Varios carteros y una niña: los héroes que frenaron a Hitler el primer día de la II Guerra Mundial
El 1 de septiembre de 1939, la Alemania nazi atacó Danzig, dando comienzo al conflicto más devastador de la historia. Estaba seguro de que lo conquistaría en horas, pero un pequeño grupo de soldados se atrincheró en el edificio de Correos
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«Todo se hizo negro de nuevo ante mis ojos». Así recordaba Hitler la sensación que experimentó cuando le informaron en el hospital de que la Primera Guerra Mundial había terminado y de que Alemania había sido derrotada. Tenía veintinueve años y se estaba ... recuperando de un ataque con gas venenoso sufrido en el frente de Ypres. Pocos meses después, le comunicaron un segundo desastre: el Tratado de Versalles había declarado Danzig ciudad-estado libre y, a partir de ese momento, la administrarían conjuntamente Polonia y la Sociedad de Naciones. Para el joven Adolf aquel enclave «había sido arrebatado bajo coacción, con un revólver en la mano y amenazando a los germanos con la muerte por hambre», según denunció al llegar al poder en 1933.
Hitler no podía soportar que a los polacos se les permitiera mantener en aquella ciudad una oficina de correos, derechos portuarios especiales y, a partir de 1924, hasta un arsenal en la pequeña península de Westerplatte, que estaría protegido por un contingente de 88 soldados, según establecía el tratado. Era consciente de que aquel enclave y su corredor habían sido muy importantes para las comunicaciones y el comercio de Alemania. Por eso los convertiría años después en una de sus principales obsesiones, en el centro de su política exterior cuando se puso al frente del país. Danzig tenía que regresar a Alemania y tenía que hacerlo cuanto antes.
La principal baza de Hitler para recuperarla era que la ciudad seguía contando con una población mayoritaria de germanos. En concreto, el 90 %. El 10 % restante eran casubios, una etnia minoritaria procedente del centro y el norte de Polonia, que hablaba su propio dialecto. Sin embargo, la complejidad cultural que se daba en aquella región y que tanto odiaban los nazis en el periodo de entreguerras la representaba Günter Grass, premio Nobel de Literatura y Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 1999, que había nacido en Danzig en 1927, de padre alemán protestante y madre polaca casubia católica.
Desde el acuerdo de Versalles, la ciudad estaba regida por un Senado elegido democráticamente, pero las competencias exactas de Polonia sobre ella nunca quedaron definidas del todo en un estatuto. Por eso las fricciones con los nazis fueron constantes. En 1933, incluso, el Gobierno de Varsovia reforzó sus defensas de Westerplatte por lo que pudiera pasar. Construyeron búnkeres, denominados oficialmente «cuarteles» para no llamar la atención, y añadieron muros de hormigón al pie de los barrancones y de la villa de los suboficiales. Asimismo, establecieron siete puestos de guardia, dos de los cuales bloqueaban el acceso al continente a través del vulnerable istmo.
Ayuntamiento de Danzig
La intuición no les falló, porque tras la entrada de los nazis al Ayuntamiento de Danzig tras las elecciones municipales, estos comenzaron a pedir con insistencia el retorno de la ciudad a la madre patria. Este deseo tomó cuerpo, definitivamente, cuando en septiembre de 1938, durante un almuerzo en el Gran Hotel de Berchtesgaden, el ministro de Asuntos Exteriores del Tercer Reich, Joachim Ribbentrop, le sugirió al embajador polaco en Berlín, Józep Lipsky, que aquella urbe debía restituírseles a los alemanes. Su amenaza, aunque velada, había quedado clara.
En enero de 1939, Hitler aprovechó la visita del ministro de Asuntos Exteriores polaco, Józef Beck, para reiterar su petición en un tono más enérgico. Cuando la Wehrmacht ocupó Checoslovaquia y recuperó Memel en marzo, esta cuestión territorial quedó en suspenso. No hay que olvidar que esta última ciudad también se había declarado libre en el Tratado de Versalles. Todo parecía señalar, por lo tanto, que Danzig sería el siguiente objetivo, como indicó Ribbentrop antes de que acabara el mes, al convocar de nuevo al embajador Lipsky y exponerle que, a partir de ese momento, toda inferencia en el corredor se consideraría una agresión al Tercer Reich y un motivo de guerra.
