'Devotio Ibérica': el secreto que hacía de los hispanos una guardia de élite más letal que los legionarios romanos
Los 'devotii' consagraban su vida a la de su líder y consideraban un crimen sobrevivir si él moría en el campo de batalla; cuando esto sucedía, y según el mito, el suicidio era su única salida
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Iniciar sesiónLa lealtad fue la bandera –'signum', que dirían en la Ciudad Eterna– de las legiones. La Guardia Pretoriana, espada y escudo de Roma, juraba fidelidad incondicional al emperador. Su máxima era protegerle; conseguir que esquivara la barca de Caronte y un viaje pagado a ... través de la laguna Estigia. Pero su promesa desaparecía cuando este se sumía en el sueño eterno. A cambio, en aquella Hispania prerromana considerada por algunos ciudadanos de la 'urbs' como tierra de bárbaros, la rectitud traspasaba las fronteras de la muerte gracias a la 'devotio ibérica': una práctica a caballo entre el mito y la realidad que obligaba a los soldados a suicidarse si su jefe moría en el campo de batalla.
Al menos, eso es lo que se nos ha contado una y otra vez a lo largo de los últimos siglos. Lógico, pues el mito rebosa esa epicidad siempre anhelada en los libros de historia. La realidad, sin embargo, esconde muchos más grises que blancos y negros. En los últimos años, expertos como Carmen Alarcón Hernández o Benjamín Collado Hinarejos han separado la fábula de la verdad. Para empezar, es erróneo llamarla ibérica, pues la relación entre 'dux' y 'devotii' solía darse en los diferentes pueblos prerromanos de la península. Además, tal y como explica el catedrático Jaime Alvar Ezquerra en sus estudios sobre el tema, «la autoinmolación» no era siempre la primera opción de los soldados.
Fuentes clásicas
Cuesta desgranar los pormenores de este concepto. En el dossier 'Clientela, hospitum y devotio', Manuel Ramírez Sánchez lo define como una suerte de clientelismo militar en el que unos 'devotii' consagraban su vida a un 'dux' o 'strategos', según se usen los textos romanos o griegos. «A través de ella, el líder estaba protegido por un círculo de soldados que le acompañaba permanentemente, hasta el extremo de que estaban dispuestos a proteger la vida de su jefe con la suya propia», explica el experto español. La relación de servilismo y lealtad era tal que, en palabras de los autores clásicos, esta guardia personal consideraba una afrenta sobrevivir si su líder había muerto espada en mano.
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Uno de los primeros autores en hacer referencia a esta costumbre fue Valerio Máximo, nacido en el siglo I a.C. En sus textos, el escritor dejó sobre blanco que, para los habitantes de Hispania, «era un oprobio el sobrevivir en una batalla a aquel a quién habían ofrecido su vida con el juramento de defender la de él». Su colega Cayo Crispo Salustio corroboró esta idea y añadió que los soldados se consagraban a los reyes «y se negaban a sobrevivirles». Ambos eran partidarios de que esta curiosa costumbre se llevaba a cabo tan solo entre los celtíberos; en la práctica, los pueblos que habitaban el sector oriental de la meseta (Soria, Teruel, Cuenca...).
A partir de aquí, los autores clásicos que hacer referencia a esta tradición se cuentan por decenas. Tal y como explica la ya mencionada Carmen Alarcón Hernández en el documentado dossier 'La devotio ibérica y R. Étienne', uno de los más explícitos fue Plutarco. En sus textos, el historiador del siglo I d.C. dejó claro que «es una costumbre ibérica que los que forman alrededor de un jefe mueran con él y si cae, y los bárbaros de allí lo llaman consagración». De lo que no habló fue de suicidio como tal ni de la forma de perpetrarlo. Algo que sí hizo el también escritor, geógrafo y cronista Estrabón (63 a.C. - 23 d.C.):
«Es ibérica la costumbre de llevar encima un veneno, que obtienen de una planta parecida al opio, indoloro, para tenerlo a su disposición en situaciones indeseables, así como el consagrarse a aquellos a quienes se vinculan hasta el punto de morir voluntariamente por ellos».
Ya en la era moderna, el experto que más defendió que la autoinmolación era un elemento clave de la 'devotio ibética' fue el francés Robert Étienne. En 'Le culte impérial dans la Péninsule Ibérique', este doctor en historia dejó claro que el suicidio era «un hecho típicamente ibérico que muestra hasta dónde podía llegar la 'fides'» de sus combatientes. En su opinión, la muerte del 'devotus' era obligada si su patrón caía en batalla; la idea de no haber cumplido la misión que había jurado era una losa demasiado pesada, al igual que lo era para los japoneses. A su vez, el ya fallecido autor consideraba que el pueblo íbero estaba ligado a las armas y que no podía vivir sin guerrear.
