Theotókos
4. De esta manera «la plenitud de los tiempos»
manifiesta la dignidad extraordinaria de la «mujer». Esta dignidad consiste, por una
parte, en la elevación sobrenatural a la unión con Dios en Jesucristo, que
determina la finalidad tan profunda de la existencia de cada hombre tanto sobre la tierra
como en la eternidad. Desde este punto de vista, la «mujer» es la representante y
arquetipo de todo el género humano, es decir, representa aquella humanidad que es
propia de todos los seres humanos, ya sean hombres o mujeres. Por otra parte, el
acontecimiento de Nazaret pone en evidencia un modo de unión con el Dios vivo, que es
propio sólo de la «mujer», de María, esto es, la unión entre madre e hijo. En
efecto, la Virgen de Nazaret se convierte en la Madre de Dios.
Esta verdad, asumida desde el principio por la fe
cristiana, tuvo una formulación solemne en el Concilio de Efeso (a. 431).(18) En
contraposición a Nestorio, que consideraba a María exclusivamente como madre de
Jesús-hombre, este Concilio puso de relieve el significado esencial de la maternidad de
la Virgen María. En el momento de la Anunciación, pronunciando su «fiat», María
concibió un hombre que era Hijo de Dios, consubstancial al Padre. Por consiguiente, es
verdaderamente la Madre de Dios, puesto que la maternidad abarca toda la persona y no
sólo el cuerpo, así como tampoco la «naturaleza» humana. De este modo, el nombre «Theotókos»
Madre de Dios viene a ser el nombre propio de la unión con Dios,
concedido a la Virgen María.
La unión particular de la «Theotókos» con Dios,
que realiza del modo más eminente la predestinación sobrenatural a la unión con
el Padre concedida a todos los hombres («filii in Filio») es pura gracia y, como
tal, un don del Espíritu. Sin embargo, y mediante una respuesta desde la fe,
María expresa al mismo tiempo su libre voluntad y, por consiguiente, la participación
plena del «yo» personal y femenino en el hecho de la encarnación. Con su «fiat»
María se convirtió en el sujeto auténtico de aquella unión con Dios que se
realizó en el Misterio de la encarnación del Verbo consubstancial al Padre. Toda la
acción de Dios en la historia de los hombres respeta siempre la voluntad libre del «yo»
humano. Lo mismo acontece en la anunciación de Nazaret.
«Servir quiere decir reinar»
5. Este acontecimiento posee un claro carácter
interpersonal: es un diálogo. No lo comprendemos plenamente si no situamos toda la
conversación entre el ángel y María en el saludo: «llena de gracia».(19) Todo el
diálogo de la anunciación revela la dimensión esencial del acontecimiento: la
dimensión sobrenatural (***). Pero la gracia no prescinde nunca de la naturaleza
ni la anula, antes bien la perfecciona y la ennoblece. Por lo tanto, aquella «plenitud de
gracia» concedida a la Virgen de Nazaret, en previsión de que llegaría a ser
«Theotókos», significa al mismo tiempo la plenitud de la perfección de
lo «que es característico de la mujer», de «lo que es femenino». Nos
encontramos aquí, en cierto sentido, en el punto culminante, el arquetipo de la dignidad
personal de la mujer.
Cuando María, la «llena de gracia», responde a
las palabras del mensajero celestial con su «fiat», siente la necesidad de expresar su
relación personal ante el don que le ha sido revelado diciendo: «He aquí la esclava
del Señor» (Lc 1, 38). A esta frase no se la puede privar ni disminuir de su
sentido profundo, sacándola artificialmente del contexto del acontecimiento y de todo el
contenido de la verdad revelada sobre Dios y sobre el hombre. En la expresión «esclava
del Señor» se deja traslucir toda la conciencia que María tiene de ser criatura en
relación con Dios. Sin embargo, la palabra «esclava», que encontramos hacia el final
del diálogo de la Anunciación, se encuadra en la perspectiva de la historia de la Madre
y del Hijo. De hecho, este Hijo, que es el verdadero y consubstancial «Hijo del
Altísimo», dirá muchas veces de sí mismo, especialmente en el momento culminante de su
misión: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir» (Mc 10,
45).
Cristo es siempre consciente de ser el «Siervo del
Señor», según la profecía de Isaías (cf. 42, 1; 49, 3. 6; 52, 13), en la cual
se encierra el contenido esencial de su misión mesiánica: la conciencia de ser el
Redentor del mundo. María, desde el primer momento de su maternidad divina, de su
unión con el Hijo que «el Padre ha enviado al mundo, para que el mundo se salve por
él» (cf. Jn 3, 17), se inserta en el servicio mesiánico de Cristo.(20)
Precisamente este servicio constituye el fundamento mismo de aquel Reino, en el cual
«servir» (...) quiere decir «reinar».(21) Cristo, «Siervo del Señor», manifestará
a todos los hombres la dignidad real del servicio, con la cual se relaciona directamente
la vocación de cada hombre.
