Entre la censura y la muerte: el «milagro» de componer música bajo el terror de Stalin
Michel Krielaars publica 'Al son de la Utopía', un ensayo que retrata la lucha de los músicos soviéticos por componer y actuar en medio del clima delirante de represión y denuncia impulsado por el dictador
Represión, censura y muerte: crear arte y literatura bajo el yugo de los regímenes comunistas

La idea viene de lejos. En 1992, Michel Krielaars asistió al estreno de la ópera 'La vida con un idiota' en el edificio de la Stopera de Ámsterdam. Su compositor, Alfred Schnittke, estaba presente, y la dirigía nada menos que Mstislav Rostropovich, que ... había cambiado el violonchelo por la batuta para ese día tan especial. Cuando en el aplauso final, el primero cruzó la sala en dirección al escenario para fundirse en un abrazo con el eufórico director de la orquesta, la capital neerlandesa se convirtió en una pequeña Moscú inundada de vivas, bravos y hurras en lengua rusa.
Schnittke debió sentir aquel estreno como una victoria sobre el sistema totalitario que le había impedido componer en su país natal, donde estaba tajantemente prohibida su música, tachada de vanguardista por las autoridades de la URSS. Aquel día, mientras disfrutaba de esas melodías «frías, extrañas y fascinantes», Krielaars decidió dedicar su carrera a la historia de Rusia, un campo en el que ya suma varias novelas, una colección de cuentos y diversos ensayos.
El último, 'Al son de la Utopía. Los músicos en tiempos de Stalin' (Galaxia Gutenberg, 2025), retrata los años de sufrimiento y lucha padecidos por los compositores e intérpretes soviéticos durante el periodo estalinista. Un ambiente aterrador de represión, denuncias, censura y ejecuciones. «Y eso que los trataban como a reyes. Hasta cierto punto eran intocables, pero muchos fueron perseguidos, encarcelados en campos de trabajo o ejecutados. Sus partituras y grabaciones, destruidas, y sus conciertos, cancelados. Siempre tenían miedo, porque Stalin podía despojarlos de todo. Cuanto más famosos eran, más cuidado debían tener», explica el autor a ABC.
Esta persecución cultural ha sido retratada recientemente en otros ensayos como 'Clásicos para las masas' (Akal, 2021), de Pauline Fairclough; 'Los músicos de Stalin. El resultado de cien años de música rusa' (Berenice, 2022), de Pedro González, y 'Escritores y artistas bajo el comunismo: censura, represión, muerte' (Arzalia, 2023), de Manuel Florentín. Es cierto que los mil quinientos literatos ejecutados por Stalin exceden con creces el número de víctimas entre los compositores e intérpretes, que no llega al centenar, pero estos últimos tuvieron la desgracia de que al dictador le encantaba la música clásica e interfería abiertamente en ella. Escuchaba todas las grabaciones y anotaba su valoración en las carátulas: «Bueno», «regular», «basura». Esta última podía costarles la vida, aunque hubieran seguido fielmente la doctrina comunista.
Lenin y la cultura
Aunque al principio de la Revolución los bolcheviques no se interesaron por la cultura, meses antes de la fundación de la URSS en 1922, Lenin ya contaba con una nutrida lista de escritores a los que deportar. Los expulsó sin ropa ni libros y les obligó a firmar un documento según el cual, si regresaban a Rusia, serían fusilados. Ese fue el comienzo de una larga pesadilla que afectó a miles de novelistas, dramaturgos, periodistas, cineastas y poetas, dejando a los músicos tranquilos durante un tiempo. «Era mucho más difícil averiguar si las notas de un pentagrama eran contrarrevolucionarias, mientras que un escritor solo necesitaba alguna frase burguesa en su libro para ser perseguido. Fue Stalin quien introdujo el realismo socialista en todas las artes al llegar al poder y la libertad de los compositores, relacionada con la música moderna de Occidente, fue restringida y muchos de ellos enviados al gulag o a la muerte», explica Krielaars a ABC.
Por eso sorprende que la música de ese periodo alcanzara un nivel sin precedentes en la historia, con intérpretes como Sviatoslav Richter, David Oistrakh, Leonid Kogan, Mariya Yúdina y Rostropovich y compositores como Dmitri Shostakóvich y Serguéi Prokófiev. Todos sufrieron aquel periodo turbulento en el que, citando al premio Nobel de Literatura soviético Konstantin Paustovski, la vida era una tortura diaria. Krielaars, por su parte, califica de «milagro» que se compusiera una música tan maravillosa en aquellos años de terror. «Muchos fueron colaboradores y víctimas a la vez. Intentaron componer la música que querían, incluso teniendo que adherirse a las normas impuestas. Fue muy frustrante, pero querían quedarse en su país y tuvieron que adaptarse al sistema», advierte el autor sobre Shostakóvich y Prokófiev, las figuras que mejor ejemplifican esta contradicción.
Prokófiev cumplió casi siempre con el socialismo musical, pero sufrió acoso igualmente. Es difícil concebir un reverso más trágico del éxito y la gloria que consiguió. Su muerte a los 71 años en 1953 por un derrame cerebral, tan solo 50 minutos antes de la de Stalin y a pocos metros del Kremlin, fue dramática. A diferencia del dictador, cuyo comunicado de defunción se leyó entre sollozos en escuelas, oficinas y fábricas, la suya pasó desapercibida. A su entierro acudieron cincuenta personas, a pesar de estar entre los tres compositores más importantes de la historia de la URSS. Tampoco hubo flores, que fueron todas adquiridas para el querido líder.
