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ABC Cultural

Las perversiones sexuales y los magnicidios más absurdos de los emperadores romanos, según Mary Beard

La 'rock star' de la historia antigua desvela en su nuevo ensayo el lado más íntimo de los hombres que lideraron la Ciudad Eterna

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Mary Bear, la autora superventas, durante la entrevista con ABC en la Fundación Juan March IGNACIO GIL
Manuel P. Villatoro

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Cuenta 68 primaveras, pero derrocha energía y jovialidad. La sonrisa de Mary Beard, catedrática de Estudios Clásicos en la Universidad de Cambridge y 'rock star' entre los aficionados a la Roma antigua, copa hasta la esquina más recóndita de la sala. Tras unos minutos con ella, uno descubre que esa alegría es más característica que su melena plateada. Sonríe... siempre sonríe. Por eso cuesta arrancar con una cuestión política. Pero queda prometido que será la única, y ella, agradable, ni siquiera tuerce el gesto.

–«Afirma en su nuevo libro que la autocracia sobrevive porque las gentes de bien bajan la cabeza. ¿Ve algún símil con la situación actual de España?».

Mary Beard, que presenta estos días el ensayo 'Emperador de Roma' (Crítica), sonríe de nuevo. «Sería de muy mala educación venir a España para hablar de la política de los demás. Pero sí que es cierto que la autocracia se basa en la complicidad. El gobierno de un solo hombre no sobrevive por la violencia, sino porque la gente simplemente baja la cabeza, lo acepta, sigue con su vida y no protesta», explica. Se detiene un segundo, pero solo para ordenar sus pensamientos. Normal, alberga casi 1.500 años de Imperio de sandalias y gladius en su cabeza. «Todo lo que está pasando en el mundo ahora nos demuestra hasta qué punto es frágil la democracia. Debemos apoyarla. Si falla es porque no hemos luchado bastante por ella», sentencia.

A vueltas con las fuentes

La cuestión no es baladí. Beard lleva años empapándose del tema para alumbrar su nueva obra, la enésima sobre Roma. Un menú trabajado cuyo plato principal es la vida más desconocida de los máximos líderes de la Ciudad Eterna –desde Julio César hasta Alejandro Severo–, pero que incluye también otras delicias como un extensísimo abanico de curiosidades íntimas o el análisis de las fuentes clásicas que narraron sus historias. Porque sí, aunque los textos de los Plutarcos y los Suetonios de rigor nos parezcan hoy palabra de Dios, la realidad es que los autores modificaban, exageraban y añadían a sus crónicas puñados de florituras para enganchar a sus lectores o congraciarse con el poder. Cosas que pasan hasta en las mejores familias.

«Muchas de las historias de los emperadores romanos no pueden ser verdad de manera literal», confiesa Beard. En sus palabras, hoy en día resulta imposible saber «qué es cierto y qué está rodeado de cierta ficción añadida por el autor». Lo que tiene claro es que, exageradas o no, todas las anécdotas esconden una enseñanza histórica de la que podemos beber. Y pone un ejemplo: «Se cuenta que Heliogábalo, al frente de Roma durante el siglo III, invitó un día a unas personas a cenar. Al terminar, dejó caer pétalos de rosas sobre ellas, pero fueron tantos que terminó por asfixiarlas». ¿Un exceso del cronista? Puede. Aunque eso no es lo importante para la catedrática. «La mejor lectura que podemos hacer es que era un líder generoso, pero también peligroso».

No es el único ejemplo. Beard nos explica de viva voz el caso de Tiberio, el sucesor de Octavio Augusto: «Se cuenta que había enseñado a unos niños, a los que llamaba sus 'pececitos', a mordisquearle los genitales mientras estaba en la piscina». ¿Realidad o ficción? Imposible saberlo. Pero es probable que lo que nos intentase decir Suetonio, el artífice de la crónica, es que aquel tipo era considerado un pervertido entre los ciudadanos. Amén de que los temas relacionados con el sexo gustaban tanto como lo hacen hoy a los lectores. «Nos atraen porque no sabemos las intimidades de los ricos en la cama, lo mismo que entonces. Proyectamos nuestras fantasías en la figura del emperador y nos preguntamos: ¿qué haría yo si fuese el hombre más poderoso del mundo?», corrobora.

Duro trabajo

Pero, más allá de anécdotas e intimidades, lo que vertebra el nuevo ensayo de Beard es la forma de jubilar a un mandamás por las bravas. «Ser emperador en Roma era un trabajo muy peligroso», afirma. Vayan por delante los datos: de la treintena de personajes que analiza en su obra, la mitad dejaron este mundo de forma violenta. Las crónicas cuentan, por ejemplo, que el sanguinario Caracalla fue apuñalado hasta la muerte por uno de sus soldados mientras orinaba y que Claudio, de trágico pasado, acabó sus días por culpa de un plato de setas envenenadas. Nada que ver con la imagen idealizada que albergamos del final de Julio César: «La mayoría no murieron en público en el nombre de las libertades políticas. Por lo general, los asesinatos los perpetraban su guardia personal o su propia esposa».

El porqué de esa mortalidad tiene nombres y apellidos. «El sistema de sucesión era muy incierto. En las monarquías medievales posteriores estaba claro: el poder lo heredaba el primogénito varón. Pero en Roma, el emperador era seleccionado. Eso reducía las posibilidades de tener a un idiota en el trono, pero aumentaba la incertidumbre», apostilla. Por si fuera poco, existía una lucha constante por aquella posición, vacante tan solo cuando el líder máximo expiraba. «Además de favorecer los asesinatos, todo este entramado exageraba también las sospechas. Para los cronistas era fácil decir que alguien había sido envenenado cuando, en realidad, había tenido una apendicitis o una peritonitis», completa.

Las rosas de Heliogábalo

Se acaba el tiempo; cuesta arañar minutos a una superestrella de la Historia a la que todavía esperan varias horas de entrevistas. Toca escoger la última pregunta con cautela: «¿Qué cree que aportaron los emperadores hispanos al Imperio romano?». Y, por última vez hoy, Mary Beard sonríe a ABC antes de responder: «Trajano y Adriano afianzaron la idea de que los emperadores no tenían por qué provenir de la élite italiana. A ellos les siguieron otros de orígenes todavía más diversos, como Septimio Severo, que era africano». Pues sí, una vez más, fuimos pioneros.

Y ya saben, no se olviden de sonreír, aunque hablen de magnicidios romanos o del sexo de los emperadores.

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