Asesinos fantasmales: la pesadilla de enfrentarse a un francotirador soviético en la IIGM

Más allá de los famosos duelos entre tiradores de élite en el frente ruso, también se dedicaban a limpiar de enemigos las trincheras enemigas y a interrumpir las comunicaciones

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Las trincheras en el frente ruso AUGUSTO FERRER-DALMAU

«Esos boches están a 400 metros». La voz de Vasili Záitsev, entre los francotiradores más eficaces de la Unión Soviética, resonó a lo largo del parapeto una vez más. Su interlocutor, un chaval llamado Mijaíl que frisaba los dos décadas de vida, ajustó ... la mira telescópica y colocó el Mosin-Nagant frente a su rostro; al otro lado vio la trinchera. Después puso atención: sabía que venía un nuevo consejo. Y el maestro no decepcionó: «Apunta al pecho de tu objetivo, pero no dispares todavía, espera que se vuelva hacia ti». El objetivo era que, cuando el alemán cayera muerto, soltase la pala con la que excavaba fuera del foso. «Así, cuando su compañero vaya a recogerla, podrás acabar también con él».

La premonición se cumplió. El primer disparo cortó el frio viento que soplaba en Stalingrado y el enemigo cayó muerto. Después, Záitsev describió con mimo la sucesión de hechos: «Apunté los prismáticos justo a tiempo para ver al alemán cayendo al interior de la trinchera. Segundos después, uno de los soldados cometió la estupidez de salir y recoger la pala, y Mijaíl volvió a disparar». El segundo objetivo se desplomó sin vida ante el asombro del chico. «¡Vasia, Vasia! ¡Me he cargado a dos!». Apenas tuvo tiempo para felicitarle. Tras aquella escabechina, los nazis escudriñaron el horizonte y descubrieron su posición. «¡Saquemos el culo de aquí o nos matarán también a nosotros!», le espetó.

La escena anterior la narró Záitsev en sus memorias –'Un francotirador en Stalingrado'– y supone un claro ejemplo de la dureza que suponía la vida en las trincheras del frente ruso durante la Segunda Guerra Mundial. En aquellos hoyos de barro, nieve, sangre y suciedad no solo había que enfrentarse a un frío gélido y a la tensión de los bombardeos a golpe de mortero, sino también al pavor de saberse acechado por los francotiradores enemigos que se escondían en las inmediaciones. Así lo afirma a ABC Augusto Ferrer-Dalmau: «Daba igual que fueras alemán o ruso, los tiradores de élite podían hacer fuego sobre ellos en cualquier momento. Eso generaba una tensión insoportable en los fosos».

El pintor de batallas sabe de lo que habla. Además de ser un gran aficionado a la Segunda Guerra Mundial, ha investigado cómo era el sistema de combate en las trincheras del frente ruso para elaborar su nuevo cuadro: una escena en la que un grupo de soldados del ejército alemán asisten asombrados a la muerte de dos de sus compañeros. «¿Quizá un francotirador?», le preguntamos. Ferrer-Dalmau ríe y se guarda el secreto; todo lienzo debe albergar sus misterios. «Todos los excombatientes que entrevisté para escribir el libro 'Batallón Roman' coincidieron en una cosa: los francotiradores rusos eran letales por su puntería. Además, me contaron que la guerra de posiciones era la más sufrida, con un goteo constante de bajas entre bombardeos, morteros y escaramuzas», sentencia el artista.

Muerte en las trincheras

Películas como 'Enemigo a las puertas' han repetido hasta enroncar que la finalidad de los francotiradores soviéticos era segar la vida de los oficiales enemigos. La realidad, sin embargo, no puede ser más diferente. Sí, es cierto que acechaban a los altos mandos siempre que tenían oportunidad, pero su tarea principal era apoyar a las tropas durante los asaltos, ya fueran germanos o rusos. Záitsev, que acabó según sus memorias con 242 objetivos, lo confirmó en sus memorias. En la navidad de 1942, por ejemplo, este pastor de los Urales recibió la orden de acabar con los servidores de las nuevas armas de los nazis: unas «ametralladoras ligeras con gran cadencia de tiro que estaban anulando la capacidad del ejército de operar de noche».

En el día a día, y aunque no suene tan épico, sus objetivos prioritarios eran los soldados que llevaban munición a los fosos enemigos; los servidores de armas pesadas y los observadores avanzados que podían desvelar el estado de las fuerzas rusas. Y ya en el fragor de la batalla, también hacían fuego contra cualquier posición fortificada. Su labor fue clave en Stalingrado, donde se estableció una suerte de guerra de trincheras que recordaba a la que se había sufrido a partir de 1914 en el frente Occidental europeo. «La mayoría de mis hombres recibieron disparos en la cabeza durante los relevos por culpa de los francotiradores. Si veían un casco porque una trinchera no era bastante profunda, esperaban hasta que aparecía otro y disparaban», explicaba tras el conflicto el oficial Erich von Lossow.

