¿Cuántos castillos hay en España? Una asociación revela la verdad tras la eterna pregunta
Para la AEAC, la arquitectura defensiva engloba desde los castros prerromanos, a los fuertes de las guerras actuales
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Iniciar sesiónLuces, cámara y acción en la campiña manchega. En 1961, Cuenca vivió con fervor el prometido advenimiento de Míster Marshall, aunque reencarnado en cineasta. Anthony Mann, director de una veintena de largometrajes, desembarcó en tierras españolas para llevar a la gran pantalla la leyenda de ... Rodrigo Díaz de Vivar. El rodaje de 'El Cid' cautivó corazones y atrajo a miles de extras gracias a sus protagonistas: Charlton Heston y Sophia Loren. «Los soldados cobran cien pesetas diarias, y los que se dejan crecer la barba tienen paga extra», explicaba ABC. Por darle, se le dio un papel hasta al castillo de Belmonte, que emuló al de La Calahorra. ¿Se podía pedir más?
Para Miguel Ángel Bru Castro, sí. Desde el corazón de la sede en Madrid de la 'Asociación Española de Amigos de los Castillos' (AEAC), el Doctor en Arqueología Medieval da un pellizquito de monja a Mann y a los responsables de ese error. «¡Escogieron una fortificación del siglo XV, cuando el Cid vivió en el XI!», admite. En la práctica, bromea con sorna, es similar a «poner a los Reyes Católicos en la Gran Vía». A su vera, derecha e izquierda, dos figuras asienten: Pablo Schnell Quiertant –licenciado en Prehistoria y Arqueología y gestor de la AEAC– y Rafael Moreno García –director de la sección de investigación y divulgación del mismo grupo–.
El ejemplo deja sobre la mesa una realidad que causa comezón: nos falta cultura de la poliorcética, el arte de construir fortificaciones. Y eso, a pesar de que la península es una tierra vertebrada por castillos. «En la asociación tenemos cuantificados más de diez mil. En concreto, unos 10.400», sentencia Moreno. El problema, añade Schnell, es el precario estado en el que se hallan y el poco valor que se les ha dado: «La AEAC nació en 1952, después de que sus fundadores convencieran a Franco de que firmara un decreto que reconocía a todos los castillos la categoría de monumento y se comprometía a su protección. Hasta entonces eran un patrimonio olvidado, un patito feo».
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Mucho ha llovido desde aquellos días; más de medio siglo en el que el concepto ha evolucionado, ha sufrido mutaciones y se ha ramificado. A la pregunta obligada –¿qué es un castillo?–, se lanza de bruces Schnell. Lo más adecuado, responde, sería cambiar el concepto por uno que engloba de manera más eficiente la infinidad de construcciones que trufan nuestra península ibérica: arquitectura defensiva. «Existe un Plan Nacional que apuesta por este término. En la práctica, hace referencia a cualquier construcción que tenga una finalidad de protección», añade. Porque sí, para esta asociación tiene la misma consideración un castro de hace miles de años, que un posición defensiva de la Guerra Civil. «Son una evolución lógica de miles de años de fortificación», sostiene Moreno.
Antes y después de Roma
Esta definición es el truco, con muchas comillas, de la AEAC para tener contabilizada tamaña cantidad de castillos por todo el territorio español. Uno que Schnell, especialista en historia antigua, defiende con fervor. En sus palabras, las primeras fortificaciones del territorio peninsular se levantaron ya en el Neolítico, «allá por el octavo o noveno milenio antes de Cristo». El trío pone mil ejemplos, pero, como saben que esos tiempos suenan algo lejanos, prefieren dar un salto a una arquitectura defensiva más reconocible para la sociedad: los castros prerromanos del siglo VI a. C. «No tenían una planta concreta y se adaptaban bien al terreno», explica Moreno. En la práctica eran poblados fortificados con parapetos, empalizadas, fosos y, con suerte, alguna que otra muralla. «Un ejemplo sería el de Los Millares, en Almería», completa.
Pero este sistema, basado en la edificación de poblados dispersos en los que vivían apenas una veintena de familias, explotó cuando cartagineses y romanos arribaron a la península en el siglo III a. C. ávidos de conquistas. Con ellos se produjo la primera gran revolución en la arquitectura defensiva ibérica «¿Qué podían hacer los castros frente a ejércitos de diez mil hombres con un tren de asedio colosal?», se pregunta Bru.
Ante la imposibilidad de defenderse, los habitantes apostaron por la 'contributio', como la llamaban los latinos. «Empezaron a reunirse en ciudades que amurallaban, como la de Torre Gabasa», explica Schnell. A la par, las legiones trajeron también lo que la AEAC considera otro tipo de fortalezas: los campamentos militares. «¡Claro que eran castillos! Tenían fosos, muros y torres. Además de elementos que, luego, se utilizaron en otras fortificaciones posteriores», completa Moreno.
