ENFOQUE
Las mentiras históricas más disparatadas sobre los guerreros vikingos
Tras la Segunda Guerra Mundial, ciencias como la arqueología y los análisis de ADN se han convertido en un puntal para acabar con los recurrentes mitos que instauró el Romanticismo y exacerbó la Alemania nazi en los años treinta
Hoy, tres expertos en el mundo nórdico destruyen en ABC los mitos más extendidos sobre los mal llamados 'asesinos del norte'
Desvelan el secreto del brebaje que convertía a los guerreros de élite vikingos en locos y letales

Fue mucho antes de que el viejo continente emanara ese tufo a pólvora que le acompañó a partir de 1914. A finales del siglo XIX, un sueco de mostacho poblado y pelo ensortijado llamado Hjalmar Stolpe sacudió el avispero del saber a base de ... brocha de arqueólogo. Tras meses de excavaciones en el asentamiento de Birka, a un suspiro de Estocolmo, se dio de bruces con el premio gordo; «quizá el más notable de todos los enterramientos del campo», según escribió. El muerto era un tipo muy duro y de alto estatus; a su lado descansaban varias armas de una calidad envidiable y los restos de dos jamelgos. Desde entonces, la tumba Bj.581 había sido considerada como la de un vikingo supremo y arquetípico.
Y así permaneció hasta que otro arqueólogo arribó hasta Birka cien años después. Neil Price guarda pocas similitudes con su colega Stolpe; gafillas redondas, afeitado apurado, cabello liso… A cambio, y como el sueco, ha dado la vuelta a lo que sabíamos de la historia nórdica. Hace ya más de un lustro, su equipo analizó el ADN que escondían los huesos de aquel soldado para desvelar algo que parecía imposible: el vikingo supremo era, en realidad, una mujer. O, como él mismo explica a ABC, «no era biológicamente masculino». Porque si hubiera que definir las dos características más llamativas del profesor, esas serían su tecnicismo enfermizo y las pocas palabras que dedica a responder.
Price consiguió algo memorable: demostró, con pelos, señales y huesos, que las mujeres eran un engranaje más en el mecanismo militar vikingo; una idea que los estudios habían desechado. Aunque lo que el mayor experto en historia nórdica de Europa repite hasta la saciedad va más allá de la tumba de Birka. De lo que está convencido es de que «debemos ir con precaución, cuestionar y revisar todas las suposiciones y tratar de evitar proyectar el presente en el pasado». Y, como herramienta para seguir estos mandamientos y acabar con los mitos y grabados a hierro candente, propone la arqueología: «En los últimos cuarenta años, esta especialidad ha revisado el estereotipo de los vikingos y ha demostrado que eran gentes diferentes entre sí». Demasiadas falacias, demasiados clichés.
Aquí hay dragones
La voz de Price no es la única que clama por una verdad sin maquillajes épicos. Desde tierras patrias, la historiadora Laia San José Beltrán coincide. Lleva más de una década zambullida en la historia nórdica, participa en 'El condensador de fluzo', ha publicado obras como 'Quiénes fueron realmente los vikingos' y vive para este pueblo. Sus tatuajes lo demuestran; tiene grabadas una Skjaldmö –escudera–, una Völva –sacerdotisa– y una granjera. Por videoconferencia, confirma a ABC que lo que propició el mito artificial fue un cóctel de varios ingredientes. El primero, que su historia fue escrita por pueblos que sufrieron su furia. Los ingleses, golpeados por sus incursiones debido a la cercanía geográfica, fueron los que más leyenda negra vertieron.
El ataque al monasterio inglés de Lindisfarne, en el 793, es un ejemplo claro. Se dice que descorchó la barbarie nórdica e inauguró la era vikinga, pero las descripciones del hecho son de religiosos atemorizados como Alcuino de York: «Mirad la iglesia de San Cutberto, salpicada con la sangre de los sacerdotes de Dios, expoliada de todos sus ornamentos». La frase que se extendió como la viruela por Europa fue dramática: «De la furia de los hombres del norte líbranos, Señor». A cambio, los escandinavos no empezaron a dejar sobre blanco su historia hasta dos siglos después, y en unos textos, las sagas islandesas, que mezclaban realidad con mitología. «Hay que leerlas con cautela. ¡Si hasta hay dragones!», explica San José.

