Cuando España fomentaba el fraude electoral desde el Gobierno: «Se compran votos como cerdos»
A principios del siglo XX se podían pagar hasta 50 pesetas por papeleta, una cifra astronómica en una práctica generalizada y poco cuestionada por las autoridades, con la que se garantizaba la victoria siempre de los mismos candidatos
Siete detenidos en Almería, entre ellos dos candidatos del PSOE, por una supuesta compra de votos
Madrid
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Iniciar sesión«Lo que se haya de decir, de aquí a cien años, no le preocupa lo más mínimo, ni si se dirá algo. Las elecciones lo son todo y a ellas todo se supedita. Su arte no es otro que el de cazar votos. Si ... tiene dinero y no le duele gastarlo, los compra». Así cargaba Miguel de Unamuno contra el fraude electoral que se producía en España a finales del siglo XIX y principios del XX, y que, tristemente, vuelve a estar de actualidad estos días con el escándalo de Melilla: 'La Policía investiga en Melilla la supuesta compra de 10.000 votos por correo', titulaba ABC hace solo una semana.
Al igual que en la España de la Restauración, lo que ocurría en la ciudad autónoma y Almería era un secreto a voces. De momento hay 17 detenidos entre los dos enclaves. En el primero, Mustafá Aberchán, líder de la Coalición por Melilla, es el principal sospechoso, al que se suman otros representantes políticos y pequeños traficantes encargados de recorrer, puerta a puerta, las barriadas más deprimidas de la localidad para ofrecer dinero a los vecinos a cambio de sus votos.
En España, sin embargo, la práctica ha sido más habitual de lo que nos hubiera gustado. 'La Fiscalía denuncia al PSOE por la compra de votos en Huévar', podía leerse en la portada de ABC hace solo cuatro años. En 2011, entrevistamos a un camarero de 38 años en paro que, «harto de que los políticos incumplan sus promesas», había decidido vender su papeleta en las elecciones generales del 20-N. «¡Para lo que hacen con él, el provecho lo saco yo!», aseguraba. Y no fue el único, pues incluso se podían entrar anuncios en internet donde la gente ofrecía su voto a cambio de una modesta cantidad.
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Sin embargo, hubo una época en la que este mercadeo de conciencias se convirtió en una práctica habitual que fue impulsada por el Gobierno bajo el pretexto de la estabilidad. Era lo que el mismo Unamuno llamaba la «charla palúdica», en referencia a las aguas estancadas y llena de enfermedades que conformaba aquel sistema político creado por Cánovas del Castillo en 1876, que se prolongó hasta 1923, y en el que el poder se conseguía formalmente por las elecciones, pero en la práctica no reflejaban jamás la voluntad pública por esta compra masiva de votos permitida y fomentada desde las mismas autoridades locales y nacionales.
«Esa repugnante inmoralidad»
El cambio de poder en la Restauración dependía, sobre todo, de la voluntad de los caciques, que imponían a sus candidatos con fajos de billetes como el que va al supermercado. De ello dio buena cuenta ABC casi desde su fundación, como refleja esta noticia de 1905 sobre las denuncias realizadas por Joaquín González de la Peña poco después de ser nombrado ministro de Justicia:
«El ministro se ha dirigido a los fiscales para señalarles algunos de los abusos más graves que suelen cometerse en las contiendas electorales, como la compra de votos [...]. Respecto a esta repugnante inmoralidad que de algunos años a esta parte se viene generalizando en no pocas provincias, encarezco a todos los funcionarios del orden judicial y del ministerio fiscal la imperiosa y suprema necesidad de perseguirla con la mayor severidad y energía. Los presidentes y fiscales adoptarán, sin tibieza ni vacilación, las disposiciones que estimen más eficaces para que en la persecución y castigo de este delito se emplee todo el rigor de la ley, tanto los que venden su voto como contra los que lo compran».
Cuando se puso fin a la Primera República española en 1874, se construyó todo un sistema político que buscaba mostrar la apariencia democrática en torno a la figura de Alfonso XII, pero que en realidad se basaba en la alternancia de los dos principales partidos del país: el liberal y el conservador. Como han sugerido la mayoría de los historiadores, todas las técnicas empleadas para asegurar ese turnismo se basaban en lo que se conoce como 'pucherazo'. Ese fue el acuerdo al que llegaron los líderes de ambas formaciones, Cánovas del Castillo y Práxedes Mateo Sagasta, con el pretexto de asegurar la estabilidad del país y no volver a caer en la violencia del periodo anterior.