Encumbrado y perseguido
Su vida fue una montaña rusa. Tan pronto era elogiado y encumbrado por las autoridades como perseguido, censurado y exiliado, a pesar de que jamás se enfrentó al poder. «Los bolcheviques promueven el arte y hacen todo lo posible para que florezca», llegó a declarar en la revista estadounidense 'Pacific Coast Musician' en 1922. La situación era paranoica y el miedo, constante.
En 1927, Stalin le concedió el permiso para regresar. Deseaba que los artistas rusos de renombre internacional afincados en Berlín y París volvieran cuanto antes, pues no existía mejor propaganda que esa para la utopía socialista. Le recibieron como a un hijo pródigo y le colmaron de honores, pero el compositor tardó poco en descubrir el lado oscuro. Nada más llegar recibió la llamada de un alto funcionario del Comité Central que le exigía participar en un concierto para conmemorar la conquista de Shanghái por parte de los comunistas. Sabía que los teléfonos estaban pinchados y que se estaban produciendo detenciones, desapariciones y suicidios extraños, por lo que se inquietó. Su primo Shurik Raievski fue una de las víctimas, así que decidió seguirles el juego a los gobernantes. Era el precio a pagar por estar en la cúspide.
Todo se torció cuando la Asociación para la Música Contemporánea (ASM), que había concedido a los compositores un amplio margen de libertad, perdió el poder y fue sustituida por la Asociación Rusa de Músicos Proletarios (RAPM), que consideraba al modernismo una sandez, un producto de la burguesía y el individualismo. La nueva política se redujo a promover una música optimista, ampulosa y pegadiza. Melodías destinadas a las masas, grandilocuentes y accesibles. Cualquier otra quedaba prohibida, para dotar al pueblo de un repertorio socialista que redundara en beneficio del trabajo.
Shostakóvich
La RAPM les hizo la vida imposible a casi todos los compositores, prohibiendo muchas de sus obras. En 1934, por ejemplo, Stalin mostró su profundo rechazo por 'Lady Macbeth de Mtsensk', de Shostakóvich. El diario 'Pravda' habló de «música agitada, convulsa y frenética hecha caos y que había sido tomada del jazz». Decía que su éxito intencional se debía a que su autor buscaba estimular los gustos perversos de la burguesía.
Shostakóvich temió por su vida, pues sabía que el artículo se escribió por orden de Stalin. Además, entre 1936 y 1938, fueron detenidos más de un millón y medio de ciudadanos, entre ellos, numerosas figuras prominentes de la vida cultural. La mayoría desapareció en un gulag, pero 700.000 fueron ejecutadas.
Al comenzar la Segunda Guerra Mundial, Prokófiev vio una oportunidad de salir del ostracismo con una nueva ópera patriótica, 'Semión Kotko' ('Soy hijo del pueblo trabajador'), que iba a dirigir su amigo Meyerhold. Sin embargo, este fue arrestado y acusado de hacer representaciones «ajenas al arte soviético». Se le pidió que reconociera sus «errores», pero se negó y fue torturado durante siete meses a pesar de estar enfermo. Le rompieron el brazo izquierdo y le dejaron el derecho para que firmara una «confesión» de que había espiado para los británicos. Una semana después, su mujer, la actriz Zinaida Raikh, fue encontrada muerta con los ojos arrancados. Meyerhold fue ejecutado el 2 de febrero de 1940.
En Occidente, mientras, se guardaba silencio. «Muchos músicos no querían comprometer a sus colegas soviéticos. Componían música juntos e intentaban no politizarse. Hasta la muerte de Stalin, Occidente desconocía o no quería saber nada sobre la represión en la URSS. En esa época, además, había mucha propaganda antisoviética por la Guerra Fría y nadie sabía a quién creer», justifica Krielaars.
Las purgas
La paz se vio perturbada de nuevo, en 1946, ante una nueva oleada de represión que nada tenía que envidiar a las purgas de los años 30. Aterrorizados, intentaron salvar el pellejo componiendo nuevas obras al gusto del régimen, pero no funcionaron. Antes de morir, Prokófiev, deprimido, reconoció que le dolía el alma por haber hecho un pacto con el diablo y haber sacrificado su creatividad a cambio de una existencia, en ocasiones, cómoda como músico.
Shostakóvich sufrió igual, a pesar de haber protagonizado uno de los momento más emocionantes de la historia de la música: el estreno de la Séptima Sinfonía en la Gran Sala de la Filarmónica de Leningrado, durante el cerco de los nazis que acabó con la vida de 750.000 compatriotas. Pero ni eso evitó que cayera en desgracia.
El Comité Central del Partido Comunista arremetió contra él poco después y le puso en la lista negra por componer una Novena Sinfonía alegre y familiar, en contra de los deseos de Stalin, que quería una música a la medida de Beethoven. «En ese período estuve al borde del suicidio. El peligro me aterrorizaba», reconoció el compositor en sus memorias. Más tarde se plegó a los deseos del régimen y fue rehabilitado, pero en 1962 volvió a caer en desgracia por una nueva sinfonía, la número 13, 'Babi Yar', que se refería a las matanzas de judíos en Kiev durante la Segunda Guerra Mundial. El compositor volvía a ser censurado, esta vez para siempre.
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