Esas leyendas místicas son las que fueron exprimidas a la postre por una sociedad escandinava ávida de forjar sus mitos fundacionales. «La imagen, artificial en todos los sentidos, nació en el siglo XVIII con el Romanticismo y se extendió con los movimientos nacionalistas posteriores. Estas corrientes instauraron la figura del vikingo rudo, fuerte, testosterónico, pagano y cuya única finalidad era guerrear», confirma la historiadora. Cada uno añadió su granito de arena a esta montaña de falacias. En el XIX, por ejemplo, un director de ópera nos condenó a creer que sus cascos llevaban cuernos al incluirlos como atrezo en la representación de 'El Ocaso de los Dioses', de Wagner. Y hasta hoy.
Para colmo, ese espejismo se vio espoleado por textos clásicos extranjeros escritos al calor de la derrota. «La misma palabra 'vikingo' nació en el siglo XIX. Las sagas la utilizaban para referirse a los piratas y a los salteadores, y no al pueblo en su conjunto. Los ingleses la generalizaron con intenciones peyorativas», señala San José. La guinda a todo este entramado la puso Hitler. El nazismo sintió magnetismo hacia el ideal expansionista de este pueblo y la violencia que destilaban los escritos. Las SS fueron más allá; su líder, Heinrich Himmler, murió convencido de que había conocido a un descendiente directo del dios Tor y diseñó las insignias de la unidad con runas escandinavas.
Incursiones y comercio
El fin de la guerra trajo consigo una nueva eclosión de los estudios arqueológicos sobre los vikingos; en parte, para separar la realidad del mito. Según cuenta Price, desde entonces ha habido miles de descubrimientos, «no grandiosos, pero sí importantes para cambiar la imagen que tenemos de ellos». Uno de los más llamativos se sucedió en 2008, cuando fueron hallados en Salme, al este de Estonia, dos buques funerarios con los restos de 42 personas. Las firmas isotópicas desvelaron que eran guerreros que habían muerto a lo largo del 750 d.C. y que provenían del corazón de Suecia. Una verdadera revolución, pues se confirmó que el origen de las incursiones podría hallarse en el Báltico, y mucho antes de Lindisfarne.
Y como esta, decenas de muescas más. Una de las falacias que más escuece a San José es la idea de que los nórdicos eran un pueblo monolítico. No puede haber un error mayor. Los mismos barcos de Salme, así como otros tantos enterramientos, demuestran que la suya era una sociedad heterogénea con rencillas internas: «En sus 300 años de historia habitaron un territorio tan amplio como la península escandinava, no podían ser todos iguales». El mismo término ha degenerado hasta tal punto que cuesta entender qué pueblos abarca. «Parece que, al hablar de vikingo, nos referimos siempre a aquellos que se iban de incursión. Eso deja fuera a una inmensa masa de comerciantes, trabajadores, mujeres y niños», añade.

Mientras ametralla la leyenda negra, la historiadora lanza un suspiro. Sabe que acaba de adentrarse en terreno pantanoso. «Puf, las incursiones…». Su mismo origen genera controversia. La teoría más extendida sostiene que nacieron al calor de un aumento de hombres jóvenes que competían por pocas tierras de cultivo. En principio así era, pero las motivaciones cambiaron con el paso del tiempo. La arqueología avala esta idea; en 1980 fueron hallados los restos de dos vikingos en Repton (Inglaterra) que escondían un curioso secreto: eran parientes de primer grado. El descubrimiento demostró que aquellos viajes de pillería eran, en parte, un negocio familiar.
Pero, por mucho que nos ruborice, las incursiones son un reclamo que atrapa a la sociedad. La arqueóloga Cat Jarman, autora de 'Los reyes del río', está de acuerdo, aunque no por ello deja de disparar con bala de cañón contra el mito de que todos los escandinavos atravesaron alguna vez el mar con el hacha entre los dientes. «En realidad, el número que se iba de incursión era ínfimo», explica a ABC. Con voz dulce, esta británica de ojos azules y pelo rubio –muy vikinga– estudia desde hace años la influencia de los intercambios comerciales entre los nórdicos y el resto de Europa: «La violencia fue, sin duda, parte de aquella época, pero más todavía lo fue el comercio en los asentamientos que fundaban en sus viajes».

Jarman sabe de lo que habla. A principios de siglo, descubrió que una cuenta de cornalina hallada en el pequeño pueblo de Repton, saqueado en el siglo IX por los vikingos, había tenido un dueño muy viajero: «Provenía de la India, con toda probabilidad de Guyarat». La británica se propuso entonces recorrer con su pluma el trayecto que había hecho aquella piedra. Y el resultado supuso una revolución arqueológica. «Los escandinavos llegaron hasta Bagdad a través de los ríos. No se suele hablar de su expansión hacia el este, solemos quedarnos en Europa, pero allí fueron una pieza clave». Los asentamientos que levantaron los nórdicos se cuentan por decenas: Rusia, Ucrania, Irak… Y sin saquear ni violar. «Les motivaba el comercio, aunque no atraiga tanto al público», finaliza.
¿Brutales y drogados?
Si las incursiones han sido mitificadas, otro tanto ha pasado con el sistema de combate. Para empezar, San José diferencia entre los grandes ejércitos y los campesinos que atravesaban las aguas para hacer ataques relámpago y se marchaban antes de que llegaran las fuerzas regulares; una estrategia llamada 'strandkogg'. En sus palabras, y por mucho que repita la factoría Hollywood, los nórdicos estudiaban al milímetro las costumbres de sus enemigos para cazarles en los momentos más inoportunos del día; por ejemplo, cuando rezaban. Aunque el error más recurrente se relaciona con el armamento. «Lo que más se encuentra en las tumbas no son espadas, son hachas y lanzas. La razón es sencilla: eran mucho más baratas y fáciles de utilizar», añade.
La última mentira que destruyó la arqueología fue la de los berserkers; esos guerreros a los que, según las sagas, «el hierro no puede dañar» y que combatían como demonios tras llegar a un extraño trance. ¿Cómo lo conseguían? El enigma se desveló hace dos años gracias a un estudio de Karsten Fatur. El etnobotánico explicó que existe una planta, el 'Hyoscyamus niger' o beleño negro, que cuenta con propiedades analgésicas, hipnóticas y espasmódicas. Era el ingrediente básico de un brebaje que se tomaban antes de combatir.
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Esta fue la enésima investigación que ha dado un giro drástico a lo que sabíamos de los vikingos. «La imagen que nos da la arqueología es la de grandes constructores de barcos, excelentes navegantes, portentosos artistas... Es hora de desterrar la leyenda negra», finaliza San José.
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