El Führer firmó entonces una orden secreta para poner en marcha la invasión de Polonia, que debería empezar por su ansiada Danzig. Su conquista era de vital importancia, pues se trataba de una de las pocas salidas al mar con las que contaba el país. Su capitulación, además, imposibilitaría al enemigo responder por mar a los ataques alemanes, pero, antes de dar ese paso decisivo, los nazis prepararon el terreno con la ayuda inestimable de su famoso ministro de Propaganda, Joseph Goebbels.
Regreso a Danzig
A principios de verano de 1939, la cúpula de su partido recrudeció su campaña para soliviantar a la población alemana que le exigía el regreso de Danzig al Reich. Recién alumbrado el Fall Weiss —ese plan que preveía un inicio de las hostilidades antes de declarar formalmente la guerra y que ya le hemos contado en el capítulo anterior— y con los motores de las divisiones Panzer calentándose, Goebbels acudió el 17 de junio a la ciudad libre para darse un baño de masas.
Al parecer, le fue muy bien. Según los diarios de la época, algunos de ellos españoles, recorrió triunfalmente las calles engalanadas con banderas y fue recibido entre vítores por los ciudadanos de ascendencia germana. Una petición resonaba en el ambiente: «¡Queremos volver a Alemania!». En el edificio de la Ópera, Goebbels salió al balcón y pronunció un discurso con su característico tono enfervorizado, en el que declaró que era inevitable que Danzig regresara a manos de Hitler: «Vuestra resolución de volver a nuestra madre patria es irrevocable e invencible. Solo un mundo malévolo, envidioso e incapaz de comprender puede querer intentar oponerse a esta atracción irresistible de pueblo a pueblo». Y tras la primera ovación, apuntó: «Vuestra ciudad se ha convertido súbitamente en un problema internacional».
Acto seguido, el ministro de Propaganda cargó contra las aspiraciones territoriales que el Gobierno de Polonia había esgrimido en las jornadas anteriores: «Los polacos exaltados reivindican ahora la Prusia Oriental y la Silesia. Según su opinión, la futura frontera de Polonia deberá estar fijada por la línea del río Oder». En este punto hizo gala de su ironía: «Nosotros nos preguntamos por qué no piden a Alemania que les dé también el Elba o, incluso, el Rin, donde podrían encontrarse con su nueva aliada, Inglaterra. Pero eso no ocurrirá, porque el Reich posee el ejército más fuerte del mundo». Y, para finalizar, empleó las mismas palabras que Hitler había repetido en varias ocasiones: «Danzig es una ciudad alemana y quiere regresar al Reich. El mundo lo debería haber comprendido».
Dos unidades
Aquel discurso abrió la caja de los truenos. En los días posteriores y con la ayuda de Heinrich Himmler se crearon en la ciudad dos unidades (la SS-Heimwehr Danzig y la Verstärkter Grenzaufsichtsdienst), a las que se dotó con armamento pesado desde el Reich. Sus miembros hicieron todo lo posible para aumentar aún más la tensión con Polonia y preparar el escenario para un incidente internacional. La violencia escaló peldaños poco a poco hasta que, el 20 de julio, un guardia de fronteras polaco resultó asesinado a tiros. Se avisó a la comunidad internacional en múltiples ocasiones, pero esta no hizo nada. Era la época del apaciguamiento y nadie quería enfadar a los nazis.
El 25 de agosto de 1939, el acorazado Schleswig-Holstein, un viejo barco de entrenamiento construido entre 1905 y 1908 que había luchado en la batalla de Jutlandia en la Primera Guerra Mundial, llegó a las costas armado con 22 cañones. Aquel movimiento se camufló como una visita de buena voluntad, pero con la hora del golpe ya fijada: las 4.15 del día siguiente. En el último momento, Hitler se enteró de que Gran Bretaña había firmado un tratado de mutua defensa con su presa y que Mussolini se había bajado del carro, por lo que canceló su orden de atacar la ciudad de inmediato.