Le pedimos a los expertos que nos ilustren con un ejemplo que beba de estos campamentos, y Moreno nos regala uno: la alcazaba de Mérida, edificada en el siglo IX d. C. «Es una fortaleza islámica clásica con una planta parecida». Y, para colmo, se edificó con restos de la época tardorromana.
Edad de oro
Fue alrededor de los siglos X y XI, tras el estallido de la Reconquista, cuando llegaron al fin a Hispania los castillos que resuenan todavía en nuestras cabezas; esos de torres y puente levadizo. Pero, según las palabras de Schnell, hay que ser cautos a la hora de analizarlos y clasificarlos. En primer lugar, porque su diseño no estaba estandarizado y respondía a una función concreta. «Uno de los más habituales era el fronterizo, dedicado a proteger el paso del enemigo. Un ejemplo sería el de Calatrava la Nueva», explica. Otros tantos contaban con una finalidad fiscal –cobrar impuestos– o, incluso, defender a los mismos sitiadores. «Cuando dejaban de ser útiles, se abandonaban. ¿Para qué vas a llevar víveres a una guarnición en lo alto de un cerro si no hay enemigos?», completa.
El gran mito de los asedios medievales
Uno de los peores pecados de Hollywood ha sido extender los mitos sobre los asedios medievales. «Nos preguntan mucho si es cierto que se arrojaba aceite o agua hirviendo sobre el enemigo. Y no, es mentira. Era absurdo desprenderse de un líquido que podían beberse y de otro que les permitía hacer funcionar algunas máquinas», explica Bru. El miembro de la AEAC es partidario de que, de usar, nuestros antepasados más lejanos habrían usado cal viva. «Si le caía a un soldado en mitad del combate, sudando y con la coraza puesta, le abrasaba por dentro. Además, no era una sustancia que pudieran comerse», finaliza. Por lo general, los asaltos se llevaban a cabo a golpe de largas escalas, arietes o trabucos. Estos últimos, ideados para disparar piedras.
Aunque la función más básica de estas fortalezas, recuerdan casi a coro los miembros de la AEAC, era la simbólica. «Durante una parte de la Edad Media solo tenían potestad para construir castillos en un territorio concreto los señores y las ciudades de realengo», añade Schnell. Eso implicaba que muchos se levantaban para que tal o cual noble demostrara su poder y su riqueza; la mayor parte, de hecho, no llegaban a intervenir en un combate. «Es lógico. ¿Cuántas batallas han librado los destructores de las principales armadas del mundo? Ninguna», añade el experto. Como ellos, este tipo de construcciones eran disuasorias.
El ejemplo más claro de que parte de los castillos tenían una función simbólica era el mismo corazón de la fortaleza cristiana: la torre del homenaje. Un torreón que actuaba como último baluarte frente al enemigo, podía aislarse del resto de la construcción y disponía de aljibes para nutrir de agua a los defensores. «En contra de lo que hacían los musulmanes, las cristianas eran muy grandes para mayor ostentación», completa Schnell.
En todo caso, fue toda esta amalgama de construcciones medievales, con pocas características comunes y mil diferencias, la que forjó lo que Moreno denomina la 'edad dorada' de los castillos; esa que cautiva a pequeños y mayores en los viajes que organiza la asociación.
A golpe de pólvora
El ocaso de estos colosos llegó en el siglo XVI, cuando se generalizó el uso de la pólvora. Desde entonces, los castillos pasaron a ser fortalezas abaluartadas. La defensa en vertical mediante muros altos y gruesos se abandonó en favor de las fortificaciones más achatadas y enterradas en la tierra. Y todo, respaldado por baluartes. Los objetivos eran dificultar el disparo a los cañones y favorecer el uso de artillería desde un nuevo tipo de torres más anchas. «Se valían también del glacis: una pendiente previa al foso que se limpiaba de vegetación para extender el campo de visión», apostilla Moreno.
El perfeccionamiento de los trenes de artillería impulsó el nacimiento del fuerte poligonal;#una construcción ideada para resistir la artillería más ruda. «Se sustituyeron los baluartes por caponeras, fortificaciones subterráneas más pequeñas, y se fomentó el uso de fusilería», completa Moreno. Aquella arquitectura defensiva fue el canto de cisne de los castillos más icónicos.
Después llegó el hormigón, que supuso un giro radical y llevó al nacimiento de las regiones atrincheradas. Aunque, como recuerdan desde la AEAC, estas no fueron muy habituales en España.
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