De esta manera, considerando la realidad
mujer-Madre de Dios, entramos del modo más oportuno en la presente meditación del Año
Mariano. Esta realidad determina también el horizonte esencial de la reflexión
sobre la dignidad y sobre la vocación de la mujer. Al pensar, decir o hacer algo en
orden a la dignidad y vocación de la mujer, no se deben separar de esta perspectiva el
pensamiento, el corazón y las obras. La dignidad de cada hombre y su vocación
correspondiente encuentran su realización definitiva en la unión con Dios. María
la mujer de la Biblia es la expresión más completa de esta dignidad y de
esta vocación. En efecto, cada hombre varón o mujer creado a imagen y
semejanza de Dios, no puede llegar a realizarse fuera de la dimensión de esta imagen y
semejanza.
III
IMAGEN Y SEMEJANZA DE DIOS
Libro del Génesis
6. Hemos de situarnos en el contexto de aquel
«principio» bíblico según el cual la verdad revelada sobre el hombre como «imagen y
semejanza de Dios» constituye la base inmutable de toda la antropología cristiana.(22)
«Creó pues Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra
los creó» (Gén 1, 27 ). Este conciso fragmento contiene las verdades
antropológicas fundamentales: el hombre es el ápice de todo lo creado en el mundo
visible, y el género humano, que tiene su origen en la llamada a la existencia del hombre
y de la mujer, corona todo la obra de la creación; ambos son seres humanos en el mismo
grado, tanto el hombre como la mujer; ambos fueron creados a imagen de Dios. Esta
imagen y semejanza con Dios, esencial al ser humano, es transmitida a sus descendientes
por el hombre y la mujer, como esposos y padres: «Sed fecundos y multiplicaos y henchid
la tierra y sometedla» (Gén 1, 28). El Creador confía el «dominio» de la
tierra al género humano, a todas las personas, tanto hombres como mujeres, que reciben su
dignidad y vocación de aquel «principio» común.
En el Génesis encontramos aún otra
descripción de la creación del hombre varón y mujer (cf. 2, 18-25) de la
que nos ocuparemos a continuación. Sin embargo, ya desde ahora, conviene afirmar que de
la reflexión bíblica emerge la verdad sobre el carácter personal del ser humano. El
hombre ya sea hombre o mujer es persona igualmente; en efecto, ambos, han
sido creados a imagen y semejanza del Dios personal. Lo que hace al hombre semejante a
Dios es el hecho de que a diferencia del mundo de los seres vivientes, incluso los
dotados de sentidos (animalia) sea también un ser racional (animal
rationale).(23) Gracias a esta propiedad, el hombre y la mujer pueden «dominar» a
las demás criaturas del mundo visible (cf. Gén 1, 28).
En la segunda descripción de la creación del
hombre (cf. Gén 2, 18-25) el lenguaje con el que se expresa la verdad sobre la
creación del hombre, y especialmente de la mujer, es diverso, y en cierto sentido menos
preciso; es, podríamos decir, más descriptivo y metafórico, más cercano al lenguaje de
los mitos conocidos en aquel tiempo. Sin embargo, no existe una contradicción esencial
entre los dos textos. El texto del Génesis 2, 18-25 ayuda a la comprensión de lo
que encontramos en el fragmento conciso del Génesis 1, 27-28 y, al mismo tiempo,
si se leen juntos, nos ayudan a comprender de un modo todavía más profundo la verdad
fundamental, encerrada en el mismo, sobre el ser humano creado a imagen y
semejanza de Dios, como hombre y mujer.
En la descripción del Génesis (2, 18-25)
la mujer es creada por Dios «de la costilla» del hombre y es puesta como otro «yo», es
decir, como un interlocutor junto al hombre, el cual se siente solo en el mundo de las
criaturas animadas que lo circunda y no halla en ninguna de ellas una «ayuda» adecuada a
él. La mujer, llamada así a la existencia, es reconocida inmediatamente por el hombre
como «carne de su carne y hueso de sus huesos» (cf. Gén 2, 25) y por eso es
llamada «mujer». En el lenguaje bíblico este nombre indica la identidad esencial con el
hombre: 'is - issah, cosa que, por lo general, las lenguas modernas,
desgraciadamente, no logran expresar. «Esta será llamada mujer ('issah), porque del
varón ('is) ha sido tomada» (Gén 2, 25).
El texto bíblico proporciona bases suficientes
para reconocer la igualdad esencial entre el hombre y la mujer desde el punto de vista de
su humanidad.(24) Ambos desde el comienzo son personas, a diferencia de los demás seres
vivientes del mundo que los circunda. La mujer es otro «yo» en la humanidad
común. Desde el principio aparecen como «unidad de los dos», y esto significa la
superación de la soledad original, en la que el hombre no encontraba «una ayuda que
fuese semejante a él» (Gén 2, 20). ¿Se trata aquí solamente de la «ayuda» en
orden a la acción, a «someter la tierra» (cf. Gén 1, 28)? Ciertamente se trata
de la compañera de la vida con la que el hombre se puede unir, como esposa, llegando a
ser con ella «una sola carne» y abandonando por esto a «su padre y a su madre» (cf. Gén
2, 24). La descripción «bíblica» habla, por consiguiente, de la institución
del matrimonio por parte de Dios en el contexto de la creación del hombre y de la
mujer, como condición indispensable para la transmisión de la vida a las nuevas
generaciones de los hombres, a la que el matrimonio y el amor conyugal están ordenados:
«Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla» (Gén 1, 28).
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