Los habitantes de Danzig sabían que aquello no era más que un pequeño respiro, pues llevaban mucho tiempo escuchando por las emisoras de radio germanas un montón de noticias falsas sobre las supuestas atrocidades que los polacos estaban cometiendo contra la minoría alemana. Algo que, evidentemente, era mentira. Lo único que estaba haciendo Hitler era preparar el terreno para encontrar una justificación pública, mientras la santabárbara del Schleswig-Holstein llena de bombas aguardaba para desatar su furia. Esta se inició el 31 de agosto por la tarde, cuando el brazo derecho de Himmler, Reinhard Heydrich, dio la orden para que se pusiera en marcha el atentado de falsa bandera contra la emisora de radio de Gleiwitz, ciudad fronteriza de Polonia, que también les contamos en este libro.
Westerplatte
Justo a esa misma hora, el capitán de navío alemán Gustav Kleikamp, al mando del Schleswig-Holstein, ordenó llamar a su camarote al alférez Wilhelm Henningsen, que había embarcado una semana antes en Memel con los hombres de la infantería de la marina de la 1.ª Flotilla de Minadores. Debían planificar el ataque sobre Westerplatte en la madrugada siguiente, aun sabiendo que el contingente defensivo de dicho enclave había pasado de 88 soldados a 210 en las semanas anteriores. Y aunque 27 eran reservistas civiles, también habían construido seis nuevos búnkeres y siete puestos de campaña más, con una red de trincheras protegidas por alambradas que se extendían a lo largo de toda la península.
Al mando de aquel emplazamiento estaba el comandante polaco Henryk Sucharski, que era plenamente consciente de que aquel emplazamiento seguía siendo una fortaleza insuficiente para aguantar la embestida de los nazis. Las mejoras no estaban a la altura del posible ataque, escuchando el odio que había empleado Goebbels en sus discursos. Westerplatte solo contaba con un cañón de 75 milímetros, dos cañones antitanque de 37 milímetros, cuatro morteros y varias ametralladoras medianas, por lo que la orden era aguantar solo 12 horas, hasta que llegaran los refuerzos.
Kleikamp y Henningsen establecieron que los 225 hombres de la compañía de infantes de marina deberían estar situados en posición, al este de la desembocadura del Vístula, una hora y media antes de que comenzase el bombardeo sobre Westerplatte. En principio, no tenían de qué preocuparse, porque el general Friedrich-Georg Eberhardt, que estaba al mando de la policía de Danzig, les había asegurado que contarían desde tierra con su apoyo y con el de los 1.275 miembros de la SS-Heimwehr Danzig, la citada organización alemana que había sido declarada ilegal en la ciudad. En total, mil quinientos nazis contra doscientos polacos que, a pesar de su evidente inferioridad, escribirían una de las páginas más impresionantes de la Segunda Guerra Mundial.
La hora del golpe
A las 18.35 horas del 31 de agosto, la máquina Enigma del acorazado recibió la orden en clave de iniciar el ataque. A continuación, se informó a todos los oficiales y, entre las 23.30 y la 1.45 de la madrugada del día 1, la infantería de marina desembarcó en Danzig y contactó con la mencionada policía. Después situaron sus ametralladoras al sur y al norte del canal y esperaron. A las 4.45, el Schleswig-Holstein se puso en zafarrancho de combate y lanzó desde el mar los primeros obuses de 280 milímetros sobre la guarnición de Westerplatte. El objetivo era que los polacos bloquearan su incursión y lanzaran una contraofensiva desde el puerto. También querían destruir la fortaleza y las baterías terrestres que se encontraban dentro del radio de acción de su artillería, sobre todo las de 15 centímetros, que estaban emplazadas en los barrios de Oxhöft y Hochredlau.
El ataque cogió por sorpresa a los habitantes de Danzig, que en los ocho minutos siguientes vieron cómo caían sobre los muros exteriores de la fortificación ocho proyectiles de 280 milímetros, 59 de 155 y seiscientos de 20, con los que pretendían abrir una brecha que allanase el camino a los infantes que aguardaban en tierra. Tras cesar el fuego, tres pelotones se lanzaron hacia el muro exterior con el apoyo de las ametralladoras. Uno de ellos logró volar la entrada exterior que, en un principio, les iba a permitir atravesar el puente natural que llevaba hasta la fortaleza. Al intentar cruzarlo, sin embargo, se encontraron con una dura resistencia. El fuego de cañón de 75 milímetros detuvo a los ingenieros cuando solo habían avanzado quinientos metros.
