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Barbarie miliciana: desvelan la verdad de la matanza masiva de diputados en la Guerra Civil

El académico Octavio Ruiz-Manjón contabiliza, contextualiza y desgrana los 179 asesinatos de parlamentarios desde julio de 1936

Azaña, el día de la retirada de la CEDA del Parlamento, en 1936 ABC
Manuel P. Villatoro

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Se palpaban el frío y la desesperanza. El 1 de febrero de 1939, bajo una sinfonía de bombas, 62 diputados reunidos en las cuadras del Castillo de San Fernando de Figueres celebraron la última sesión de las Cortes republicanas. Eran pocos; muy pocos. Apenas un 13% de los 473 que formaron el Congreso tras las elecciones de 1936. El resto, tanto de izquierdas como de derechas –que también los hubo, aunque el revisionismo se empeñe en obviarlos–, se habían visto obligados a exiliarse o, como explica el catedrático de Historia Contemporánea y académico de la RAH Octavio Ruiz-Manjón, habían sido asesinados, víctimas de la represión.

Ruiz-Manjón conversa con ABC en un día señalado: aquel en el que presenta 'Los diputados de la Segunda República' en el Congreso. Habla calmado, no se atisba un ápice de nerviosismo; más bien transmite la serenidad del soldado que paladea las mieles del deber cumplido. No es que sea novato en esto. Las primeras luces de su investigación se divisaron hace ya dos años. Y ahora, al fin, puede presumir de haber contabilizado, analizado y contextualizado las muertes de sus señorías. La mayoría, violentas y estremecedoras. «Desde que comenzó la Guerra Civil fueron asesinados 179 diputados. Durante el conflicto murieron 71 de izquierdas y 75 de derechas; el resto, 33, después», confirma desde el otro lado del teléfono.

Barbarie previa

Comedido y ecuánime son los adjetivos que mejor definen a Ruiz-Manjón. Cada palabra es el resultado de meses en los archivos, huérfanos de expertos en un mundo que tiende al refrito histórico. Su conclusión no pretende beneficiar a 'hunos' o a 'hotros', es la que es: «Mi reflexión final es que se desató una violencia desmesurada contra los parlamentarios de ambos bandos». Aunque, antes de zambullirse de lleno en la tesis central, prefiere empezar por el principio, como buen cronista. «También he analizado lo que les pasó, a partir del 18 de julio de 1936, a los 1.007 diputados que habían sido elegidos en las elecciones del 31, del 33 y del 36», añade.

En esa lista inicial incluye a José Calvo Sotelo, el miembro de Renovación Española cuyo homicidio el 13 de julio de 1936 motivó el estallido de la Guerra Civil. «¿No debería ser el número 180?», preguntamos. «No. Es una cuestión meramente cronológica. Por muy importante que fuera para el devenir del conflicto, fue asesinado cinco días antes de que este empezara», insiste. Aunque no niega que fue «la primera gran víctima de los diputados de la época»; unos políticos que habían despertado a la par odios y pasiones por protagonizar una vida parlamentaria bastante violenta en lo dialéctico. «Hubo insultos, puñetazos y la exhibición de alguna pistola en el Congreso», apostilla.

Los diputados de la Segunda República

Imagen - Los diputados de la Segunda República
  • Editorial Congreso de los Diputados
  • Precio 19 euros

Tras el 18 de julio, aquella tensión cosmética mutó en barbarie palpable. «La primera fase de la guerra, entre julio y noviembre, fue un período de extrema violencia contra los diputados», explica el experto. El mismo Manuel Azaña dejó constancia de las tropelías perpetradas en la Cárcel Modelo de Madrid contra los rivales políticos: «Los milicianos se apoderaron del registro, […] buscándolos uno por uno por el laberinto de celdas. Después los bajaban a un sótano y los fusilaban». Ruiz-Manjón, nada amigo de conceptos taxativos como 'derribar mitos', corrobora en este caso que no se debe hablar de violencia incontrolada: «Por mucho que repitan algunos historiadores, los exaltados de ambos bandos contaban con la complicidad o el apoyo de las autoridades».

Y violencia extrema

En este sentido, el académico también niega que los objetivos principales fueran los políticos más extremistas. Lo que primaban eran los cargos y los nombres propios. «Aquel verano no se mataba a un radical, se mataba a un líder de ámbito local o al jefe de un partido con relevancia», añade. El ejemplo más claro fue el homicidio de Melquíades Álvarez. Republicano convencido, persona ecuánime y amigo cercano de intelectuales como José Ortega y Gasset y el mismo Azaña, fue fusilado por un grupo de milicianos en el sótano de la Cárcel Modelo en agosto. «Con él se asesinó a la tradición republicana moderada española», completa Ruiz-Manjón.

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Tras el ascenso al poder de Largo Caballero por un lado, y de Francisco Franco por otro, la violencia inicial perdió fuelle. Aunque eso no significa que se detuviera en seco. La represión continuó e incluyó, como bien explica el autor, a diputados de marcadas creencias religiosas: «A algunos se les persiguió, simplemente, porque eran católicos practicantes». Por si fuera poco, el final del conflicto alumbró dos nuevos tipos de víctimas: aquellos parlamentarios perseguidos, cazados y enjuiciados tras la victoria de los golpistas y otros tantos que jamás pudieron regresar a España. «Niceto Alcalá-Zamora y Azaña son dos ejemplos de ello», sentencia.

La última pregunta es obligada: «¿Qué opina de la ley de Memoria Democrática?». Una vez más, Ruiz-Manjón no se altera. La respuesta es escueta: «Se empeña en subrayar un tipo de comportamiento y a las víctimas de un solo bando». El académico sabe bien de lo que habla, pues ha participado en varias comisiones relacionadas con el tema. «Tuve la oportunidad de opinar sobre la propuesta del anterior Gobierno municipal de levantar una lápida en Madrid en honor a las víctimas. Me opuse porque también se incluyó a victimarios», completa. No se deben mezclar churras con merinas ni asesinos con asesinados. La máxima, termina, debe ser una reconciliación por la que ya empezaron a trabajar personajes como Salvador de Madariaga.

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