«Con el cerebro de una oveja»: así era el general que ejecutó al 10% de la población de Manila en la IIGM
Nunca se encontró el cadáver del general Iwabuchi, que se murió en extrañas circunstancias al final de la Segunda Guerra Mundial sin explicar por qué asesinó a cien mil inocentes en la capital filipina
Morir matando: el recuerdo traumático de los supervivientes españoles de la masacre de Manila
Israel Viana
Madrid
Mucho se ha escrito sobre Sanji Iwabuchi desde 1945, sin que nadie haya sabido desentrañar cuáles fueron las razones exactas que llevaron a este general japonés a desobedecer las órdenes de sus superiores y sembrar el terror en la capital filipina cuando la Segunda Guerra Mundial ... iba a terminar. En su novela 'Dejé mi corazón en Manila' (La Esfera de los Libros, 2020), Marta Galatas lo describe como «tozudo y fanático». Para John Kennedy Ohl, «Iwabuchi no quería sobrevivir a otra derrota, especialmente sin ofrecer batalla, y decidió luchar hasta la muerte por la ciudad».
En 'Who Was Who in World War II' ('Quién es quién en la Segunda Guerra Mundial', 1976), el historiador militar inglés Juan Keegan lo definió como «el comandante japonés que lideró el intento suicida de evitar que las tropas estadounidenses tomaran Manila y el hombre responsable de la muerte de cien mil filipinos en un solo mes, así como todos los soldados japoneses que tenía a su mando». Para Michael Arnold, autor de 'Imperial Atrocities' ('Atrocidades Imperiales', Strategic Book, 2022), fue igualmente «el culpable de las atrocidades de Manila, pero al murió, los americanos decidieron ir a por Yamashita», su jefe, que fue ejecutado en la horca en 1945.
Una de las mejores definiciones de Iwabuchi es, sin embargo, la del célebre historiador británico Max Hastings, para quien el general tenía «el corazón de un león y el cerebro de una oveja», igual que otros muchos comandantes japoneses de aquella fase de la guerra, cuya norma era obedecer hasta la muerte sin preguntarse si la orden que les habían dado tenía algún sentido militar. Pero en este caso hubo una diferencia: nuestro protagonista desobedeció por una vez a sus superiores, pero fue precisamente para sembrar de cadáveres la capital de Filipinas, a pesar de que ya no tenía ninguna posibilidad de ganar ni recuperar el territorio.
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Hace tres años, Álvaro del Castaño, hijo y nieto de supervivientes de aquel exterminio, pues su abuelo fue el cónsul general de Filipinas nombrado por Franco para atender a los españoles allí residentes, contaba a ABC [enlace en el subtítulo] los recuerdos que le había transmitido su padre de aquellos terribles días: «Él era solo un niño, pero recordaba perfectamente a los japoneses que perpetraron las matanzas mientras estaba allí con su familia. Para él, no eran más que soldados hambrientos, harapientos y desolados. Se les veía incultos y zafios, como chacales sin destino, lo que hizo que perdieran toda humanidad y se entregaron a sus peores pesadillas». Pero, ¿qué ocurrió para que esto sucediera?
La retirada
El 3 de febrero de 1945 había comenzado la batalla de Manila, en la cual los estadounidenses se lanzaron a reconquistar el archipiélago que los japoneses les habían arrebatado en 1942. En ese momento, la capital tenía aproximadamente un millón de habitantes, incluida la numerosa colonia de españoles. Todos, en principio, respiraban tranquilos y estaban convencidos de que los japoneses, tras tres años de rígida disciplina y un aumento considerable de los presos políticos, huirían de manera rápida y pacífica. Sabían que no tenían nada que hacer y no tenía sentido causar más daño. Pero se equivocaron. Iwabuchi, cual lobo solitario, actuó en contra de las decisiones de sus superiores y de la manera más siniestra posible.
El día que comenzó la reconquista de Estados Unidos, este comandante de la fuerza naval japonesa decidió, efectivamente, desatar la barbarie por su cuenta y riesgo hasta límites inhumanos. En tan solo 29 días, él y sus cerca de 20.000 hombres, entre marinos y soldados, aniquilaron a más del 10% de la población de Manila. Fueron asesinados más de cien mil inocentes sin razón aparente, pues la plaza ya estaba perdida. Todavía hoy es considerada la mayor masacre de la historia en un asedio bélico, a una ciudad moderna, junto a Leningrado y Nankín.
Lo cierto es que no debería haberse derramado ni una gota de sangre en la retirada, porque Yamashita Tomoyuki, comandante de las fuerzas japonesas, declaró Manila «ciudad abierta» con el objetivo de que los habitantes pudieran salir de la capital sanos y salvos. Por esa misma razón, ordenó la retirada de sus tropas a las colinas cercanas. Víctor Martínez, que ahora ronda los 90 años, pero entonces no era más que otro de los niños españoles que residían allí, recordaba en el mismo reportaje de ABC, en 2020, a los que sí decidieron obedecer a Yamashita empujando los carros con sus manos en la huida: «Algunos fusiles llevaban cañas de bambú con la punta afilada en vez de bayonetas. Fíjate qué armamento... ¡La imagen era vergonzosa!».