A las 6.22, incapaces de continuar, los alemanes se retiraron a sus posiciones iniciales y pidieron por radio que se reiniciara el bombardeo sobre Westerplatte con toda la artillería disponible. Danzig se despertaba sobresaltada por el ruido de los bombardeos y por las grandes columnas de humo que se elevaban desde los depósitos de combustible del puerto cuando explotaron en su interior. Por la mañana, la aviación nazi no pudo efectuar el ataque aéreo previsto debido al mal tiempo, pero el avance terrestre continuó hasta encontrarse con la férrea defensa de la pequeña guarnición de Westerplatte. Los polacos también se vieron obligados a retirarse y protegerse en la fortaleza, aunque al final del día estaban mucho mejor de lo que esperaban.
Para sorpresa de Hitler, aquel primer día de combates en Westerplatte costó a los germanos 82 bajas. La guarnición y el arsenal seguían resistiendo. Eso no impidió que, esa misma mañana, diera un discurso ante el Reichstag sobre el inicio de la guerra contra Polonia. En él, Danzig tuvo un protagonismo especial: «Desde hace años estamos sufriendo bajo la presión de un problema que se planteó en el Tratado de Versalles y cuyas consecuencias no son ahora insoportables. Danzig ha sido y es una ciudad alemana. El corredor ha sido y es, también, alemán. Danzig fue separada de nosotros, los polacos se anexionaron el corredor y, como en todas las regiones alemanas del este, los habitantes de dicho corredor han sido maltratados de manera intolerable. En 1919 y 1920, más de un millón de hombres con sangre alemana tuvieron que abandonar su patria […]. Por eso estoy resuelto a continuar esta lucha hasta el fin».
El edificio de correos
El único consuelo para los alemanes en aquel momento era que habían masacrado a los defensores de la oficina de correos, el segundo punto de Danzig donde se concentró la lucha de la ciudad. Hasta allí se había trasladado un contingente de policías afines a los nazis al mando de Willi Bethke. Este rodeó el edificio a las 4 de la mañana, 45 minutos antes de que el acorazado Schleswig-Holstein iniciara su bombardeo sobre Westerplatte. Después cortaron las líneas de teléfono y la electricidad, y, a la hora señalada, comenzó el intercambio de disparos con los sitiados.
A las 11.00, la Wehrmacht envió dos cañones de 75 milímetros y un obús de 105 de apoyo, pero la ofensiva fue contenida. A las 15.00, los alemanes declararon un alto el fuego provisional de dos horas y exigieron la rendición de los polacos, pero optaron por resistir. Mientras se llevaban a cabo las negociaciones, los zapadores nazis cavaron túneles bajo los cimientos del edificio y colocaron seiscientos kilogramos de explosivos. A las 17.00 los detonaron y destruyeron parte de la pared de la sede. Por el agujero se lanzó entonces el tercer ataque con el apoyo de la artillería. Capturaron la mayor parte del inmueble, pero el sótano se resistió. Frustrado, Bethke solicitó a los bomberos una cisterna, que llenaron de gasolina para inundarlo y prenderle fuego con granadas. Las llamas los obligaron a entregarse, empezando por el director, Jan Michoń, y el comandante, Józef Wąsik, a los que fusilaron de inmediato. Se contabilizaron dieciséis heridos, de los cuales seis acabaron falleciendo en el hospital de la Gestapo, incluida una niña de diez años. Los otros veintiocho supervivientes fueron arrestados y torturados junto a otros cuatrocientos ciudadanos de Danzig en la Escuela Victoria. Se desconoce su destino.
En Westerplatte, los doscientos polacos continuaban resistiendo al asalto, mientras la ciudad era tomada a una velocidad de vértigo tras la caída del edificio de correos. Los nazis no querían perder más hombres y decidieron esperar el apoyo de la Luftwaffe. Este llegó el día 2, cuando el tiempo mejoró y los Stukas pudieron despegar y perpetrar un devastador bombardeo que mató a ocho soldados y destruyó el búnker número 5, la emisora de radio, las bombas de los depósitos de agua, los morteros y los antitanques. Apenas hubo resistencia. Cuando se retiraron, el paisaje estaba sembrado de cráteres.