Tres ejemplos
Es cierto: los autores clásicos alaban hasta enroncar esta costumbre. Pero, a cambio, no dejan sobre blanco ni un solo ejemplo de suicidios colectivos tras la muerte en batalla de un líder. Lo que sí ha quedado grabado en los libros de historia son tres casos que los historiadores han calificado tradicionalmente de 'devotio ibérica'.
El primero se sucedió durante la guerra que libró Publio Cornelio Escipión en Hispania contra los cartagineses. En ella, los dos reyes del pueblo ilergete, Indíbil y Mandonio, jugaron a un doble juego de alianzas entre unos y otros hasta que declararon su 'devotio' al romano. El pacto, sin embargo, quedó roto –o eso afirman expertos como Alberto Prieto– cuando les fue comunicada una noticia falsa: la muerte del general. La traición les costó cara. Poco después de alzarse contra las legiones romanas, fueron atrapados y ajusticiados junto a sus hombres.
Más claro todavía es el caso de Quinto Sertorio, político y general romano durante el ocaso de la República. En palabras de Plutarco, la lealtad y las buenas artes militares de los íberos habían cautivado hasta tal punto a la Ciudad Eterna que este personaje se hizo rodear de una guardia personal de soldados hispanos o 'devotii':
«A los demás jefes les acompañaban unos pocos escuderos y amigos, pero a Sertorio muchas decenas de miles de hombres que se habían consagrado a ello. Y se cuenta que, producida una derrota ante una ciudad y al atacar los enemigos, los íberos, despreocupándose de ellos mismos, salvan a Sertorio, y alzándolo en los hombros de unos a otros lo levantaron hasta las murallas, y cuando el jefe estuvo a salvo, entonces cada uno de ellos se dio a la fuga».
El último ejemplo se enmarca durante el cerco de Numancia. Étienne es partidario de que, cuando el caudillo Retógenes rompió el cerco romano en el siglo II a.C. para pedir auxilio, lo hizo acompañado de un séquito de cinco jóvenes. Todos ellos, combatientes que se habían consagrado a él a través de la 'devotio'. Una afirmación que no convence a Carmen Alarcón Hernández. «Esta noticia, incluida en un relato de Apiano, no documenta explícitamente la práctica de la 'devotio'», insiste la historiadora.
Sí existe un caso que, aunque no haga referencia a la autoinmolación como tal, ofrece pistas sobre cómo veían en la 'urbs' a los guerreros hispanos. Según Dión Casio, ya en la época del Imperio romano se dio una 'devotio pro salute principis' cuando el edil de la plebe Sexto Pacuvio Tauro juró lealtad al primer emperador de Roma, Octavio Augusto. Así lo escribió: «Y mientras algunos le mostraban su agradecimiento de forma exagerada, Sexto Pacuvio o, como otros lo llaman, Apudio, los superó a todos. Durante una reunión del Senado consagró su propia vida a Augusto, al modo de los íberos, y aconsejó a todos los demás que hicieran también lo mismo».
Mitos de la 'devotio ibérica'
En su extenso informe, Carmen Alarcón Hernández también arremete contra algunas de las teorías más extendidas sobre la 'devotio ibérica'. Su máxima es que debemos despojar a esta práctica del carácter mítico que se la ha atribuido. Lo que más le escama es esa idea de que los guerreros estaban obligados a suicidarse cuando moría su jefe. Como otros tantos colegas –entre ellos, el mismo Alvar–, la historiadora cree que solo recurrían a esta práctica en casos aislados –cuando no podían hacer nada para procurar su salvación– y que se deberían tener en cuenta «el abundante número de casos de abandono de los clientes militares a su patrono».
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A su vez, insiste en que no es lógico ver a los íberos como un bando monolítico, sino como un conjunto de pueblos con un millar de costumbres independientes a sus espaldas. La clave, por tanto, es que la 'devotio' no debería considerarse ibérica; un argumento que también esgrimía Benjamín Collado Hinarejos en ABC hace algunos meses:
«La 'devotio' fue ampliamente aprovechada por cartagineses y romanos, sobre todo estos últimos en las guerras civiles que los enfrentaron entre sí durante el siglo I a.C., y que también se disputaron en parte en Hispania. Gracias a la devotio los generales en conflicto conseguían ejércitos totalmente fieles y dispuestos a luchar hasta la muerte. Aunque se suele hablar de 'devotio ibérica', lo cierto es que instituciones muy parecidas también se dieron entre otros pueblos de la Península, como los celtíberos, y de fuera, por ejemplo, en las Galias, Germania o en la misma Roma arcaica».
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