «unidad de los dos» según la dignidad de la persona. La
unión matrimonial exige el respeto y el perfeccionamiento de la verdadera subjetividad
personal de ambos. La mujer no puede convertirse en «objeto» de «dominio» y de
«posesión» masculina. Las palabras del texto bíblico se refieren directamente al
pecado original y a sus consecuencias permanentes en el hombre y en la mujer. Ellos,
cargados con la pecaminosidad hereditaria, llevan consigo el constante «aguijón del
pecado», es decir, la tendencia a quebrantar aquel orden moral que corresponde a la
misma naturaleza racional y a la dignidad del hombre como persona. Esta tendencia se
expresa en la triple concupiscencia que el texto apostólico precisa como
concupiscencia de los ojos, concupiscencia de la carne y soberbia de la vida (cf. 1 Jn 2,
16). Las palabras ya citadas del Génesis (3, 16) indican el modo con que esta
triple concupiscencia, como «aguijón del pecado», se dejará sentir en la relación
recíproca del hombre y la mujer.
Las mismas palabras se refieren directamente
al matrimonio, pero indirectamente conciernen también a los diversos campos de la
convivencia social: aquellas situaciones en las que la mujer se encuentra en
desventaja o discriminada por el hecho de ser mujer. La verdad revelada sobre la creación
del ser humano, como hombre y mujer, constituye el principal argumento contra todas las
situaciones que, siendo objetivamente dañinas, es decir injustas, contienen y expresan la
herencia del pecado que todos los seres humanos llevan en sí. Los Libros de la Sagrada
Escritura confirman en diversos puntos la existencia efectiva de tales situaciones y proclaman
al mismo tiempo la necesidad de convertirse, es decir, purificarse del mal y librarse del
pecado: de cuanto ofende al otro, de cuanto «disminuye» al hombre, y no sólo al que es
ofendido, sino también al que ofende. Este es el mensaje inmutable de la Palabra revelada
por Dios. De esta manera se explicita el «ethos» bíblico en toda su amplitud.(33)
En nuestro tiempo la cuestión de los «derechos de
la mujer» ha adquirido un nuevo significado en el vasto contexto de los derechos de la
persona humana. Iluminando este programa, declarado constantemente y recordado de diversos
modos, el mensaje bíblico y evangélico custodia la verdad sobre la «unidad» de
los «dos», es decir, sobre aquella dignidad y vocación que resultan de la diversidad
específica y de la originalidad personal del hombre y de la mujer. Por tanto, también la
justa oposición de la mujer frente a lo que expresan las palabras bíblicas «el te
dominará» (Gén 3, 16) no puede de ninguna manera conducir a la
«masculinización» de las mujeres. La mujer en nombre de la liberación del
«dominio» del hombre no puede tender a apropiarse de las características
masculinas, en contra de su propia «originalidad» femenina. Existe el fundado temor de
que por este camino la mujer no llegará a «realizarse» y podría, en cambio, deformar
y perder lo que constituye su riqueza esencial. Se trata de una riqueza enorme. En la
descripción bíblica la exclamación del primer hombre, al ver la mujer que ha sido
creada, es una exclamación de admiración y de encanto, que abarca toda la historia del
hombre sobre la tierra.
Los recursos personales de la femineidad no son
ciertamente menores que los recursos de la masculinidad; son sólo diferentes. Por
consiguiente, la mujer como por su parte también el hombre debe entender su
«realización» como persona, su dignidad y vocación, sobre la base de estos recursos,
de acuerdo con la riqueza de la femineidad, que recibió el día de la creación y que
hereda como expresión peculiar de la «imagen y semejanza de Dios».
Solamente de este modo puede ser superada
también aquella herencia del pecado que está contenida en las palabras de la Biblia:
«Tendrás ansia de tu marido y él te dominará». La superación de esta herencia mala
es, generación tras generación, tarea de todo hombre, tanto mujer como hombre. En
efecto, en todos los casos en los que el hombre es responsable de lo que ofende la
dignidad personal y la vocación de la mujer, actúa contra su propia dignidad personal y
su propia vocación.
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