Polonia
Pese a la heroica resistencia de Danzig, en el resto de Polonia la campaña nazi avanzó con rapidez. En Westerplatte se siguieron repeliendo los ataques de manera incompresible. Se cree que Sucharski tuvo un momento de flaqueza el día 2, cuando, momentáneamente, sugirió la posibilidad de rendir el fuerte. Según el relato de algunos de los supervivientes, sufrió una crisis nerviosa, pero el resto de los suboficiales le quitaron la idea de la cabeza. Hitler estaba desesperado. No entendía cómo aquella pequeña fortaleza le estaba resultando imposible de conquistar cuando debería haber sido arrasada en unas horas.
El 6 de septiembre tuvieron una idea descabellada: lanzar un tren kamikaze envuelto en llamas contra sus defensas para abrir una brecha por la que pudiera entrar la infantería, pero el aterrorizado maquinista lo desacopló demasiado pronto y no logró alcanzar la cisterna de aceite que había dentro del perímetro polaco. El plan se volvió contra ellos, pues los vagones ardiendo dejaron un campo de tiro perfecto para los defensores, los cuales causaron numerosas bajas entre los alemanes.
El día 7, seis días después de que la artillería y la aviación hubieran machacado sin descanso sus posiciones y tras repeler continuos asaltos, la situación de los sitiados de Westerplatte, sin agua y con los heridos hacinados en los barracones, era insostenible. Al fin, Sucharski alzó la bandera blanca entre las ruinas y anunció la capitulación a las 9.45. Las órdenes de aguantar 12 horas las había logrado de sobra. Prueba de ello fueron las cerca de doscientas bajas de los germanos, a los que habría que sumar otro centenar de heridos, por solo quince bajas de los defensores y cincuenta heridos. Se cuenta que, al ver salir a los polacos, los soldados nazis se cuadraron ante sus enemigos en señal de respeto.
Stutthof, el infierno de Danzig
Sin embargo, el caso de Westerplatte y Danzig fue aislado, pues para ese día el resto del corredor y Polonia ya habían caído. Aquella ciudad demostró a los alemanes que no eran invencibles. Algunos historiadores creen que esta ciudad tuvo más influencia de lo que se cree, pues de ella aprendieron los aliados que el uso abusivo de la artillería no era suficiente para conseguir un triunfo rápido, que la capacidad de resistencia humana era imprevisible y que era necesario tener mejor información sobre el enemigo. Desde ese momento y hasta el final de la guerra, el Tercer Reich utilizó los astilleros para construir buques de guerra con los polacos como mano de obra esclava.
Pocos días después, antes de que finalizara el mes de septiembre de 1939, Hitler ordenó construir en Danzig su primer campo de concentración fuera de Alemania: el de Stutthof. Durante dos años solo fue un campo de internamiento civil para díscolos alejados del régimen. En 1941 pasó a ser un campo de educación laboral y, en 1943, un campo de concentración regular regentado por las temibles SS. A partir de ese momento, se deportó y encerró allí a decenas de miles de personas.
Las cifras bailan, aunque el United States Holocaust Museum baraja que hasta cien mil almas pasaron por sus barracones. De ellas, el 60 % fueron asesinadas. Unas en los campos de trabajo, otras, las que más, en la cámara de gas instalada por los nazis en junio de 1944. Según uno de los supervivientes, Steven Springfield, las condiciones eran pésimas, con epidemias de tifus que acababan con miles de presos, bajas temperaturas y una violencia descomunal por parte de los guardianes nazis.
En enero de 1945 comenzó el principio del fin del campo de Danzig. Ante la llegada de los aliados, los nazis iniciaron una serie interminable de «marchas de la muerte». El objetivo: que ninguno de los presos contara lo que había visto. Al entender que era imposible trasladarlos a todos, se inició la matanza. Llegaron a unos cinco mil judíos a la costa del Báltico y los ametrallaron en sus aguas. Otros tantos miles se ahogaron durante una evacuación a toda prisa cuando los soviéticos llamaron a las puertas. El calvario se terminó el 9 de mayo, cuando se liberó Stutthof.
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