«Las elecciones son una farsa»
El control electoral se realizaba a través del ministro de la Gobernación, que se encargaba de formar las listas de los políticos a los que les tocaba salir elegidos, los llamados «encasillados», que transmitía después a los gobiernos locales para que ejercieran la presión social, política y económica necesaria que asegurase los resultados deseados. Para esta misión solía confiar en los caciques, grandes terratenientes locales que usaban se encargaban de ejercer dicha presión a cambio de favores y beneficios de los gobiernos.
Si esto no era suficiente y ponía en peligro el resultado pactado, como era habitual, se recurría directamente a la compra de votos y otras tácticas surrealistas como inscribir temporalmente a gente de otros municipios en el propio o votar en nombre de personas que ya habían fallecido. Así lo denunciaba, por ejemplo, el político y periodista Valentín Almirall en su libro 'España tal cual es', publicado en 1886:
«Las elecciones españolas son una completa farsa […]. Se confeccionan las listas de electores poniendo algunos nombres reales entre una serie de nombres imaginarios y, sobre todo, nombres de difuntos que en el acto de la votación están representados por empleados subalternos vestidos con trajes civiles. El autor de estas líneas ha visto en muchas ocasiones cómo su padre, a pesar de llevar muerto muchos años, acudía a depositar su voto en la persona de un barrendero o un policía vestido con un terno prestado».
50 pesetas por voto
Según contaba el historiador Imanol Villa en 'El Correo', la práctica más extendida fue poner precio a las papeletas y comprar las conciencias de quienes poco apego tenían por las ideas políticas y, además, necesitaban el dinero para sobrevivir. En 1891, por ejemplo, se produjo una sonada pugna electoral entre José María Martínez de la Rivas y Víctor Chávarri en la localidad vizcaína de Balmaseda, en la que se pagó tanto por los votos que, según se llegó a afirmar, acabaron con las reservas de moneda en los bancos bilbaínos.
Ese mismo año, el precio de las votos llegó a alcanzar las 50 pesetas, el sueldo de tres semanas de un obrero de la construcción. Una cifra desorbitada que reflejaba el enorme interés de algunos candidatos por salir elegidos durante todos aquellos años de farsa democrática. Así lo denunciaba también el político republicano Francisco Gascue Murga en 1904: «Se compran votos como se compran cerdos o carneros, bien al detalle o al por mayor». Y así fue durante mucho tiempo, incluso en las zonas donde no había redes de clientes lo suficientemente fuertes como para permitir estas prácticas caciquiles.
En esos casos era el propio elector quien ponía precio a su voto, es decir, valoraba su importancia en el proceso político. «De esta forma, el interés por 'servir' a la comunidad encontraba su correspondiente y muy interesante traducción en dinero», añadía Villa. Esto, sin embargo, no significa que, tal y como informaba ABC, no hubiera comicios en los que se produjeran denuncias, enfrentamientos, insultos y hasta agresiones por parte de aquellos que se oponían a dichas prácticas.
La paliza
Así ocurrió en Bilbao durante las elecciones a Cortes de 1903, cuando, entre otros muchos incidentes, hubo un grupo de veinte socialistas que sorprendieron a un agente del candidato apoyado por los católicos, tradicionalistas y nacionalistas, el señor Urquijo, en plena faena de compra de votos. Sin perder un minuto, lo cogieron y lo arrastraron hasta una taberna, donde le dieron una paliza brutal, rompiéndole la ropa y dejándole después en la calle casi desnudo. Pero la práctica siguió existiendo hasta el golpe de Estado de Primo de Rivera y la instauración de su dictadura.
«En el Congreso de los Diputados hubo ayer bastante animación. Se discutieron actas diversas y salieron a relucir sobornos, coacciones y compras de votos. El oro, por lo que se ve, ha corrido a ríos en las últimas elecciones. Siempre es un consuelo convencerse de ese lado práctico del sufragio universal, y en ese sentido, casi tanto como en emprender obras públicas para atenuar la miseria, deben pensar los Gobiernos en menudear las elecciones», advertía este diario, con cierto sarcasmo, en en octubre de 1905.
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