El mismo Záitsev corroboró en sus memorias la importancia que tenían sus chicos para limpiar las líneas contrarias durante aquella contienda estática:

«El 24 de octubre nuestro grupo de francotiradores [...] fue transferido al territorio de un regimiento desplegado en la ladera este de la colina Mamáiev. Nuestras trincheras estaban excavadas en la ladera, y la línea del frente nazi se encontraba a 150 metros. La zona había sido defendida por una compañía de fusileros antitanque, pero los soldados se habían quedado sin su comandante y estaban sufriendo un número de bajas tremendo. A los muertos los enterraban ahí mismo, en las trincheras. Solo habían sobrevivido unos pocos soldados de la unidad. Se arrastraban de un fusil a otro para que el enemigo se llevara la impresión de que eran más y de que todavía podían ofrecer una férrea defensa».

Con todo, Vasia también dejó sobre blanco en sus memorias que la misión esencial de sus chicos –'lebratos', como les llamaba– era hacer la vida imposible a los alemanes allí donde estuvieran. En una ocasión, por ejemplo, se dedicaron a acribillar a los soldados alemanes que «iban cada mañana a un pequeño manantial» para recoger «agua clara con bidones y cantimploras». Les tendieron una emboscada y les cazaron una y otra vez cuando salían de los hoyos en la tierra para hacer la 'aguada'. «¡Aquello era un imán para los 'boches', que buscaban desesperados las orillas!». Aunque siempre preferían atacarles en las trincheras. «Allí su campo de visión era limitado, no veían desde dónde les disparábamos», escribió Záitsev.

Pero no todo era aniquilar soldados en las trincheras. Según avanzó el conflicto, los alemanes enviaron a sus propios soldados de élite para acabar con los cazadores soviéticos. Así, el frente ruso se convirtió también en un curioso tablero de ajedrez en el que, siempre en palabras de los miembros del Ejército Rojo, se vivieron los mitificados duelos de francotiradores. El más famoso fue el que representó la película 'Enemigo a las puertas' entre Záitsev y el mayor König. Sin embargo, las últimas investigaciones apuntan a que fue una exageración para ensanchar todavía más la fama del pastor de los Urales. Otro tanto podría haber sucedido con Lyudmila Pavlinchenko, quien recogió también en sus memorias un mano a mano que merece la pena contar.

Un duelo olvidado

En enero de 1942, Lyudmila recibió la llamada de dos superiores. Las noticias no fueron halagüeñas: un francotirador alemán había provocado cinco bajas, todas ellas de un certero disparo en la cabeza, en el sector de la hondonada de Kamishli, a las afueras de Sebastopol. Todo parecía indicar que su escondrijo se hallaba en los restos del puente de metal y madera que unía dos colinas sobre un arroyo. En palabras de Pavlichenko, en enero de 1942 ya era habitual encontrar a francotiradores alemanes en el frente. La razón era sencilla: la guerra de posiciones convertía su aportación en determinante, pues eran capaces de acabar con los soviéticos. Antes no habían podido participar en el enfrentamiento debido a los rápidos avances de las operaciones y de sus compañeros.

Una noche, la francotiradora y su observador fueron escoltados hasta una posición seleccionada por ellos para acabar con el alemán. Allí, a hurtadillas, construyeron dos trincheras protegidas por el bosque. La obra de arte se completó con un señuelo ideal para engatusar a los menos precavidos: un maniquí ataviado con uniforme del Ejército Rojo al que colgaron un fusil en la espalda y unos binoculares en la mano. La idea era sencilla: que el teutón hiciese fuego tarde o temprano sobre él y desvelase así su posición. Una treta, por cierto, que utilizaron los tiradores de uno y otro bando durante toda la Segunda Guerra Mundial.

La cacería comenzó ese mismo día, y se extendió durante dos días. Pero le vieron el 23 de enero. En primer lugar, el observador salió de la seguridad de la trinchera y colocó el maniquí en tierra de nadie. Debía dar la impresión de que era un francotirador que oteaba el horizonte en busca de su presa. Cuando estuvo a salvo, un silbido alertó a Pavlichenko de que había finalizado su tarea. Ella respondió, más para alertar al nazi que como confirmación. «¿Picaría el alemán con un viejo truco que ya se había usado en la Gran Guerra?», añadía la sargento. Lo hizo... Minutos después, desde el puente se escuchó un disparo «apagado», «como si hubieran golpeado un tablón de madera con una vara metálica». Un leve brillo delató la posición del autor del tiro: una madriguera rodeada de vigas de metal.

«¡Por fin te tengo, nazi cabrón, después de tanto tiempo sentada un frío de muerte! Por el visor de la mira telescópica vi su cabeza. El 'fritz' tiró del cerrojo de su fusil, recogió el casquillo usado, se lo metió en el bolsillo y miró fuera de su escondite», escribió la soviética. Era su momento. Antes de disparar, recordó el mandamiento de su maestro: «Nunca creas que tu disparo será el último y no seas demasiado curiosa!» . Acto seguido contuvo la respiración y, tras apuntar, disparó el gatillo. La bala cortó el viento. Si fallaba, tendría que enfrentarse a la puntería de su enemigo. Por suerte, el germano se desplomó. Y tras él lo hizo su fusil: un Mosin-Nagant con mira telescópica que había arrebatado a un tirador ruso en otro duelo.

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