Morir, antes que rendirse
«A diferencia de Yamashita, Iwabuchi creía que Manila era un activo vital que debería negarse a los estadounidenses durante el mayor tiempo posible», defendía Kennedy Ohl. Por esa razón se obsesionó con evitar que los norteamericanos se hicieran con el control de un puerto tan importante y estratégico como el de la capital, que más adelante podría ser usado para conquistar Japón. Por lo tanto, la Marina nipona al mando de Iwabuchi tomó posiciones y sus veinte mil hombres, entre los que había algunos taiwaneses y coreanos en funciones auxiliares, se atrincheraron al sur del río que cruzaba la ciudad: el Pasig.
Sin embargo, un grupo importante se quedó en Intramuros, donde los callejones estrechos y las murallas de piedra, junto con las armas recuperadas de los buques del puerto, fueron una trinchera inmejorable contra un asalto de infantería. Y según preparaba a sus para la batalla final, Iwabuchi se mostró inflexible: «Nos sentimos muy felices y agradecidos por esta oportunidad de servir a nuestro país en una batalla épica. Ahora, con las fuerzas que nos quedan, nos enfrentaremos valientemente al enemigo. ¡Banzai al emperador, estamos decididos a luchar hasta el último hombre!».
Iwabuchi y sus guerreros preferían el sacrificio a la rendición, a pesar de que se enfrentarían a unas fuerzas americanas que les doblaban en número y tenían un armamento decididamente superior. Morirían matando. Fue en ese momento cuando se inició la batalla con un ataque por sorpresa de los norteamericanos por el norte de Manila, con el objetivo de liberar a los detenidos en el campo de internamiento de la Universidad de Santo Tomás. Su éxito fue tan notable que Douglas MacArthur, comandante supremo aliado en el Frente del Pacífico, anunció a los tres días que Manila ya había sido liberada, pero no era cierto, aún se estaban produciendo matanzas en otras zonas de la ciudad.
Las últimas matanzas
Martínez relataba en ABC, de hecho, que nada más comenzar la masacre vio morir a su prima, Jane Lizarraga, que se resistió a ser violada por los japoneses y fue apuñalada. También a su tío Tirso, al que abatieron de un disparo de camino a un refugio. A otra prima suya, Vicky, la dispararon y perdió una pierna. Al marido de esta, le lanzaron una granada cuando se escondió en la bañera de una casa y la explosión le arrancó medio pie. Y otra prima, Elena Lizarraga, recibió dos bayonetazos y un balazo, aunque sobrevivió, para contar lo ocurrido con la ayuda de Carmen Güell: 'La última de Filipinas' (Belacqva, 2005).
Las fuerzas aliadas acabaron con los últimos grupos de resistencia japonesa el 3 de marzo. El misterio sobre el final de Iwabuchi nunca ha sido aclarado del todo, aunque casi todas las fuentes aseguran que, tras perpetrar una de las mayores matanzas de la guerra y verse rodeado en las ruinas del edificio de Hacienda, se suicidó. Otros creen que se disparó en la cabeza o en la boca, y unas pocas fuentes abogan porque murió en combate, durante el asalto de las tropas estadounidenses al edificio.
En cualquier caso, casi todos los historiadores coinciden en que los soldados de Iwabuchi siguieron resistiendo en el edificio después de que su jefe se hubiera quitado la vida el 23 de febrero. El asalto habría comenzado cinco días después de su muerte, mediante el bombardeo de la artillería que no se detuvo durante las 24 horas siguientes. Sobre el cadáver de un japonés se encontró la siguiente carta: «Estoy agotado. No tenemos nada que comer. El enemigo se encuentra ahora a 500 metros de nosotros. Madre mía, querida esposa, hijo mío, os escribo a la luz débil de una vela. Nuestro fin se acerca. ¿Cuál será el futuro de Japón si cae esta isla en poder del enemigo? Nuestra aviación no ha aparecido. El general Yamashita no ha llegado. Centenares de soldados japoneses demacrados esperamos un fin glorioso y nada más».
Al final de este se rindieron 25 soldados nipones, pero otros tantos continuaron resistiendo aún sabiendo que era prácticamente imposible salir de allí con vida. El 2 de marzo se produjo el segundo y definitivo ataque con artillería, al que siguió el asalto final. Los últimos defensores japoneses con vida fueron descubiertos en el hueco del ascensor, donde se rindieron. El cuerpo de Iwabuchi jamás fue identificado. Dado por muerto, al acabar la Segunda Guerra Mundial, la culpabilidad recayó sobre Yamashita, que juró que él no había ordenado la matanza, pero fue condenado a muerte en un juicio sumarísimo y ahorcado el 23 de febrero de 1946.
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